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el cine ante una iglesia en conflicto
por Roberto Palmitesta
Marzo 2003


En México, y en todo el mundo hispano, una polémica película está llevando –por su osado planteamiento- a muchos espectadores a las salas de cine. Se trata de El crimen del padre Amaro, primera producción mexicana que logra una nominación al premio Oscar como mejor película extranjera. Sólo otros cuatro filmes iberoamericanos habían logrado ganar antes el codiciado galardón, tres de ellos españoles y uno argentino (La historia oficial, en 1985), así que la distinción de acompañar a cuatro nominados de otras naciones es todo un hito en la trayectoria de la conservadora Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, que dictará su veredicto a fines de marzo. Y el hecho es aún más significativo cuando el tema del filme es la corrupción en una institución tan importante en Latinoamérica como la Iglesia Católica, especialmente cuando ésta encara un período difícil ante las numerosas denuncias que han aflorado en los últimos tiempos –en todo el mundo cristiano- por transgresiones a la moral de varios sacerdotes pedófilos.

El filme fue realizado con muchos recursos, con toda la intención de convertirse en un suceso de taquilla, al asignarse su dirección a un cineasta prestigioso como Carlos Carrera, quien en los últimos diez años ha acumulado una filmografía importante, con premios en diversos festivales. Ahora, en esta co-producción mexicana con España, Argentina y México, se contrató como intérprete principal al galán de moda Gael García Bernal, actor que llamara la atención en años recientes con dos películas muy discutidas como Y tu mamá también y Amores Perros, a su vez discretos éxitos de público y crítica. Una producción meticulosa en la provincia mexicana, y un reparto secundario de calidad, completan los méritos de El Crimen del padre Amaro, basado en una novela publicada en 1875 de un autor portugués, Eca de Queiroz, pero ambientada ahora el filme en el México moderno. La fecha de la novela es muy significativa por cuanto fue un año antes de iniciarse la larga la dictadura de Porfirio Díaz, cuando el país se estaba recuperando no sólo de la ocupación imperial francesa sino del gobierno conservador y esencialmente anticlerical de Benito Juárez, durante el cual la Iglesia estuvo en baja estima gubernamental y sufrió numerosos atropellos.

La temática del filme que nos ocupa está centrada de el conflicto de conciencia de Amaro, un joven sacerdote que llega como asistente a una nueva diócesis con muchas buenas intenciones, pero pronto se enfrenta con dos realidades contrarias a las enseñanzas impartidas en el seminario. Por una parte, descubre que el viejo párroco de la ciudad tiene una relación clandestina pero notoria con una viuda del pueblo, y por la otra advierte que éste utiliza fondos provistos a través del narcotráfico para financiar obras sociales. Pero su rebeldía se ve pronto aplacada por enamorarse perdidamente con una adolescente de 16 años -para colmo hija de la amante de su mentor- mientras trata de promocionarse dentro de la jerarquía . No hay final feliz en este film, como uno esperaría de tratarse de una producción de Hollywood, pues Amaro cede a sus impulsos y ambiciones, condonando la conducta de su superior. Así, el polémico final –sin la redención esperada de los protagonistas- lo convierte en toda una denuncia de la frecuente hipocresía de la institución y de la incongruencia del celibato sacerdotal en una época en que prevalece a liberalidad en asuntos morales.

La Iglesia, en la mira de cineastas

Ciertamente no es la primera vez que el cine se aventura a criticar a la conducta de la Iglesia, particularmente por sus atropellos a la dignidad humana durante la edad media –la quema de herejes fue un práctica abominable-, debido al excesivo poder asignado a una institución represiva como el Santo Oficio, cuya inquisición fue desarticulada –irónicamente- apenas hace pocas décadas debido a la corriente renovadora iniciada por el Concilio Vaticano II. Las diferentes versiones fílmicas sobre el juicio a Juana de Arco contenían una velada crítica a la intolerancia y el sadismo existentes en esa época, con víctimas ilustres como el reformador Savonarola y el filósofo Bruno, ambos héroes de una famosa cinta con Gian Maria Volonté, el intérprete clásico de muchas películas de denuncia. Una atrevida cinta inglesa del siempre polémico Ken Russell, Los demonios, basado en la conocida novela de Aldous Huxley, mostraba igualmente a un sacerdote (Oliver Reed) rebelde conviviendo con las monjas de un convento francés y retando a la jerarquía. Igualmente, la versión de Claude Autant-Lara sobre la novela de Stendhal, Rojo y Negro mostró a un novel sacerdote (Gerard Philippe) en conflicto con su conciencia por sus veleidades sentimentales y sexuales. En la misma Francia, un cineasta vanguardista como Robert Bresson ya había tratado el candente tema en El diario de un cura de provincia, asunto que retomó el venezolano Alfredo Anzola al realizar en 1980 una audaz cinta, Manuel, que mostraba a un cura en abierto concubinato con una parroquiana, espectáculo que fue prohibido por las autoridades locales en algunas ciudades tanto venezolanas como extranjeras.

Quizás el más anticlerical de los cineastas modernos fue Luis Buñuel, tanto en sus producciones mexicanas Nazarín y Viridiana, que trataban las contradicciones doctrinarias de una Iglesia conservadora, como en sus ingeniosas sátiras –salpicadas de blasfemia- hechas en Francia, como El discreto encanto de la burguesía, Bella de día y Tristana, sin olvidar aquella audaz parodia sobre los milagros, La via láctea, ambientada en los peregrinajes de fieles a un santuario español. Otro director francés y pionero de la nueva ola, Jean-Luc Godard , escandalizó a muchas sociedades con predominancia católica con su filme Yo te saludo María, filmada en Canadá, sobre el supuesto regreso de Jesucristo en tiempos modernos, predicha por una ingenua católica. Por otra parte, la personalidad divina del fundador del cristianismo fue puesta en duda en la polémica producción de Martín Scorsese sobre la novela de Kazantzakis, La última tentación de Cristo, cuya exhibición fue prohibida o protestada en muchas partes, incluyendo en un país tan liberal como EE.UU., por congregaciones de varias tendencias religiosas. Ni siquiera una versión muy "socialista" del Evangelio según San Mateo, de un realizador abiertamente comunista como Pier Paolo Pasolini, muy distinta a las obras bíblicas claramente parcializada como las producciones comerciales de Hollywood. Pero ninguna causó tanto revuelo como la cinta de Scorsese, que en el fondo sólo quiso subrayar la humanidad del líder religioso, sin desmerecer sus otras cualidades como la compasión, el altruismo y la solidaridad.

En Italia, también es común notar una cierta aversión gubernamental a todo lo clerical desde la unificación del país en 1870 y la sumisión de la Iglesia al poder civil, contrariamente a las prácticas anteriores. Esto es así, aunque suena irónico en un país formalmente tan católico, quizás por la misma proximidad del Vaticano -un enclave ubicado dentro de la capital de la nación- además de la gran influencia que tiene esa institución en la vida social del país. Así, siendo la mayoría de los cineastas –intelectuales al fin- de tendencia izquierdista y atea, es lógico que muchos filmes lanzaran críticas a las instituciones religiosas. Y nadie lo hizo con mayor creatividad que el maestro Federico Fellini, especialmente con su escandalosa producción La dolce vita –una aguda crítica de la sociedad romana- y luego con Ocho y medio, Roma y Amarcord, cintas con memorias autobiográficas donde generalmente se irrespeta a la Iglesia de una manera sutil pero incisiva. En algunas de sus obras, otros realizadores prestigiosos como Rossellini, Visconti, Bertolucci y Antonioni, también fueron relativamente críticos del rol de la iglesia en la sociedad italiana, pero tangencialmente y sin caer en extremos.

Junto con El crimen del padre Amaro, otro filme de reciente factura está sacudiendo la Iglesia, con un tema polémico que ha sido muy trajinado desde el fin de la segunda guerra mundial. Se trata de la presunta complicidad de Pio XII en la discriminación y la matanza de judíos por manos del régimen hitleriano, algo ya denunciado en los años 60 en una obra teatral del alemán Rolf Hochhucht, El vicario (The deputy) y luego retomado por otros intelectuales de izquierda, que no pierden ninguna oportunidad para atacar a la Iglesia sobre esta imperdonable omisión. Uno de éstos es Constantin Costa-Gavras, famoso por sus obras de denuncia del totalitarismo como Zeta, Estado de sitio, La confesión y, en especial Desaparecidos, donde se muestran los excesos iniciales de la dictadura de Pinochet. En su más reciente obra, una producción franco-alemana titulada irónicamente Amén y basada en la obra de Hochhucht, el osado director trata el tema del holocausto de los judíos con el dramatismo y seriedad con que ha abordado los temas políticos -pero también con la parcialidad que caracteriza su posición política-- lamentando el inexplicable silencio del sumo pontífice en una época cuando su ascendencia moral hubiera podido evitar el genocidio. Un silencio que es explicado por el Vaticano –que trata ahora de convertir a Pio XII en un santo católico- como una táctica para no comprometer otros esfuerzos diplomáticos de conciliación, así como la ayuda dada en iglesias y conventos a los judíos europeos perseguidos.

Evidentemente, toda institución está expuesta a críticas y denuncias, e incluso a la persecución, pero la Iglesia –a pesar de su desigual trayectoria histórica- ha sabido capear varios temporales a través de sus dos milenios de vida. El cine, al igual que la literatura y el periodismo, tiene el deber de señalar estas contradicciones y denunciar los abusos de cualquier personaje o institución que se aleja de sus objetivos y principios fundamentales. En ese sentido, El crimen del padre Amaro y Amén son dos películas actuales y valientes que han sabido atraer la atención del público hacia ciertas fallas de la Iglesia, y de ese modo contribuyen positivamente a sanear la misma institución, a pesar del revuelo que puedan causar en la opinión pública o las críticas que puedan provenir de sectores afectados o interesados.