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Atadas 
por Eli Bravo  
jueves, 8 mayo 2008


Madre hay una sola, y para algunas de mis amigas, resulta así por fortuna. Misterios femeninos, hay relaciones madre-hija que son un volcán de amor, pasión, intensidad y turbulencia. Para los hombres lidiar con la figura paterna forma parte de la madurez, un tránsito que muchas veces se supera con éxito, y si no, el conflicto se congela entre la cordialidad o la indiferencia. En cambio para algunas mujeres armonizar la relación con sus madres es un drama inagotable donde intercambian el rol de compañeras y enemigas. Quizás me equivoco, pero entre madre e hija pareciera más difícil hacer las paces.

Las relaciones humanas, inútil decirlo, son complejas. Especialmente cuando en los recovecos de la mente y el corazón se nos enredan los sentimientos y a medida que pasa el tiempo el nudo se nos hace más grande, hasta que llega el momento cuando perdemos los extremos de la soga y se nos olvida dónde comenzó todo el embrollo. Así terminamos cargando un amasijo incómodo que nos impide sentir a nuestros seres queridos más allá de los rencores y los prejuicios. De alguna forma, terminamos atados a lo que menos nos gusta de ellos. Y de nosotros mismos.

De mujer a mujer el asunto es más telúrico. Entre ellas las tesituras del amor pueden llevarlas a los extremos para engendrar un hábito de desencuentros que cada vez cala más profundo. Se quieren, pero no se entienden. Se aman, pero no son capaces de transmitirlo. Amarradas a patrones que han repetido infinitas veces, madre e hija pueden estar al alcance de la mano, pero no de sus corazones.

Desenmarañar esas relaciones puede tomar una vida. Pero al final es el mejor regalo que pueden hacerse. Inevitablemente llegará el momento cuando sea demasiado tarde porque una de las dos ha partido.

La rueda de los días trae mucho más que arrugas. En su girar nos va moliendo, moldeando, puliendo y enseñando. Podemos dejar que su avance nos aleje cada vez más de la fuente de nuestros afectos. Pero también podemos aprovechar el momento para mirar directamente a la persona amada y reconocer los huesos de nuestros huesos, el alma de nuestra alma. Y desde allí comenzar a desatarnos para finalmente ser libres de aceptarnos como las personas que somos. Una misma sangre.

ebravo@unionradio.com.ve 

 
 

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