Madre
hay una sola, y para algunas de mis amigas, resulta así
por fortuna. Misterios femeninos, hay relaciones
madre-hija que son un volcán de amor, pasión, intensidad y
turbulencia. Para los hombres lidiar con la figura paterna
forma parte de la madurez, un tránsito que muchas veces se
supera con éxito, y si no, el conflicto se congela entre
la cordialidad o la indiferencia. En cambio para algunas
mujeres armonizar la relación con sus madres es un drama
inagotable donde intercambian el rol de compañeras y
enemigas. Quizás me equivoco, pero entre madre e hija
pareciera más difícil hacer las paces.
Las relaciones humanas, inútil
decirlo, son complejas. Especialmente cuando en los
recovecos de la mente y el corazón se nos enredan los
sentimientos y a medida que pasa el tiempo el nudo se nos
hace más grande, hasta que llega el momento cuando
perdemos los extremos de la soga y se nos olvida dónde
comenzó todo el embrollo. Así terminamos cargando un
amasijo incómodo que nos impide sentir a nuestros seres
queridos más allá de los rencores y los prejuicios. De
alguna forma, terminamos atados a lo que menos nos gusta
de ellos. Y de nosotros mismos.
De mujer a mujer el asunto es
más telúrico. Entre ellas las tesituras del amor pueden
llevarlas a los extremos para engendrar un hábito de
desencuentros que cada vez cala más profundo. Se quieren,
pero no se entienden. Se aman, pero no son capaces de
transmitirlo. Amarradas a patrones que han repetido
infinitas veces, madre e hija pueden estar al alcance de
la mano, pero no de sus corazones.
Desenmarañar esas relaciones
puede tomar una vida. Pero al final es el mejor regalo que
pueden hacerse. Inevitablemente llegará el momento cuando
sea demasiado tarde porque una de las dos ha partido.
La rueda de los días trae
mucho más que arrugas. En su girar nos va moliendo,
moldeando, puliendo y enseñando. Podemos dejar que su
avance nos aleje cada vez más de la fuente de nuestros
afectos. Pero también podemos aprovechar el momento para
mirar directamente a la persona amada y reconocer los
huesos de nuestros huesos, el alma de nuestra alma. Y
desde allí comenzar a desatarnos para finalmente ser
libres de aceptarnos como las personas que somos. Una
misma sangre.
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