La prestigiosa revista londinense The Economist, en
su edición del 13 de noviembre, publica un interesante
artículo sobre los recientes comicios municipales de
Nicaragua, cuyo título lo dice todo: "Cómo robar una
elección". En su parte final se afirma "que a menos que haya
un reconteo (de votos) adecuado, se habrá establecido un
precedente negativo para América Latina, ya que el fraude
electoral es fundamentalmente una cosa del pasado en la
región".
La verdad es que las tropelías
electorales de Daniel Ortega no son un precedente sino más
bien un consecuente del "modelo" que practica en Venezuela
la llamada "revolución bolivarista" del señor Chávez. Y el
tipo de fraude que caracteriza a los procesos electorales
venezolanos, por lo menos del año 2000 en adelante, es una
realidad muy del presente, y hasta un producto de
exportación continental.
Cuando utilizo la palabra fraude no
me refiero, necesariamente, a la adulteración del voto
emitido. Se ha especulado mucho al respecto, y ya se sabe
que ello, sin ser imposible, es muy cuesta arriba dado los
controles de escrutinio y los conteos manuales. Pero hay
otro tipo de fraude que se perpetra antes del acto de
votación, y que se relaciona con las irregularidades
dirigidas a constreñir o condicionar el voto por parte de
los jerarcas del Estado.
La eliminación de adversarios
político-candidaturales, vía inhabilitación administrativa
como en Venezuela o vía ilegalización partidista como en
Nicaragua, es una manera de subvertir el concepto de
elecciones libres. Así mismo, el uso y abuso de todos los
recursos públicos en función de la parcialidad política
oficial --lo que se denomina con el término insuficiente de
"ventajismo"--, es una forma de golpear el principio de
elecciones limpias.
En pocas palabras, la libertad y
pulcritud de unas elecciones no sólo pueden quedar en
entredicho por acciones cometidas después de que
elector consigna el sufragio; pueden también comprometerse
por desmanes realizados desde la convocatoria del proceso y
a todo lo largo de la campaña, sin que llegue a
materializarse la sustitución fraudulenta del voto emitido
por otro inventado.
Amenazar a 2 millones y medio de
empleados públicos, casi el 15% del padrón electoral, de que
si no votan por los candidatos rojitos perderán el empleo,
¿qué es sino un mecanismo descarado para condicionar el
voto? Igual debe decirse del encadenamiento diario de los
medios radio-televisivos para que el jefe del PSUV haga
proselitismo a favor de sus candidatos, así como también de
la anulación de candidaturas opositoras mediante "oportunas"
decisiones judiciales.
La gran diferencia entre el
fraude-a-la-bolivarista, y la idea tradicional de fraude o
robo post-electoral, es que los ciudadanos pueden desafiarlo
yendo a votar y vigilando los escrutinios, tal y como
ocurrió el 2-D de 2007. Pero eso no aminora la gravedad de
los atropellos sistemáticos de un Estado proselitista y
partisano.
Se equivoca, pues, The Economist,
al atribuirle al nica Daniel Ortega el estar estableciendo
el precedente contemporáneo del fraude electoral en la
región latinoamericana. Esa condición se la ha ganado a
fuerza de experiencia su padrino venezolano.