Varias
veces he señalado, y ahora lo reitero, que uno de los más
grandes daños que Chávez y el chavismo han hecho a nuestro país,
es sembrar, partiendo de la suya propia, una grave confusión
ideológica, particularmente en las masas populares y en grandes
sectores de la clase media, con particular énfasis en la
juventud, en razón de su inexperiencia y de su escasa formación
doctrinaria. Esta confusión, que se manifiesta en la tendencia a
creer lo que no es y a fundamentar en premisas falsas las
apreciaciones que se hace sobre la dramática realidad que
vivimos, se ha puesto en evidencia una vez más recientemente,
con motivo de algunos hechos muy comentados.
No hay duda de que el lenguaje –tono, vocabulario e intención–
empleado por el presidente Chávez para agredir a la señora
Condoleeza Rice es absolutamente abominable, y debió producir
estupor, y en algunos casos indignación, entre los demás
gobernantes del mundo. Lo de menos es que la víctima de la
agresión verbal haya sido una mujer –una dama, dicho con
inefable cursilería–. En política no hay diferencias de sexo. Lo
mínimo que puede decirse es que semejante lenguaje es impropio
de un jefe de estado y de gobierno. Y además, que es vulgar,
grosero, ordinario, patán, indecente, descortés, desvergonzado,
insolente, descabellado, incivil, impertinente, ramplón, procaz,
machista, e innumerables calificativos más, todos ellos de
grueso calibre peyorativo, independientemente del sexo de la
persona a quien vaya dirigido. Vergüenza ajena provoca en los
venezolanos semejante lenguaje, sobre todo al imaginar lo mal
parado que, por la verborreica incontinencia y los excesos
lingüísticos de nuestro máximo gobernante, queda el país ante
los demás gobernantes del mundo y ante la opinión pública
internacional.
Hasta aquí todo es muy claro, y se justifica plenamente la
protesta e indignación expresadas por mucha gente, ante un gesto
que, por cierto, carece absolutamente de valor político y de
manifestación antiimperialista, y no pasa de ser un desahogo
personal, más digno de un estudio psicoanalítico que de una
interpretación política.
Pero de ahí a rasgarse las vestiduras, supuestamente por
tratarse de una dama, o por ofender a alguien que se presume
está de nuestro lado, hay mucho trecho. Hasta se han dirigido a
la señora Rice ridículas cartas de amor, cuyo lenguaje y
contenido causan, por su servilismo, tanta vergüenza como las
groserías del señor Chávez. Con su agudeza habitual, el admirado
Ibsen Martínez ha señalado este hecho, aunque sólo de paso, en
su artículo del lunes 31 de enero en El Nacional. Dejando
de lado lo que ya dije, lo irrelevante que es el sexo de la
ofendida, lo mismo que sus indiscutibles y muy elevados méritos
intelectuales, me parece una lamentable necedad suponer que la
señora Rice es una buena amiga de nuestro país y del pueblo
venezolano, o por lo menos de la llamada oposición, lo cual
haría más abominable la agresión del presidente venezolano. Como
bien apunta Ibsen, pareciera que muchos venezolanos, sobre todo
de los que crean opinión, reivindican la vieja y mentirosa
especie de que
“El
enemigo de mi enemigo es mi amigo”, trasladada en este caso a la
idea de que “El enemigo —cualquier enemigo— de Chávez es mi
amigo...”.
Si la señora Rice
fuese amiga de los opositores venezolanos porque sea enemiga de
Chávez, también el mismísimo presidente Bush sería nuestro
alto pana, puesto que ella representa la política de este.
Pero la propia actuación de Bush en relación con el escandaloso
fraude electoral del 15 de agosto pasado demostró, si es que
hacía falta, que el presidente de USA –cualesquiera que sean su
nombre y su partido– de lo que es buen amigo es del petróleo
venezolano. Y las bravuconadas –que es lo que en verdad son– de
la señora Rice y de otros voceros de la Casa Blanca no son sino
una cortina de humo para esconder la verdadera política
estadounidense frente a Chávez, a quien por debajo de cuerda
apoyan porque les garantiza el suministro petrolero. Lo mismo
que las bravuconadas, y en este caso insolencias, de Chávez
contra Bush y la señora Rice, y contra el imperialismo
estadounidense, no son sino una cortina de humo, para esconder
la cruda realidad: que pese a los arrestos antiimperialistas de
Chávez, a este lo que le interesa es mantener el mercado
petrolero de Estados Unidos, como lo hizo al suministrarle
pacíficamente el petróleo con que el Pentágono alimentaba los
buques, los tanques y los aviones que masacraban al pueblo de
Irak.
Que la política de Bush y la señora Rice ante la situación de
Venezuela, a la cual algunos creen que aman, es tan imperialista
como su política en el Medio Oriente, al cual supuestamente
odian, y ante el resto del mundo, es evidente. Pero dentro de la
confusión ideológica que hoy impera en Venezuela y en el mundo,
se ha puesto de moda vituperar palabras como imperialismo,
y muchos comentaristas políticos, incluso de izquierda, se
abstienen de emplearla, o porque equivocadamente creen que el
imperialismo ya no existe, o porque les da vergüenza usar un
vocablo que luce dinosáurico.
Pero no se dan cuenta de que, si bien esas palabras, por el
abuso que de ellas se ha hecho, han devenido en vocablos huecos,
desprovistos de contenido ideológico y sospechosos de
obsolescencia, eso no significa que hayan desaparecido los
fenómenos políticos y sociales que ellas designan. El
imperialismo no es una invención de cerebros febriles, sino un
hecho histórico perfectamente bien definido y delimitado en el
tiempo. Lo mismo que la vocación imperialista de Estados Unidos,
exacerbada por la desaparición de la Unión Soviética y del
estúpidamente llamado “socialismo real”, y puesta en evidencia
por la maniática obsesión de Bush y otros gobernantes de ese
país de ser los gendarmes del mundo entero, y de imponer en
todas partes el privilegio de sus intereses.
Eso es, sin duda, una política imperialista, aunque se prefiera
llamarla de otro modo. Lo que define tal política son sus
hechos, y no el nombre que se les dé. Lo curioso, por cierto,
es que quienes rechazan hoy el vocablo imperialismo
siguen usando una cruel metáfora, demostrativa también de esa
política imperialista, al emplear la expresión “patio trasero”
de USA para definir el criterio con que este país considera a
sus vecinos del sur.
Esta confusión ideológica condujo recientemente a la ilusión de
creer que la clave para la solución del problema que Chávez y el
chavismo significan para el pueblo venezolano, estaba en la
actitud que el presidente de USA adoptase frente a él. Hasta el
punto de que mucha gente, cuando hablaba de la presión
internacional que supuestamente impediría la continuación de los
desmanes de Chávez, lo hacía con la convicción de que Estados
Unidos es por sí solo la comunidad internacional. Y lo más grave
fue que se pasó, de la simple ilusión, a la esperanza, y hasta a
la solicitud ladinamente insinuada, de que el señor Bush
ejerciese fuertes presiones para provocar la salida de Chávez,
como en efecto se sabe que lo hizo en abril de 2002, sólo que le
fracasó la jugada, y por eso prefirió la otra política, la de
apoyar subrepticiamente al señor Chávez, pero haciendo creer, a
través de la señora Rice y otros voceros, que lo abominan.
Ese grave error, por cierto, convirtió, consciente o
inconscientemente, a esas personas en aliados de USA, actitud
que explica que en Venezuela, fuera de los chavistas –y estos
aun tímidamente–, no se haya protestado masivamente contra la
masacre que Estados Unidos, valiéndose del petróleo venezolano,
realizó contra el sufrido pueblo de Irak, cogido entre las dos
diabólicas tenazas de la vesánica tiranía de Saddam Hussein y la
brutal agresión imperialista del ejército estadounidense.
Esta confusión ideológica es una piedra bastante afilada, en el
ya de por sí muy empedrado camino del pueblo venezolano en su
lucha por superar la dramática realidad de estos aciagos días.
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