Hugo
Chávez tiene vocación de cargamuertos. No hay cosa fenecida
o agónica que él no pretenda echarse a sus espaldas. Trátese
de un de un cadáver político, de país en ruinas, de una
empresa en quiebra, o de una ideología en avanzado estado de
descomposición.
Todo vale para un hombre hambriento de afectos
condicionales, sediento de reconocimientos prepagados,
adicto al poder. Especialmente si la indulgencia se gana con
escapulario de otro. Si los favores se hacen desde el
bolsillo ajeno.
Chávez, por ejemplo, se echó al hombro a una Cuba comunista
que apenas respiraba, y a un decrépito dictador que ha visto
oxigenado el oprobioso régimen que impuso a sangre y fuego.
Todo a cuenta del tesoro público venezolano. Y a cambio de
la bendición de Fidel Castro, chulo entre chulos, y de los
aplausos de un grupito de trasnochados izquierdosos.
Chávez también lleva a cuestas la ineptitud certificada de
Evo Morales en Bolivia, el país más pobre de Suramérica.
Chávez paga por la supervivencia del régimen de un cocalero
a quien nadie ha informado que es presidente de una nación
soberana.
La vida vegetativa de Morales es costeada por Chávez con
dinero venezolano, con el único propósito de expandir su
poder personal en la región.
Otro muerto se ha sumado a la lista de mantenidos de Chávez:
el bachiller Ortega, allá en Nicaragua, el país más pobre de
Centroamérica. Después de casi dos décadas de su
enterramiento político, Ortega vuelve al poder y se sostiene
a punta de billete venezolano.
La berreada solidaridad internacional de Hugo Chávez,
alimentada por la riqueza que pertenece a un pueblo que
patalea en un mar de necesidades insatisfechas, oculta la
intención de consolidar un pequeño imperio donde reine su
incultura y sus agallas.
El cargamuertismo de Chávez se extiende al mundo de los
negocios. Mantener lo que no sirve parece ser su consigna.
Más de un capitalista vagabundo se ha puesto su franelita
roja para venderle a Chávez los escombros de lo que fue su
empresa, las tripas del pollo que se comió ayer.
Y ocurre internamente, y sucede fronteras afuera. Sin
control ni seguimiento. Con el dinero de todos. Lo que a
Chávez le importa es el gesto, el aplauso, la parafernalia
que se arma alrededor de una falsa recuperación.
El síntoma más marcado de la necrofilia política de Chávez
es su enamoramiento de doctrinas y conductas que la sensatez
del mundo había sepultado.
Chávez pretende resucitar un centralismo político y
administrativo, ya en franco desuso, para ajustar el manejo
del poder a sus propias carencias y delirios. Y quiere
restablecer el caudillismo como forma de relacionarse con la
gente. Y restaurar el culto a la personalidad como mecanismo
de control social.
Pero hay un muerto más pesado, que los resume a todos. Esa
cosa que llaman Socialismo del Siglo XXI y que no es sino
una reedición del catálogo de errores en que se convirtieron
las experiencias de ese tipo a lo largo y ancho del mundo:
estatismo, clientelismo y corrupción.
El peso de todos los muertos que carga encima Hugo Chávez
descansa sobre el cerro de dólares que el petróleo produce.
Falta saber qué pasará con los muertos de Chávez cuando la
bolsa se encoja.
Seria interesante saber qué pasará con Castro, con Morales o
con Ortega. Y con los quebradores de empresas y los
limosneros de aquí y de más allá… Y con el Socialismo del
Siglo XXI ¿qué pasará?
romeropernalete@gmail.com
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Sociólogo, Profesor Titular de la Universidad de Oriente
(Venezuela) |