No
sé si a estas alturas todavía se puede hablar de engañados,
refiriéndonos a venezolanos presentes en el país, ante cuyos ojos
y oídos ocurre lo que está ocurriendo. Que gente de otras partes,
que no han podido palpar desde lejos la actual realidad
venezolana, crean de buena fe que vivimos de verdad una
revolución, y que por eso una oligarquía golpìsta y terrorista
–todos nosotros–, que ve en riesgo sus privilegios, quiere sacar a
Chávez del poder es explicable, aunque ingenuo. Pero que quienes,
quiéranlo o no, son testigos permanentes del desastre a que nos ha
conducido la fementida revolución, sigan apoyando a los autores
del desastre porque están engañados es algo que se nos hace muy
cuesta arriba.
Por más que sea
cierto que los medios de comunicación, en su gran mayoría, sean
opositores al gobierno, e incluso admitiendo que en sus diatribas
antichavistas más de una vez se les pasa la mano, es inconcebible
que gente culta, profesionales de diversas disciplinas, hombres y
mujeres pensantes, permanezcan ciegos y sordos ante lo que nadie
puede dejar de ver y oír. Y creer que lo que a diario ocurre en
todas partes, a lo largo y ancho del país, es producto de una
supuesta guerra mediática no es sino una estupidez.
Otra cosa es que
haya gente de buena fe que crea que el ideal revolucionario
justifica todos los desmanes que en nombre de ella se cometen cada
día. En estos casos quizás pueda hablarse de ingenuos y de
equivocados, pero no de engañados.
La verdad es que
no hay ideal revolucionario legítimo y auténtico que sea capaz de
justificar y de apoyar la escandalosa corrupción que se ha
generalizado en las esferas oficiales; la creciente y efectiva
militarización, no sólo del poder político y la administración
pública, sino prácticamente de todas las actividades ciudadanas;
el envilecimiento de instituciones de por sí tan respetables y
necesarias como la Fiscalía, la Contraloría y la Defensoría del
Pueblo; la violación constante y sistemática de la Constitución
–su propia Constitución– y las leyes, por los mismos organismos y
personas más obligados a cumplirlas, del presidente de la
República para abajo; el brutal y ostentoso ventajismo practicado
por el gobierno en todas sus esferas en la actual campaña
electoral, con el obsceno despilfarro del dinero que es de todos
los venezolanos; la descarada venalidad de los miembros
oficialistas del Consejo Nacional Electoral; el envilecimiento de
la administración de justicia, desde las más altas hasta las más
bajas instancias judiciales; la impúdica pretensión del presidente
de controlar todos los poderes públicos, y convertirse de ese modo
en un autócrata desaforado; el corrosivo sectarismo y el más
abyecto clientelismo; el más grotesco culto a la personalidad; el
desbarajuste económico; la vulgar politización de las grandes
empresas del Estado; la procacidad del lenguaje oficial, desde las
más altas esferas gubernamentales hasta los más modestos niveles;
el desmantelamiento y corrupción de las Fuerzas Armadas; la
prédica y el ejercicio del guerrerismo y la violencia; la
disolución, en suma, del país en todos sus ámbitos y niveles. Nada
de esto ocurre en forma oculta ni subrepticia, sino a los ojos de
todo el mundo, porque una de las novedades impuestas por el actual
gobierno es el descaro, la ostentación y el cinismo con que se
cometen todas estas fechorías.
¿Puede haber,
entonces, engañados? ¿Pueden estos supuestos engañados dejar de
ver y oír lo que está pasando a su alrededor? Repito, se puede
justificar todo esto en nombre de una supuesta ideología y como
precio que deba pagarse por el triunfo, a la larga, de una
supuesta revolución. Lo que no se puede es alegar que se apoya un
régimen tan inmoral y disoluto porque no se sabe lo que está
pasando.
Siempre he dicho que el
problema que Chávez representa no es ideológico. Lo que hace más
condenable su régimen es, por una parte, el ejercicio y la
tolerancia de la más escandalosa corrupción en todos los niveles
de la administración pública, y en segundo lugar la supina
incapacidad para gobernar. Basta una ligera reflexión sobre estos
puntos, para que aquellos que de buena fe, y en consonancia con
una ideología noble y humanística, creyeron en el mensaje de
Chávez y lo apoyaron inicialmente, se convenzan de que lo que
ellos creyeron el comienzo de una revolución de verdad fracasó
estruendosamente, no por los ideales que supuestamente enarbolaba,
sino porque el líder de esa fementida revolución resultó falso,
incapaz y pernicioso, hasta el punto de envilecer y desprestigiar
el propio concepto de revolución. Son muchos los que lo
comprendieron tempranamente, y con coraje y dignidad manifestaron
y ejercieron su disidencia. Otros, y es comprensible, decidieron
esperar y darle más tiempo al proyecto que se les ofreció. Hoy
para estos es muy difícil dar el paso, sobre todo porque saben que
con ello no lograrán revindicarse del todo ante la opinión
pública, por lo que temen quedar mal con Dios y con el Diablo.
Sin embargo, aún hay
para ellos una salida honorable, que por lo silenciosa que tiene
que ser los preserva de la tacha de oportunistas, que de hacerlo
públicamente con seguridad se les haría, y al mismo tiempo les
permite quedar en paz con su conciencia: votar SÍ el próximo
domingo, y contribuir de ese modo a deshacer el entuerto que con
su apoyo ayudaron a producir.
Al comienzo nos
preguntábamos si puede hablarse, a estas alturas, de engañados.
Ahora pensamos que sí: engañados, no porque no sepan lo que está
pasando en nuestro país, sino engañados por Chávez, que no les
cumplió, ni a ellos ni al pueblo que lo sentó en Miraflores, las
promesas de cambios revolucionarios que usó como señuelo para
arrancarles el voto.