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¡No soy menos que Mugabe!
por Fernando Luis Egaña
sábado, 21 julio 2007


El afán por la "reelección indefinida o continua", como se prefiera, que en la situación presente de Venezuela se traduce en el propósito de mando perpetuo, es muy sencillo de entender: si Fidel Castro lleva 48 años en el poder, Robert Mugabe 27 y Alexander Lukashenko 13, el señor Chávez no querrá quedarse atrás en tan excluyente club.

Por más que los voceros del oficialismo traten de adornar el tema con loas a "lo que el pueblo soberano decida", casi todos en nuestro país, sean adversarios o partidarios del régimen, saben bien que al mandatario de Miraflores no le falta razón cuando pretende que la soberanía y él sean dos caras de la misma moneda.

Es verdad que en Francia existe la reelección ilimitada para el Presidente de la República --nos recuerdan a diario los personeros de la revolución-- pero resulta y pasa que hay una "pequeña diferencia" entre el régimen francés y el venezolano actual, y esa no es otra que allá hay separación de poderes, estado de Derecho y contrapesos a la autoridad presidencial, mientras que acá, sencillamente, no quedan ni rastros de aquellos presupuestos esenciales de la gobernanza democrática.

Lo mismo debe advertirse con respecto a los sistemas parlamentarios que permiten la consecutiva reelección de los Primeros Ministros o de los Presidentes de Gobierno, casos por ejemplo, de Gran Bretaña y España. Habría que estar delirando para establecer una analogía entre aquellas formas de gobierno que enfatizan la distribución y el equilibrio de los poderes del Estado, y la caudillesca concentración de poder que identifica al régimen de boinacolorá.

Por ello tiene un doble objetivo la "reforma constitucional" que se le quiere imponer a la nación venezolana. El principal, desde luego, es garantizar la permanencia del señor Chávez en la preciada silla a través de la figura formalista de la reelección indefinida, o continua, o consecutiva, o como dice Alexis Márquez Rodríguez: la reelección pura y simple, sin limitaciones. Al fin y al cabo, es el propio "reelegible" quien ya ha afirmado que sin su liderazgo "a la revolución se la lleva el viento"...

Y el segundo objetivo es coser una Constitución a la medida del socialismo trasnochado, borbónico y regresivo que les encanta a los ñangaras pre-berlineses que pululan y viven del "proceso", y que, de paso, le termine de subordinar el Estado y la sociedad al líder máximo de una manera "irreversible", para no usar la palabra "blindada", tan desacreditada por razones obvias.

Ciertamente, la Constitución de 1999 es una versión aparatosa de la Constitución de 1961, típica de la verbosería de la "revolución bolivarera"; cierto, también, que el "librito azul" le dio más poder, y más tiempo en el poder, al jefe de Estado; pero debe reconocerse, así mismo, que no se trata de una Constitución exógena y antidemocrática per se, como la que se desprende de la versión conocida del proyecto de reforma en ciernes.

Comenzando por el hecho de que podríamos estar a pocas semanas de la sanción y promulgación por parte del Estado de la referida reforma, y hasta la fecha no hay información oficial, no digamos que veraz, oportuna imparcial y sin censura, sobre la trascendental materia. Todo un tributo a la "democracia participativa", alegará Luis Britto García, uno de los cacúmenes del transplante constitucional.

Y digo "pocas semanas", porque si el maremagno Constituyente de 1999 no duró mucho más de 4 meses entre la instalación de la Asamblea respectiva el día 8 de agosto y el referendo aprobatorio del 15 de diciembre, esta reforma constitucional, que por supuesto se invocará de "jerarquía" menor que una Constituyente, podría ser despachada a mayor velocidad. Dirán los "juristas" de la pomada que "quien puede lo más, puede lo menos".

El "fast track" serviría, entre otras cosas, para aprovechar la probable fragmentación de la oposición política en relación al deshoje de la margarita refrendaria, vale decir, la consabida discusión entre participación y abstención, que hasta el presente ha hecho muy difícil la indispensable unidad de criterio para enfrentar el adinerado poderío del "gobierno rojo-rojito".

Y serviría, sobre todo, para que los efectos de la erosión gubernativa sean lo menos gravosos posibles con miras a "lograr" un porcentaje presentable de votos afirmativos, CNE mediante. Al respecto, distintas encuestas vienen registrando una creciente insatisfacción social, incluso a niveles parecidos a los de mediados del 2003 justo antes del inicio del laberinto revocatorio. Del mismo modo, dichos sondeos revelan una recia desaprobación a la reeleccionitis que vive y muere por el continuismo.

Pero amén de las tácticas con el fin de clavar la reforma, no hay que ser un científico nuclear para darse cuenta de lo que se persigue. Pues nada menos que seguir el (mal) ejemplo de Fidel Castro, que llegó en 1959 y se enrumba al medio siglo de mando supremo, o el de Robert Mugabe que se montó en 1980 y continúa al frente con todo y la ruina de Zimbabue, o el de Alexander Lukashenko que desde 1994 gobierna en Bielorrusia como un zarcito de mala catadura, o los de otros sátrapas e variable monta que integran la cofradía de los mandatarios vitalicios.

Al respecto, debemos repetir lo que insiste el ex-lider guerrillero salvadoreño, Joaquín Villalobos, por ahora dedicado a la investigación y la docencia en universidades inglesas: Venezuela no era una dictadura cuando Chávez llegó al poder, y tiene una importante trayectoria de cultura democrática, a diferencia de Cuba, Nicaragua y otros países que han sido sometidos a regímenes autoritarios de variada índole.

Y esa cultura democrática de la nación venezolana, más temprano que tarde, terminará venciendo a la satrapía. El señor presidente de seguro que no se siente menos que Mugabe, pero Venezuela es mucho pero mucho más que esta pretendida revolución.
 

flegana@movistar.net

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 Columnista, profesor universitario y ex-Ministro de Información


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