Amnistía Internacional cree estar
investida de una misión sagrada. Cada año, con gran
puntualidad, y en forma ritual, esa organización moviliza
su burocracia para hacer revelaciones sobre el estado de
los derechos humanos en el mundo. Sin embargo, su
credibilidad se pierde día a día a pesar de esos
espectaculares esfuerzos.
El pasado 26 de noviembre, Amnistía
Internacional invitó a la prensa a un acto en Santiago de
Chile para entregar las nuevas tablas de la ley sobre
Colombia. Lo que dijo allí, por la boca de una de sus
activistas, Cristina Frodden, quien presentó un curioso
“estudio” sobre la violencia en Colombia, no está lejos de
ser escandaloso.
Atribuyéndole a unos los crímenes de
los otros, enredándose con las fechas y las cifras y
poniendo en un mismo plano a un gobierno democrático
elegido por el pueblo, a las bandas paramilitares y a los
grupos terroristas que intentan destruir la democracia,
esa vocera aseguró, sin sonrojarse, que el “conflicto
armado”, es decir el gobierno colombiano y sus enemigos,
habían “causado 70 000 muertos, la mayoría civiles, y el
desplazamiento de entre tres y cuatro millones de personas
en los últimos 20 años”.
Ella aseguró que desde 1998 hubo en
Colombia 20 000 personas secuestradas y que los secuestros
han “descendido en los últimos años” pero que las
“ejecuciones extrajudiciales a manos de las fuerzas de
seguridad son cada vez más frecuentes”.
La torpe amalgama que consiste en poner
un signo igual entre una criminalidad real (los
secuestros, las masacres, los desplazamientos de
población), y una noción dudosa (como las llamadas
“ejecuciones extrajudiciales”), busca dibujar un panorama
confuso en el que es imposible saber quien secuestró y
quien sembró el terror, para achacarle eso, finalmente, a
una entidad anónima: los “bandos en conflicto” o,
simplemente, “el conflicto armado”.
Tal operación demagógica equivale a
ocultar la responsabilidad de los terroristas, de
izquierda y derecha, en los secuestros y otros crímenes
abominables que ha sufrido Colombia. Decir que las
autoridades y las fuerzas legales hacen parte del
“conflicto”, es decir de un magma espeso, opaco, sin
perfil claro, es diluir la culpa de los verdaderos
generadores de esa situación.
En el acto de Santiago, esa operación
de disimulación fue coronada por un llamado no menos
estrafalario: “El gobierno de Colombia y los grupos
guerrilleros deben poner fin al conflicto”.
¡Como si un “conflicto” de esas
proporciones, iniciado hace tantos años, según las
informaciones defectuosas de AI, se pudiera acabar así,
por arte de magia, gracias a las exhortaciones ambiguas
de Amnistía Internacional!
Amnistía Internacional niega que en
Colombia existan bandas terroristas. Ella cataloga a las
Farc y al ElN como “grupos guerrilleros”, los cuales,
según AI,
cometen únicamente “abusos” contra los derechos humanos.
El lenguaje respecto de esos organismos no puede ser más
débil y complaciente. En cambio, cuando AI se refiere al
aparato estatal colombiano las aguas tibias desaparecen:
ella se pone a hablar de “homicidios” y de toda suerte de
aberraciones, y no de “abusos”. Dos pesos, dos medidas.
Otros
ejemplos del lenguaje de Amnistía Internacional: “En los
últimos 10 años, más de 20.000 personas han sido
secuestradas o tomadas como rehenes”. ¿Por quien? AI no lo
dice. “Entre 15.000 y 30.000 personas han sido sometidas a
desaparición forzada desde que comenzó el conflicto”. ¿Por
quien? AI no lo dice. “Hasta 305.000 personas quedaron
desplazadas a la fuerza por el conflicto en 2007”.
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¿Quien las desplazó? AI no lo dice. No lo dice pues son
las bandas terroristas las que constituyen la base de esa
criminalidad masiva y no el Estado colombiano.
Amnistía Internacional ha cuestionado y
violentamente rechazado durante décadas lo que hace el
gobierno colombiano. Se opuso a la doctrina de la
seguridad democrática, se opuso a la negociación que hizo
posible la desmovilización de los paramilitares. Hoy se
moviliza contra la ley que abrirá las puertas a la
reparación de las víctimas del terrorismo. A pesar de
tener semejantes actitudes, AI cree tener la autoridad
moral para exigir al gobierno colombiano que firme con las
guerrillas un cese al fuego, precisamente ahora, cuando
éstas están en fase de agotamiento ante la acción legítima
del Ejército colombiano.
La señora Frodden no conoce la
historia. Lo que ella llama “conflicto colombiano” no
empezó, como ella dice, hace 20 años ni en los años 1960,
sino mucho antes, en los primeros días de la Guerra Fría.
Pero de eso Amnistía Internacional no quiere saber nada.
Hay cadenas ideológicas de las cuales es difícil zafarse.
Ese grupo sostiene que el gobierno
colombiano fue el que inició el llamado “conflicto”. Esa
distorsión radical de la realidad tiene un objetivo: poder
decir que el fin de ese “conflicto” depende del gobierno y
no de los terroristas. Esa superchería es la base de todos
los “análisis” que AI viene haciendo sobre Colombia desde
hace lustros.
Colombia no fue quien designó a su
enemigo al comienzo de la Guerra Fría. Otros fueron, por
el contrario, quienes le declararon la guerra a Colombia a
mediados de los años 1940. Agredir a Colombia, al Estado y
a su sociedad, fue una de las primeras decisiones
estratégicas tomadas por la URSS respecto de América
Latina poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Moscú sabía que Colombia, país aliado de Estados Unidos,
era una sociedad abierta muy vulnerable que contaba con
una infraestructura estatal-militar endeble que podría ser
penetrada y demolida.
Con ese objetivo, ese bloque le declaró
la guerra a la democracia colombiana. Una potencia
extracontinental fue quien decidió que Colombia, y los
colombianos, sin importar su condición social, su edad, su
religión, su color de piel, su partido político, eran sus
enemigos. Y comenzó a atacarlos sin piedad y por todos los
medios, combinando, como sus secuaces dicen aún hoy, todas
las formas de lucha: atentados, magnicidios, secuestros,
deportaciones masivas, masacres, explosiones, asesinatos,
amenazas y mucha agitación y propaganda difamatoria.
Colombia fue convertida así en un país víctima. Y los
resultados de esa agresión están a la vista.
El Estado colombiano se vio obligado a
defenderse y a combatir a los violentos, a una entidad
subversiva que utilizaba una fachada legal y otra militar
y clandestina. Esa guerra total sigue hasta hoy pues los
subproductos tardíos del imperialismo soviético, las
dictaduras de Cuba y Venezuela, intentan seguir por su
cuenta esa guerra político-militar y psicológica contra
Colombia, esperando que la nueva coalición internacional
de fuerzas anti-occidentales se lance también con todo su
peso a esa bárbara campaña.
El método que consiste en disimular los
crímenes del agresor para endilgarlo a una entidad
abstracta, las llamadas “partes en conflicto”, no tiene
nada que ver con la exactitud, ni con la claridad, ni con
la defensa de los derechos humanos. Ello pretende generar
únicamente culpabilidad, desinterés y obscurantismo.
La citada vocera cree estar en posición
de juzgar a Colombia y a su gobierno desde una perspectiva
independiente. Sin embargo, ella no representa nada de
eso. Ella milita en favor de Telesur, el mayor
órgano de expresión de la tiranía chavista, hace parte del
comité de aplausos de la dictadura castrista y firma
manifiestos al lado de personajes como Marta Harnecker,
Eduardo Galeano y James Petras, sin mencionar a la difunta
Celia Hart Santamaría y al pintor de murales Adolfo Pérez
Esquivel.
La caricatura que fabricó Cristina
Frodden a manera de “balance” de lo ocurrido en Colombia
en estas décadas de combate defensivo de una democracia no
honra para nada a Amnistía Internacional.