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Despedidas 
por Eli Bravo  
jueves, 1 febrero 2007



Murió su madre y no pudo decirle adiós. Mi amiga ni siquiera pudo ir a su entierro. El asunto de los papeles fue una barrera más fuerte que el acero. El cáncer avisa pero no programa y ella pensó que quizás había tiempo para viajar, en cuestión de meses, cuando por algún milagro se resolviera el asunto de la visa. Pero el desenlace llegó antes y por teléfono la familia le aconsejó que no valía la pena tomar el riesgo de perder los trámites por un viaje que ya salía retrasado. Ahora solo le queda llorar para regar sus recuerdos. Tiene razón mi amigo Julio Tupac Cabello: los cementerios del exilio están en el corazón.

Tengo otro amigo que si llegó a tiempo. Le avisaron de madrugada, pero con los papeles en regla y una tarjeta de crédito pudo aterrizar un par de horas antes de que su hermano emprendiera el último viaje. Dicen que hay quienes extienden la agonía hasta ver ciertas caras a través de la niebla de la morfina. Despedirse es a veces la única esperanza.

Hubo una época cuando el emigrante subía al vapor con ánimo definitivo y unas cuantas fotos en la maleta. Si alguno de los que quedaban atrás se enfermaba, o moría de golpe, ahí estaban las imágenes. Con suerte una llamada traía la noticia, en el peor de los casos un telegrama. Sea como fuere, los funerales se hacían en la ermita del pecho. Hoy en día el mundo es más pequeño. Millones suben al avión con los ojos aguados, y no por los que dejan atrás, sino por los que pierden adelante. Regresar a tiempo es un consuelo tibio, cuando se puede. Porque a veces no hay papeles, o sencillamente no hay dinero. Cuando lo que falta es tiempo al menos queda el consuelo de lo fulminante: no hay turbina que le gane la partida a un infarto.

Para el inmigrante la ilusión de reunirse con sus seres queridos alivia la distancia. Pero la vida es hábito, y de pronto se amontonan los días sin que haya sido posible romper la rutina. Entonces viene la llamada a medianoche, el bolso de mano con un sweater y el pasaporte, la espera en la terminal vistiendo lentes oscuros. Quizás sea un consuelo que ningún retorno dura más de 48 horas, pero también acicatean el alma los viajes postergados, esperando un mejor momento, cuando en verdad había tiempo. Antes quien emigraba decía adiós por varios años, sino es que era para siempre. Eran otras despedidas.

ebravo@unionradio.com.ve 

 

 
 

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