La
política es una de las principales fuentes de estereotipos en una sociedad
cualquiera. La guerra fría, que se impuso por varias décadas posteriores a la
Segunda Guerra Mundial, convirtió en un estereotipo político los conceptos
geográficos de este y oeste, que de ese modo devinieron en monsergas menos
provistas de sentido que de contenido falaz y tendencioso. Se dio así la
paradoja de que países geográfica y culturalmente tan orientales, como Japón o
la India, fuesen considerados más cercanos al llamado “mundo occidental”, que,
por ejemplo, Cuba. Y de que dentro de ese cuadro confuso de ubicación
geopolítica se preguntase uno si África, o la mayoría de los países africanos,
pertenecen al mundo oriental o al occidental. ¿O quizás a ninguno de los dos?
En Venezuela, y especialmente
en Caracas, viene ocurriendo algo parecido. La tradicional torpeza con que los
políticos emplean el lenguaje –vicio no superado, sino mas bien arraigado y
acrecido por la “Revolución bonita”, como todos los demás – ha creado un
estereotipo, en el sentido de hacer creer que en el este de la ciudad de Caracas
vive la oligarquía, golpista y explotadora del pueblo llano, o a la inversa,
que todo el que viva en el este es oligarca y golpista. En contraposición, el
oeste de Caracas sería asiento de las masas populares, y en consecuencia de la
gente que apoya al gobierno y ve en el presidente Chávez su líder, y en algunos
casos su padre protector.
Y entonces uno se pregunta: ¿Cuántos
ministros, diputados chavistas y demás altos funcionarios afectos al chavismo,
incluyendo oficiales del alto mando militar, viven en el oeste, por ejemplo en
Catia, en Pro Patria, en Casalta, en el 23 de Enero, en Caricuao, o siquiera en
la Avenida Baralt o en la Avenida Fuerzas Armadas?
Y desde otro punto de vista,
¿vive en Petare, en La Dolorita, en Filas de Mariche, el alcalde del Municipio
Sucre? Por cierto, ¿Petare no está en el este?
Y los diputados chavistas y
otros altos capitostes del chavismo que, según dicen, han estado muy diligentes
en comprar vivienda – a lo cual tienen pleno derecho, por supuesto, siempre y
cuando no sea con dinero mal habido – ¿han procurado comprar en la Avenida Sucre
de Catia, en Pérez Bonalde, en Antímano, en La Morán, o en Palo Verde o El
Llanito, estos dos en pleno este de la ciudad? ¿Somos, realmente, oligarcas y
golpistas todos los que vivimos en el este, incluyendo ministros, diputados,
empresarios y militares afectos al chavismo que, al parecer, abundan por estos
lados, y que no sólo viven en el este tan vituperado, sino que, además, les da
mucho gusto vivir ahí?
Si de algo debieran cuidarse
las revoluciones de verdad, es de que sus líderes hablen menos y, cuando lo
hagan, empleen bien el lenguaje. En la novela El Siglo de las Luces, de Alejo
Carpentier, hay un pasaje donde uno de sus protagonistas, Esteban, que en toda
la novela demuestra ser un auténtico revolucionario, después de vivir dentro del
torbellino de la Revolución Francesa –¿qué duda cabe de que fue una revolución
de verdad?–, regresa decepcionado de las miserias de la revolución, y dice unas
frases que no sé por qué me hacen pensar tanto en la Revolución bolivariana y
bonita del señor Chávez: “Cuidémonos de las palabras demasiado hermosas; de los
Mundos Mejores creados por las palabras. Nuestra época sucumbe por un exceso de
palabras”.
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