Quisiera compartir una ya vieja
anécdota, que recurrentemente viene a mi memoria y cuya
densidad trágica sigue marcando la vida de nuestro país.
En el año de 1989, ocurrieron los inesperados y trágicos
sucesos de aquella semana de Febrero que fue comprimida como
27-F. Quizás todavía hace falta tiempo para alcanzar una
mejor interpretación de esos hechos, pero se acepta que el
aumento de 0,25 mensual del precio de la gasolina fue uno de
los detonantes de aquella conmoción.
Posteriormente, el entonces Presidente Pérez, convocó a un
amplio grupo de personalidades en calidad de Consejo
Consultivo, para que ofreciera reflexiones y recomendaciones
al Ejecutivo, para ayudar a atender la crítica coyuntura. Al
cabo de unos días, el Presidente convocó a una reunión
televisada para responder al documento aportado por los
notables. Al avanzar en sus respuestas, se detiene con
solemnidad en un tema delicado: ha decidido, a
regañadientes, acceder a la petición de no aumentar el
precio de la gasolina. En ese momento, toda la élite allí
reunida, se puso de pie aplaudiendo tal medida.
Seguramente, todos los que aplaudían, entendían que ese
aumento era insignificante, necesario, cónsono con la más
elemental lógica económica, e inicio de una nueva manera de
ver la relación del país con el petróleo. Pero todos
apostaron a una pseudo paz social, a la tranquilidad
aparente y costosa de un estado asistencialista a ultranza.
No se aprovechó la coyuntura para desarrollar un movimiento
de respaldo y promoción de un modus vivendi nacional, que no
se apoyara en el fácil y expedito reparto de la renta
petrolera.
El resto es la historia reciente. Carlos Andrés Pérez fue
sacado de la Presidencia pues, a pesar de haber cancelado el
ajuste, se había convertido en un incómodo e impopular
líder, traidor de la expectativa populista que se tenía
sobre él. El alegato para su destitución resulta insólito y
risible si se contrasta con la grosera discrecionalidad
despilfarradora del gasto público actual.
Las mayorías siguieron apostando y votando por las ofertas
estatistas y paternalistas; primero con Caldera y luego, por
un personaje que resume los mejores rasgos, promesas y
acciones para encender la ilusión populista hasta el
fanatismo: Hugo Chávez.
Han pasado 19 años y todas las
cosas han aumentado, excepto la gasolina. Se trata de un
tabú y un fetiche. Tabú es algo sagrado intocable. Fetiche
es un elemento y condición que se tiene por imprescindible
para garantizar mágicamente el bienestar. El tabú y fetiche
de la gasolina barata continúa atrapando al país en la
fantasía de la riqueza ilimitada para todos y en el terror a
la rabieta nacional. No nos imaginamos tolerando la
frustración de reconocer la necesidad de pagar un mayor
esfuerzo para tener, de verdad, más bienestar.
El actual régimen no solo no ha hecho nada al respecto, sino
que recientemente se ha ufanado de no aumentar el precio de
la gasolina, alegando ejercicio de soberanía.
Adicionalmente, solo he visto un esclarecido editorial de El
Nacional, denunciando semejante aberración.
El precio detenido de la gasolina ilustra y representa un
estado de locura colectiva, en el que compartimos el delirio
de ser beneficiarios de una suerte de don providencial, que
nos hace creer a salvo de los avatares de necesitar o
carecer. Lo insólito es que este arraigado componente
psíquico que supone una suerte de infantilismo, coexiste con
una extraordinaria disposición al trabajo, la creatividad y
la superación del venezolano, que se expresa cuando las
condiciones lo fomentan y que sobrevive en medio de este
caos populista, que ahora se ha dado en llamar socialismo
del siglo XXI.