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El Fútbol a Sol y Sombra
por Eduardo Galeano  

 

El fútbol
La historia del fútbol es un triste viaje del placer
al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha
ido desterrando la belleza que nace de la alegría de
jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol
profesional condena lo que es inútil, y es inútil
lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace
que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño
con el globo y como juega el gato con el ovillo
de lana: bailarín que danza con una pelota leve como
el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin
saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez.
El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas
y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo
se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos
del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que
se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo
un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia
a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe
la osadía.

Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea
muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se
sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el
equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas,
por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura
de la libertad.

El jugador
Corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos
de la gloria; al otro, los abismos de la ruina.
El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de
la fábrica o de la oficina, le pagan por divertirse,
se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar como
una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, él
sale en los diarios y en latele, las radios dicen su nombre,
las mujeres suspiran por él y los niños quieren
imitarlo. Pero él, que había empezado jugando
por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios,
ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene
la obligación de ganar o ganar.
Los empresarios lo compran, lo venden, los prestan; y él
se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y dinero.
Cúanto más éxito tiene, y más dinero
gana, más preso está. Sometido a disciplina militar,
sufre cada día el castigo de los entrenamientos feroces
y se somete a los bombardeos de analgésicos y las infiltraciones
de cortisona que olvidan el dolor y mienten la salud. Y en las
vísperas de los partidos importantes, lo encierran en
un campo de concentración donde cumple trabajos forzados,
come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo.
En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero
el jugador de fútbol puede ser viejo a los treinta años.
Los músculos se cansan temprano:
- Éste no hace un gol ni con la cancha en bajada.
- ¿Éste? Ni aunque le aten las manos al arquero.
O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera,
o la mala suerte le revienta un músculo, o una patada
le rompe un hueso de esos que no tienen arreglo. Y algún
mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida
a una sola baraja y que el dinero se ha volado y la fama también.
La fama, señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita
de consuelo.

El arquero
También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero
o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir,
paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde
él pisa, nunca más crece el césped.
Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos.
Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos,
su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro.
Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo
y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.
Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan.
El gol, fiesta del fútbol: el goleador
hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace.
Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en
cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa.
Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera
comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado
ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía.
Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien
paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados
ajenos.

Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o
muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular,
un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud
no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo
el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron
de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta
arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público
olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena
a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá
la maldición.

El Hincha
Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio.
Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los
tambores, llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad
desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo.
En este espacio sagrado, la única religión que
no tiene ateos exibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede
contemplar el milagro, más cómodamente, en la
pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación
hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles,
batiéndose a duelo contra los demonios de turno.
Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva,
glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones
y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta
como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado.
Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles
de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos
los árbitros están vendidos, todos los rivales
son tramposos.

Rara vez el hincha dice: «hoy juega mi club». Más
bien dice: «Hoy jugamos nosotros». Bien sabe este
jugador número doce que es él quein sopla los vientos de fervor que
empujan la pelota cuando ella se duerme,
como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada
es como bailar sin música.
Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de
la tribuna, celebra su victoria; qué goleada les hicimos,
qué paliza les dimos, o llora su derrota; otra vez nos
estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el
hncha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía.
En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas
hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces
y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad,
yo que ha sido nosotros: el hincha se
aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico
como un miércoles de cenizas después de la muerte
del carnaval.

El gol
El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el
gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna.
Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles:
0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores
se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados
a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos.
El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude
la red puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en
cuenta que el milagro se da poco. El gol, aunque sea un golecito,
resulta siempre goooooooooooooooooooo ooool en la garganta de los
relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso
mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida
de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al
aire.

*

Del libro “El Fútbol a Sol y Sombra”, Eduardo Galeano. Catalógos Editora, Bs. As., 1995

 
 
 
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