A
diez años de la desaparición física de Federico Fellini, el mundo –y
especialmente Italia- sigue rindiendo tributo a uno de los creadores fílmicos
más apreciados de la posguerra. Coincidiendo con el aniversario de su muerte,
desde octubre se están organizando cine-foros con sus mejores filmes en las
principales capitales del mundo, mientras las televisoras de muchos países
transmiten algunas de sus obras más importantes, precedidas a veces de
homenajes de cineastas famosos que reconocen su influencia en el cine mundial.
En su
ciudad natal, Rimini, la Fundación Fellini inauguró -en el sótano de su casa
de familia- un museo con afiches, fotos y objetos de sus filmaciones, que atraen
a muchos turistas y cinéfilos. Y en los principales festivales de cine, este
año se proyectaron documentales sobre su vida – uno de ellos titulado,
irónicamente, Soy un mentiroso nato- realizados por admiradores italianos y
foráneos de su obra. Las autoridades culturales italianas, por su parte, han
declarado el 2003 como el "Año de Fellini", un honor poco usual para
un cineasta local, y un claro indicio del aprecio que tiene en su país natal.
Una fama
merecida
Pocos
directores han recibido tantos homenajes en un aniversario de su muerte. Este
hecho quizás se deba a que Fellini fue, ante todo, un cineasta honesto, que
nunca buscó el comercialismo y siempre trató de transmitir sus visiones del
mundo y de la vida a su manera, sin concesiones al gran público. No se
enriqueció con sus filmes, y en la última década de su vida, ni siquiera
podía conseguir el financiamiento para sus largometrajes en celuloide, por la
escasa rentabilidad que tenían. Así que –para mantenerse- tuvo que hacer
filmes exclusivamente para la televisión, junto con algunas ingeniosas cuñas
comerciales de productos. Pero sus obras maestras, rodadas esencialmente en las
décadas del 50 al 70, cosecharon tantos premios en todos los festivales y
academias, que quizás ha sido el director más laureado del mundo. La Academia
de Hollywood, además de concederle un Oscar honorífico en 1993 por su
trayectoria fílmica –afortunadamente, poco antes de su muerte- premió a
cuatro de sus películas como la "mejor cinta
extranjera", distinción que sólo posee en Italia su colega Vittorio de
Sica.
No hay duda que se trata de un personaje clave del cine mundial, y uno de los
cinco directores más reconocidos del primer siglo del cine, junto con nombres
de la talla de Chaplin, Bergman, Hitchcock y Spielberg. Pero los millones de
cinéfilos que lo admiran recuerdan ante todo la originalidad y calidad de la
veintena de filmes que realizó en sus cuarenta años de actividad, todos llenos
de una burlona irreverencia hacia las tradiciones y profundos mensajes
humanistas. En cierta manera, Fellini fue el gran artista y filósofo del cine
italiano de la posguerra, descollando incluso por encima de leyendas como
Luchino Visconti y Michelangelo Antonioni, los otros dos miembros sagrados del
"trío creativo" del cine italiano.
Camino a
la fama
Después de
algunos años como guionista y asistente de directores como Rossellini y
Lattuada, se inició en la dirección fílmica con una interesante cinta sobre
el espectáculo, Luces de Variedades (1951) seguida por una sátira sobre los
personajes de telenovelas, El Jeque Blanco, colocando en ambas a su esposa
Giuletta Masina en roles protagónicos. Volvió a utilizarla en 1953, en el
excelente drama que llamó la atención de la crítica mundial,
La strada, una poética reflexión sobre la vida y la soledad, donde la Masina
trabajó al lado de Anthony Quinn, quien buscaba triunfar en el cine europeo.
Con su inolvidable papel de Gelsomina en ese filme, la Masina se ganó el
honroso título de "la Chaplin femenina". Luego ella apareció
nuevamente en Las noches de Cabiria (1957) y Julieta de los Espíritus.(1965) y
en 1986 Fellini le dio su último gran papel –junto al actor preferido de
Fellini, Marcello Mastroianni- como una bailarina sesentona que imitaba a la
legendaria Ginger Rogers en Ginger y Fred, hecha para la televisión italiana.
Ciertamente,
la película que le dio más fama a Fellini fue La Dolce Vita (1960), una mordaz
crítica de la decadente sociedad romana, que escandalizó a toda Italia en los
años previos a la revolución sexual. La prohibición de la Iglesia en los
países católicos, por ciertas secuencias irreverentes, le dio aún más fama
al filme, que se convirtió en un descomunal éxíto de taquilla. (En Caracas
estuvo en cartelera más de tres meses en su estreno.) Sin embargo, a pesar de
que fue su obra más vista, muchos críticos prefieren como la obra maestra de
Fellini a una película autobiográfica que realizó poco después, Ocho y
medio(1963), título que refleja el número de sus realizaciones como director
hasta esa fecha, contando un corto integrado en Boccaccio 70. En dicho filme,
Fellini retrata a un director amoral en busca de inspiración, en medio del
acoso de los productores y de de su celosa consorte, así como de sus fantasías
eróticas y recuerdos de juventud. En los años 70, seguirían otras impactantes
obras, como Roma, Satiricón y Casanova, todas con su nombre integrado al
título para llamar la atención del público sobre su autoría. Fue una época
donde se le criticaba su
sensacionalismo por la inclusión de personajes grotescos, ambientes
extravagantes, escenas atrevidas y ciertas libertades con personajes literarios,
todo lo cual integró al diccionario de cine el término "felliniano".
La
madurez de Fellini
Su obra
más madura vendría en 1974 con Amarcord (equivale a Yo recuerdo, en dialecto
de su región) donde narra sus aventuras juveniles en la Rimini de la era
fascista. (Ya había usado a Rimini en el excelente filme Los vividores,
también con geniales reminiscencias de su juventud). Llena de secuencias
memorables, dentro de una trama desordenada, Amarcord le hizo ganar su cuarto
Oscar y fue también un discreto éxito comercial. La ciudad de las mujeres
sería su último film para la pantalla grande, ya que en lo sucesivo filmaría
sólo para la televisión, realizando filmes como Ensayo de orquesta, Los
clowns, E la nave va y Ginger y Fred, todas cintas muy emotivas, entretenidas y
estéticamente hermosas, finalizando ese período con La Entrevista, donde el
veterano director aparece entrevistado por un equipo televisivo japonés. (En
Japón, Fellini es un verdadero ídolo, ubicado a la par de Kurosawa.) A punto
de cumplir los 70 años, todavía tuvo energías para realizar un último filme,
La voz de la luna, con el novato Roberto Benigni (quien luego triunfaría con La
vida es bella) donde hace profundas reflexiones sobre la vida y las
excentricidades humanas, a manera de un legado visual y filósófico a la vez.
No hay duda
que Fellini tuvo sus altibajos artísticos, pues no todas sus obras fueron
comprendidas, y pocas fueron aplaudidas por las masas, que iban a ver sus obras
mayormente por curiosidad hacia lo grotesco y picaresco. Pero su estilo
inconfundible, nacido en medio del movimiento neorrealista, junto con la agudeza
de sus sátiras sociales (siempre participaba en los guiones), sentó cátedra e
inspiró a muchos cineastas, entre ellos el genial Woody Allen, que le rindió
un homenaje con su filme Stardust memories (Recuerdos), imitando ciertos pasajes
de Ocho y medio y dedicándole la obra al final como un alumno a un maestro. Las
carreras de Marcello Mastroianni y Alberto Sordi -dos monstruos del moderno cine
italiano - también le deben mucho a Fellini y lo consideran su mentor
artístico.
Otros
directores tratarían de imitar su estilo, irónico y punzante a la vez, pero
sin lograrlo, pues si algo demostró a lo largo de su filmografía, es que nadie
filma como Fellini. La talentosa Giuletta Masina también expiró pocos meses
después de la partida de su marido y compañero de arte, a quien apoyó
constantemente, perdonándole
incluso sus ocasionales infidelidades, consciente de la libertad requerida por
un verdadero genio del séptimo arte. Así lo recuerdan sus fanáticos, a diez
años de su muerte, y así lo recordará la historia del cine, en el honroso
puesto que se ganó a fuerza de creatividad, talento y honestidad artística.
rpalmi@yahoo.com
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