Ya es oficial: después de casi 50
años de poder absoluto el dictador cubano Fidel Castro se
aparta del comando de la revolución y deja de ocupar la
jefatura del Estado que, formalmente hablando, venía
desempeñando desde comienzos de los años 70. Su hermano Raúl
Castro le sustituye conforme a las peores tradiciones
nepóticas de América Latina. Como es natural, la gran
interrogante es qué pasará en la Cuba post-fidelista y cuál
será el porvenir de la muy otrora "perla del Caribe".
Los cubanófilos del mundo parecen
estar de acuerdo en que habrá algún tipo de proceso de
cambios y que sería imposible la conservación exacta del
status quo. La disparidad de criterios se centra, entonces,
en la naturaleza, modos, velocidades y orientaciones de los
cambios. De hecho, la transición cubana comenzó, de alguna
manera, desde la gravedad médica de Fidel y el interinato de
Raúl, y no han sido pocas las señales que apuntan hacia una
incipiente "descompresión" de la cerrada hegemonía del
sistema castro-comunista.
Una corriente de análisis señala que
el general Raúl Castro Ruz y buena parte de la jerarquía
política y militar del régimen, preferirían conducir los
cambios hacia las coordenadas del modelo chino o vietnamita,
es decir una progresiva apertura económica de corte
neo-capitalista y el mantenimiento del control político a
través del partido único y de Estado, el Partido Comunista
(PCC), y su sucedáneo castrense las Fuerzas Armadas
Revolucionarias (FAR).
Ese modelo fue promovido por Deng
Xiaoping a la muerte de Mao, a finales de los años 70 y
luego emulado en Vietnam por los herederos de Ho Chi Minh a
partir de mediados de los 80. En ambos casos, los resultados
han sido asombrosos en términos de crecimiento económico y
movilidad social, pero la pluralidad política y la amplitud
democrática siguen siendo meras expectativas sin demasiado
aliento en el horizonte.
Por cierto que en ninguno de los
casos referidos las sucesivas administraciones de la Casa
Blanca han planteado el tema de la democratización política
como una condición indispensable para las relaciones
bilaterales. Y eso no se puede aplaudir.
¿Podría ocurrir algo semejante en
Cuba? ¿Podría darse, así sea tímidamente, una gradual
apertura económica sin estar acompañada por una de carácter
político?
Algunos expertos consideran que
ello es probable porque la prioridad existencial de sus 11
millones y medio de habitantes sería mejorar las misérrimas
condiciones materiales de vida, antes que lograr conquistas
jurídico-políticas de contenido democrático. En este
sentido, la posibilidad de garantizar el desayuno, el
almuerzo y la cena privarían sobre la esperanza de alcanzar
elecciones libres, libertad de expresión o derechos de
asociación y manifestación.
Otros analistas sostienen que el
dominio socio-económico es inseparable del político, aunque
puedan tener tiempos distintos e incluso consecutivos en
cuanto al desarrollo de cambios sustanciales.
Juan Pablo II en su histórica
visita a la isla en enero de 1998 pidió que Cuba se abriera
al mundo y que el mundo se abriera a Cuba. Ese planteamiento
está más vigente que nunca. Transplantar a Beijing o más
precisamente a Hanoi en La Habana puede ser lo que tengan en
mente los veteranos gobernantes de la revolución cubana,
pero la continuidad sin plazo de una dictadura
institucional, aún con interesantes y fructíferas
innovaciones económicas, no parece ser el único norte de un
pueblo que tiene el mismo derecho que cualquier otro a la
justicia con libertad.
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