Recordando a Fellini
por Roberto Palmitesta

A diez años de la desaparición física de Federico Fellini, el mundo –y especialmente Italia- sigue rindiendo tributo a uno de los creadores fílmicos más apreciados de la posguerra. Coincidiendo con el aniversario de su muerte, desde octubre se están organizando cine-foros con sus mejores filmes en las principales capitales del mundo, mientras las televisoras de muchos países transmiten algunas de sus obras más importantes, precedidas a veces de homenajes de cineastas famosos que reconocen su influencia en el cine mundial.

En su ciudad natal, Rimini, la Fundación Fellini inauguró -en el sótano de su casa de familia- un museo con afiches, fotos y objetos de sus filmaciones, que atraen a muchos turistas y cinéfilos. Y en los principales festivales de cine, este año se proyectaron documentales sobre su vida – uno de ellos titulado, irónicamente, Soy un mentiroso nato- realizados por admiradores italianos y foráneos de su obra. Las autoridades culturales italianas, por su parte, han declarado el 2003 como el "Año de Fellini", un honor poco usual para un cineasta local, y un claro indicio del aprecio que tiene en su país natal.

Una fama merecida

Pocos directores han recibido tantos homenajes en un aniversario de su muerte. Este hecho quizás se deba a que Fellini fue, ante todo, un cineasta honesto, que nunca buscó el comercialismo y siempre trató de transmitir sus visiones del mundo y de la vida a su manera, sin concesiones al gran público. No se enriqueció con sus filmes, y en la última década de su vida, ni siquiera podía conseguir el financiamiento para sus largometrajes en celuloide, por la escasa rentabilidad que tenían. Así que –para mantenerse- tuvo que hacer filmes exclusivamente para la televisión, junto con algunas ingeniosas cuñas comerciales de productos. Pero sus obras maestras, rodadas esencialmente en las décadas del 50 al 70, cosecharon tantos premios en todos los festivales y academias, que quizás ha sido el director más laureado del mundo. La Academia de Hollywood, además de concederle un Oscar honorífico en 1993 por su trayectoria fílmica –afortunadamente, poco antes de su muerte- premió a cuatro de sus películas como la "mejor cinta extranjera", distinción que sólo posee en Italia su colega Vittorio de Sica.
No hay duda que se trata de un personaje clave del cine mundial, y uno de los cinco directores más reconocidos del primer siglo del cine, junto con nombres de la talla de Chaplin, Bergman, Hitchcock y Spielberg. Pero los millones de cinéfilos que lo admiran recuerdan ante todo la originalidad y calidad de la veintena de filmes que realizó en sus cuarenta años de actividad, todos llenos de una burlona irreverencia hacia las tradiciones y profundos mensajes humanistas. En cierta manera, Fellini fue el gran artista y filósofo del cine italiano de la posguerra, descollando incluso por encima de leyendas como Luchino Visconti y Michelangelo Antonioni, los otros dos miembros sagrados del "trío creativo" del cine italiano.

Camino a la fama

Después de algunos años como guionista y asistente de directores como Rossellini y Lattuada, se inició en la dirección fílmica con una interesante cinta sobre el espectáculo, Luces de Variedades (1951) seguida por una sátira sobre los personajes de telenovelas, El Jeque Blanco, colocando en ambas a su esposa Giuletta Masina en roles protagónicos. Volvió a utilizarla en 1953, en el excelente drama que llamó la atención de la crítica mundial, La strada, una poética reflexión sobre la vida y la soledad, donde la Masina trabajó al lado de Anthony Quinn, quien buscaba triunfar en el cine europeo. Con su inolvidable papel de Gelsomina en ese filme, la Masina se ganó el honroso título de "la Chaplin femenina". Luego ella apareció nuevamente en Las noches de Cabiria (1957) y Julieta de los Espíritus.(1965) y en 1986 Fellini le dio su último gran papel –junto al actor preferido de Fellini, Marcello Mastroianni- como una bailarina sesentona que imitaba a la legendaria Ginger Rogers en Ginger y Fred, hecha para la televisión italiana.

Ciertamente, la película que le dio más fama a Fellini fue La Dolce Vita (1960), una mordaz crítica de la decadente sociedad romana, que escandalizó a toda Italia en los años previos a la revolución sexual. La prohibición de la Iglesia en los países católicos, por ciertas secuencias irreverentes, le dio aún más fama al filme, que se convirtió en un descomunal éxíto de taquilla. (En Caracas estuvo en cartelera más de tres meses en su estreno.) Sin embargo, a pesar de que fue su obra más vista, muchos críticos prefieren como la obra maestra de Fellini a una película autobiográfica que realizó poco después, Ocho y medio(1963), título que refleja el número de sus realizaciones como director hasta esa fecha, contando un corto integrado en Boccaccio 70. En dicho filme, Fellini retrata a un director amoral en busca de inspiración, en medio del acoso de los productores y de de su celosa consorte, así como de sus fantasías eróticas y recuerdos de juventud. En los años 70, seguirían otras impactantes obras, como Roma, Satiricón y Casanova, todas con su nombre integrado al título para llamar la atención del público sobre su autoría. Fue una época donde se le criticaba su sensacionalismo por la inclusión de personajes grotescos, ambientes extravagantes, escenas atrevidas y ciertas libertades con personajes literarios, todo lo cual integró al diccionario de cine el término "felliniano".

La madurez de Fellini

Su obra más madura vendría en 1974 con Amarcord (equivale a Yo recuerdo, en dialecto de su región) donde narra sus aventuras juveniles en la Rimini de la era fascista. (Ya había usado a Rimini en el excelente filme Los vividores, también con geniales reminiscencias de su juventud). Llena de secuencias memorables, dentro de una trama desordenada, Amarcord le hizo ganar su cuarto Oscar y fue también un discreto éxito comercial. La ciudad de las mujeres sería su último film para la pantalla grande, ya que en lo sucesivo filmaría sólo para la televisión, realizando filmes como Ensayo de orquesta, Los clowns, E la nave va y Ginger y Fred, todas cintas muy emotivas, entretenidas y estéticamente hermosas, finalizando ese período con La Entrevista, donde el veterano director aparece entrevistado por un equipo televisivo japonés. (En Japón, Fellini es un verdadero ídolo, ubicado a la par de Kurosawa.) A punto de cumplir los 70 años, todavía tuvo energías para realizar un último filme, La voz de la luna, con el novato Roberto Benigni (quien luego triunfaría con La vida es bella) donde hace profundas reflexiones sobre la vida y las excentricidades humanas, a manera de un legado visual y filósófico a la vez.

No hay duda que Fellini tuvo sus altibajos artísticos, pues no todas sus obras fueron comprendidas, y pocas fueron aplaudidas por las masas, que iban a ver sus obras mayormente por curiosidad hacia lo grotesco y picaresco. Pero su estilo inconfundible, nacido en medio del movimiento neorrealista, junto con la agudeza de sus sátiras sociales (siempre participaba en los guiones), sentó cátedra e inspiró a muchos cineastas, entre ellos el genial Woody Allen, que le rindió un homenaje con su filme Stardust memories (Recuerdos), imitando ciertos pasajes de Ocho y medio y dedicándole la obra al final como un alumno a un maestro. Las carreras de Marcello Mastroianni y Alberto Sordi -dos monstruos del moderno cine italiano - también le deben mucho a Fellini y lo consideran su mentor artístico.

Otros directores tratarían de imitar su estilo, irónico y punzante a la vez, pero sin lograrlo, pues si algo demostró a lo largo de su filmografía, es que nadie filma como Fellini. La talentosa Giuletta Masina también expiró pocos meses después de la partida de su marido y compañero de arte, a quien apoyó constantemente, perdonándole incluso sus ocasionales infidelidades, consciente de la libertad requerida por un verdadero genio del séptimo arte. Así lo recuerdan sus fanáticos, a diez años de su muerte, y así lo recordará la historia del cine, en el honroso puesto que se ganó a fuerza de creatividad, talento y honestidad artística.

rpalmi@yahoo.com