No
puede negarse que después de las elecciones
bolivianas del domingo por lo menos una parte de
América del Sur se ha instalado en una dimensión
no conocida sino muy conocida del pasado y que
lo veremos a corto y mediano plazo será el
regreso de los jinetes apocalípticos de caos,
caudillismo, miseria y desigualdad que tanto
daño provocaron y continúan provocando en el
subcontinente.
Ahora reforzados
con la amenaza de la secesión o guerra civil que
advendría si el empeño bullente en la vetusta
cabeza de Morales de imponer un modelo político
y económico desfasado en por lo menos 500 años,
el llamado etnocentrismo, se hace realidad y
departamentos como Santa Cruz, Tarija,
Beni y Pando no
tienen más camino que recurrir a la fuerza y la
separación para escapar a las tinieblas.
Veríamos entonces
una Bolivia fraccionada en dos, tres o cuatro
republiquitas, con geografías, razas, culturas y
tiempos diferentes, cada una con sus ejércitos,
aliados, recursos y políticas y, por tanto,
enfrentadas como enemigos feroces, decidida a
borrar del mapa a las otras y dispuesta a
ejecutar las más crueles iniquidades para
lograrlo.
Conviene advertir
que no estamos hablando de la Sudamérica del
siglo XIX -de aquella que tan magistralmente
describe Joseph Conrad
en la espeluznante “Nostromo”-,
ni del África subsahariana
de las décadas finales del siglo XX, sino de
guerras y secesiones que se suscitaron hace 15
años en la vecindad de Europa cuando las
repúblicas que constituían la
exYugoslavia se
fragmentaron para regresar a la Edad Media.
En otras palabras,
que estaríamos ante el fin del sueño más
trascendente del Libertador Simón Bolívar, el de
una Sudamérica como crisol de razas, con una
sociedad donde indios, negros, blancos y
mestizos se unieron en el ideal común de crear
países, culturas e historias que trazaran la
pauta de la humanidad del futuro.
Y que sobrevivió
por casi 200 años, a pesar de las guerras,
disputas y enfrentamientos y era la utopía de
una América Latina donde se refugiaban los
perseguidos y condenados de la tierra.
Ahora surgieron
Hugo Chávez en Venezuela,
Ollanta Humala
en Perú y Evo Morales en Bolivia y proclaman que
quieren retroceder las agujas del reloj en 500
años, y volver a los tiempos “prístinos, puros e
igualitarios” de los emperadores incas, caribes
y aztecas, de aquellos en que presuntamente no
había guerras, esclavos, conquistas, pobres, ni
explotados.
A la tierra de
leche y miel donde todos eran felices, por lo
que los habitantes originarios de América habían
descubierto, milenios antes de
Marx, las claves que
conducen al socialismo de este y otros siglos.
Y a los cuales
debe entregarse el poder en todo el continente,
de modo que con su sabiduría y cultura ancestral
logren el milagro en que se han estrellado los
pueblos y líderes de todos los tiempos.
Lo increíble es
que todas estas elucubraciones no se originan en
la entraña de la culturas indígenas, sino en los
estertores de una filosofía fracasada,
eurocentrista y
desarrollista, el marxismo-leninismo, que ya
experimentó hasta el colapso con las
viabilidades de la parusía que ahora resucita
entre algunas élites
militares de Venezuela, Perú y Bolivia.
O sea, que estamos
hablando del encuentro de dos nostalgias, la del
marxismo devaluado en trance de desaparecer como
opción para cualquier evento y la del
militarismo latinoamericano, enterrado como
fuerza política desde las gigantescas
violaciones de los derechos humanos que promovió
en el continente a lo largo de los años 60, 70 y
80 del siglo pasado.
Y que vuelve a
buscar en un sector de los más pobres, los
indios bolivianos y peruanos, como antes entre
los proletarios, la soldadesca para llevar a
cabo una conflagración que la despertará entre
las ruinas para entender que fueron incitados a
la violencia por una inutilidad.
Pero que no será
tal para los Chávez, Humala
y Morales, que habrán saciado su hambre de
caudillismo, mesianismo y anacronismo; los
delirios de que son guerreros y revolucionarios
que vinieron a este mundo para incrustarse como
esquirlas en los huesos y nervios de la
humanidad.
Para devorar
oportunidades y las aspiraciones de los más
pobres de Sudamérica de que el progreso no
signifique la resurrección de odios excluyentes
que no por explicables dejan de ser criminales.