El
poder es un vicio. Una adicción que se incrusta en el alma
de las sociedades, haciéndoles perder el control y olvidar
sus reglas. Cuando el vicio engancha se buscan todas las
excusas y atajos para saciar la necesidad, dibujando así
un círculo donde se alimenta el dependiente y sus
allegados. Porque el poder no solo eleva al que manda,
sino también arrebata a sus subordinados.
El mundo está lleno de viciosos. Presidentes y dictadores
que se aferran al poder usando toda clase de artimañas,
alcahueteados por funcionarios y seguidores que alaban sus
logros y se hacen la vista gorda ante sus abusos. A medida
que pasa el tiempo la adicción abraza más fuerte y así
llega el momento cuando todos se encuentran asfixiados,
envueltos en una trama de egoísmos y mentiras que jamás
soñaron en las primeras noches de esa pasión que desquicia
a los pueblos encantados con sus mandatarios.
Hay
viciosos perdidos, son quienes vencieron los escrúpulos a
la sangre: Castro, Mugabe, Kim Jong Il, Niyazov, Al-Bashir,
la lista es larga. Los hay también blandos, son los que
disfrutan el high del poder y resultan insaciables:
Chávez, Putin, Musharraf, a su manera los Bush y los
Clinton, y quizás haya que incluirlo, Uribe. Los perdidos
son letales, enfermos para quienes la vida carece de
valor. Los blandos son peligrosos, adictos que con sus
hábitos van minando las democracias al venderle a la gente
la idea de que la alternancia en el poder es una opción y
no una condición del libre juego político. Ellos con su
obsesión de mando no solamente están cerrándole el paso a
otros actores y generaciones, sino que están acostumbrando
a sus conciudadanos a una sola manera de ver las cosas.
Puede que algunos viciosos blandos sean capaces de mostrar
una buena gestión. Pero eso no es suficiente para torcerle
el brazo a las leyes con el respaldo de las mayorías. La
democracia es un juego de equilibrios que busca defender a
las sociedades de los personalismos, pero también, de las
enfermedades colectivas. Y lo digo por Alvaro Uribe, quien
ha sido un presidente popular, con un mandato que arroja
saldo positivo y un político sagaz. Pero al enviciarse con
el poder estará inoculándole a su país otra dosis de ese
mal que ojalá sea superado algún día: el caudillismo
debilitante que ha lastrado la modernización de América
Latina.
ebravo@unionradio.com.ve