Se
lo recuerda como un mártir, desprendido, incorruptible,
lleno de amor por la humanidad, especialmente por los más
pobres y los más oprimidos. Se lo rodea ya con la aureola
de la santidad -una santidad laica, claro está- como un
personaje noble e idealista que luchó por una utopía que
proponía la creación de un hombre nuevo,
revolucionario y altruista. Se evoca siempre su trágico
final, asesinado cuando ya se había rendido, después de
fracasar en un intento guerrillero que lo llevó hasta las
selvas bolivianas al frente de un puñado de hombres. Se lo
ensalza hoy, a cuarenta años de su muerte, convertido en un
mito que apela a los sentimientos más puros de la juventud.
Sucede así porque El Che, y la extraña
parábola de su vida, ofrecen el material propicio para
construir a su alrededor la imagen mítica que los seres
humanos siempre queremos tejer en nuestros sueños, porque
parece apelar a ciertos valores que se presentan como puros,
superiores, propios de un humanismo no contaminado. Pero la
realidad, lo sabemos bien, poco tiene que ver con su
supuesta santidad ni con esta imagen idealizada por el
tiempo.
El Che nunca alcanzó el poder supremo y,
por eso, puede ser más fácilmente canonizado que otras
figuras que se convirtieron en despóticos amos de pueblos
enteros: Mao, Lenin, Ho Chi Minh o Tito, por ejemplo. Pero
Ernesto Guevara era sin duda uno de ellos, un revolucionario
dispuesto a todo por imponer su visión del mundo, no por la
persuasión sino por medio de la más descarnada violencia,
ansioso de crear dictaduras totalitarias donde el ser humano
pierde todo vestigio de libertad. Murió en una encrucijada
trágica, no cabe duda, pero sucumbió cuando trataba de
levantar en armas un pueblo que quería vivir en paz, cuando
trató de subvertir el orden de un país que no lo había
llamado, cuando su aventura fracasó del modo más estrepitoso
ante la indiferencia o el profundo rechazo de esos mismos
campesinos a los que quería incorporar a su guerra santa.
Sí, es cierto que se movió por ideas a
las que entregó su vida y que no se detuvo ante ningún
sacrificio. Pero no debiera olvidarse que en el camino no
tuvo la menor piedad por quienes se oponían a su violenta
cruzada y que no vaciló en matar, con su propia mano cuando
llegó el caso, a quienes juzgó como burgueses o
contrarrevolucionarios, escorias de un mundo al que quería
destruir de raíz.
Su dureza y su pasión sin límites por esa
utopía a la que quería arrastrar a los demás me parecen más
las actitudes de un fanático o de un inquisidor que las de
un santo o un modelo de humanismo. Su martirio no fue el de
quienes se enfrentaron con sus manos desnudas a los leones
del circo romano sino la del portador de una metralleta que
quería llevar a una guerra implacable a todo un continente.
Quería muchos Vietnam el Che Guevara, porque no le bastaban
los millares de muertos que produjo la guerra en Indochina.
Y, por último, unas preguntas sobre su
trágico final: ¿Valía más la vida del Che Guevara que la de
esos jóvenes soldados indígenas que murieron por culpa de su
descabellada aventura? ¿Por qué no recordarlos también a
ellos, y a todos los cubanos y congoleños que tuvieron la
mala fortuna de encontrarse con la dura realidad que
provocaban sus utópicas visiones?