Murió
su madre y no pudo decirle adiós. Mi amiga ni siquiera
pudo ir a su entierro. El asunto de los papeles fue una
barrera más fuerte que el acero. El cáncer avisa pero no
programa y ella pensó que quizás había tiempo para viajar,
en cuestión de meses, cuando por algún milagro se
resolviera el asunto de la visa. Pero el desenlace llegó
antes y por teléfono la familia le aconsejó que no valía
la pena tomar el riesgo de perder los trámites por un
viaje que ya salía retrasado. Ahora solo le queda llorar
para regar sus recuerdos. Tiene razón mi amigo Julio Tupac
Cabello: los cementerios del exilio están en el corazón.
Tengo otro amigo que si llegó
a tiempo. Le avisaron de madrugada, pero con los papeles
en regla y una tarjeta de crédito pudo aterrizar un par de
horas antes de que su hermano emprendiera el último viaje.
Dicen que hay quienes extienden la agonía hasta ver
ciertas caras a través de la niebla de la morfina.
Despedirse es a veces la única esperanza.
Hubo una época cuando el
emigrante subía al vapor con ánimo definitivo y unas
cuantas fotos en la maleta. Si alguno de los que quedaban
atrás se enfermaba, o moría de golpe, ahí estaban las
imágenes. Con suerte una llamada traía la noticia, en el
peor de los casos un telegrama. Sea como fuere, los
funerales se hacían en la ermita del pecho. Hoy en día el
mundo es más pequeño. Millones suben al avión con los ojos
aguados, y no por los que dejan atrás, sino por los que
pierden adelante. Regresar a tiempo es un consuelo tibio,
cuando se puede. Porque a veces no hay papeles, o
sencillamente no hay dinero. Cuando lo que falta es tiempo
al menos queda el consuelo de lo fulminante: no hay
turbina que le gane la partida a un infarto.
Para el inmigrante la ilusión
de reunirse con sus seres queridos alivia la distancia.
Pero la vida es hábito, y de pronto se amontonan los días
sin que haya sido posible romper la rutina. Entonces viene
la llamada a medianoche, el bolso de mano con un sweater y
el pasaporte, la espera en la terminal vistiendo lentes
oscuros. Quizás sea un consuelo que ningún retorno dura
más de 48 horas, pero también acicatean el alma los viajes
postergados, esperando un mejor momento, cuando en verdad
había tiempo. Antes quien emigraba decía adiós por varios
años, sino es que era para siempre. Eran otras despedidas.
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