La conducta rauda, sorpresiva y
organizada de las instituciones hondureñas despertó de su
letargo a la distraída comunidad internacional, que apenas
alcanzó a observar el capítulo final de una saga cuyo origen
databa de hacía varios meses. Conocidos los pormenores,
ahora es cuando ha salido a la luz cuánto de prevención y de
desconfianza les inspiraba a todos los poderes públicos
distintos del Ejecutivo el rumbo que paulatinamente venía
tomando el presidente Zelaya y que estaba orientado a
prolongar su estadía en el poder mediante la introducción,
en forma ladina, de un cambio en las disposiciones pétreas
de la Constitución de Honduras, llamadas así por haber sido
concebidas para que resultasen inderogables, es decir, para
que su aplicación impidiese la cristalización de cualquier
intento de reelección presidencial.
Sólo la confirmación de la
sospecha de que Zelaya y sus aliados no jugarían limpio en
el desarrollo de este proceso “no vinculante” de consulta
podría explicar la postura unificada -y, más que unificada,
monolítica- de todas las instituciones sin excepción, en
favor de la deposición del presidente de su cargo; pero, aún
más, la corroboración de esas turbiedades, basada en pruebas
contundentes, sería lo único que nos permitiría comprender
por qué las actuales autoridades hondureñas, después de
haber cumplido con todos los pasos constitucionales para
sustituir al primer mandatario, adoptaron la posición -tan
ilegal como firme y unánime- de omitir el procedimiento
destinado a juzgarlo, cuya aplicación resultaba tan obvia,
para reemplazarlo por una salida “aparentemente” errónea e
inconveniente: la de extrañar al presidente de su propio
país.
El desarrollo posterior de los
acontecimientos permite interpretar que la expulsión del
presidente Zelaya podría no ser una resolución espontánea
producto de las equivocaciones del momento, sino que, por el
contrario, representaría la asunción voluntaria, por parte
de las instituciones encabezadas por Micheletti, del costo
político y mediático que estarían dispuestas a pagar,
gustosamente, con tal de abortar las pretensiones
inconstitucionales del presidente depuesto. Es evidente la
diferencia entre el escenario representado por un Zelaya
preso en Honduras, completamente victimizado, pero con
evidentes cuotas de poder real como para organizar una
resistencia gracias a una ayuda foránea cuyos engranajes
venían aceitándose primorosamente, en contraste con el
escenario escogido, en el cual Zelaya pudo cambiarse el
pijama, se gastó 80 mil dólares en reponer su ajuar y
terminó siendo el huésped de honor de todo el vecindario,
pero… quedó desconectado de los hilos internos del poder y a
sus patrocinantes extranjeros les es difícil eludir el
escrutinio internacional inspirado en el principio de la no
intervención en los asuntos internos de otros países.
Adicionalmente, llama la
atención el escasísimo tiempo que resta para que culmine el
actual período constitucional, el cual se cuenta muy
insuficiente para que quienes gobiernan hoy pretendan
consolidarse en el poder sin incurrir en vicios mucho peores
de los que causaron el derrocamiento de su predecesor; pero,
por otra parte, ese mismo lapso resulta más que sobrado para
convocar –o incluso, adelantar- unas elecciones libres que
permitan reinsertar al país dentro del concierto democrático
de naciones y revertir la adopción en su contra de cualquier
tipo de sanción política o económica. De hecho, la
iniciativa tomada por las actuales autoridades de Honduras
de promover un proceso de negociación -cuya simple
celebración ya sería un logro en sí mismo por la legitimidad
adquirida como interlocutores capaces de arribar a acuerdos
válidos- es un indicador llamativo de cómo parece haberse
previsto, con suficiente anticipación y serenidad, la
magnitud de los riesgos que se correrían y de los altos
costos que habrían de asumirse, dentro de los cuales
estarían incluidos tanto el inevitable repudio internacional
por lo irregular de la situación como la posibilidad de
sacrificar algunas carreras políticas cuya precariedad
futura sería probable. Aquí encabezaría la lista el propio
Micheletti, quien quedaría inhabilitado para ejercer la
presidencia de la República, ya que, al haberla ocupado
aunque fuese muy brevemente, igual tendría que renunciar a
cualquier aspiración de continuar en ella por expreso
mandato constitucional.
No cabe duda de que las
instituciones de ese pequeño país usaron la imaginación para
sorprender a los guionistas que habían pretendido diseñarle
milimétricamente su futuro inmediato. Y es que el objetivo
real, que consistía en impedir la celebración de una opaca
consulta electoral disfrazada de encuesta, se logró total y
absolutamente. Se utilizó una fórmula poco convencional, de
cuya genialidad o torpeza dará cuenta la Historia cuando se
desvelen todas las cartas, se definan los rumbos y los
hechos puedan analizarse bajo una perspectiva desapasionada.
Los riesgos asumidos por los
hondureños han sido inmensos pero, logrado el objetivo
principal, los costos del “calculado” error aún podrían
devenir mínimos si el desprendimiento y la habilidad para el
logro de una rápida transición hacia la estabilización
democrática caracterizan la postura de negociación de
quienes hoy detentan el poder en Honduras.