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Cuestión de riesgos y de costos
por Beatriz Di Totto Blanco
domingo, 12 julio 2009


La conducta rauda, sorpresiva y organizada de las instituciones hondureñas despertó de su letargo a la distraída comunidad internacional, que apenas alcanzó a observar el capítulo final de una saga cuyo origen databa de hacía varios meses. Conocidos los pormenores, ahora es cuando ha salido a la luz cuánto de prevención y de desconfianza les inspiraba a todos los poderes públicos distintos del Ejecutivo el rumbo que paulatinamente venía tomando el presidente Zelaya y que estaba orientado a prolongar su estadía en el poder mediante la introducción, en forma ladina, de un cambio en las disposiciones pétreas de la Constitución de Honduras, llamadas así por haber sido concebidas para que resultasen inderogables, es decir, para que su aplicación impidiese la cristalización de cualquier intento de reelección presidencial.

Sólo la confirmación de la sospecha de que Zelaya y sus aliados no jugarían limpio en el desarrollo de este proceso “no vinculante” de consulta podría explicar la postura unificada -y, más que unificada, monolítica- de todas las instituciones sin excepción, en favor de la deposición del presidente de su cargo; pero, aún más, la corroboración de esas turbiedades, basada en pruebas contundentes, sería lo único que nos permitiría comprender por qué las actuales autoridades hondureñas, después de haber cumplido con todos los pasos constitucionales para sustituir al primer mandatario, adoptaron la posición -tan ilegal como firme y unánime- de omitir el procedimiento destinado a juzgarlo, cuya aplicación resultaba tan obvia, para reemplazarlo por una salida “aparentemente” errónea e inconveniente: la de extrañar al presidente de su propio país.

El desarrollo posterior de los acontecimientos permite interpretar que la expulsión del presidente Zelaya podría no ser una resolución espontánea producto de las equivocaciones del momento, sino que, por el contrario, representaría la asunción voluntaria, por parte de las instituciones encabezadas por Micheletti, del costo político y mediático que estarían dispuestas a pagar, gustosamente, con tal de abortar las pretensiones inconstitucionales del presidente depuesto. Es evidente la diferencia entre el escenario representado por un Zelaya preso en Honduras, completamente victimizado, pero con evidentes cuotas de poder real como para organizar una resistencia gracias a una ayuda foránea cuyos engranajes venían aceitándose primorosamente, en contraste con el escenario escogido, en el cual Zelaya pudo cambiarse el pijama, se gastó 80 mil dólares en reponer su ajuar y terminó siendo el huésped de honor de todo el vecindario, pero… quedó desconectado de los hilos internos del poder y a sus patrocinantes extranjeros les es difícil eludir el escrutinio internacional inspirado en el principio de la no intervención en los asuntos internos de otros países.

Adicionalmente, llama la atención el escasísimo tiempo que resta para que culmine el actual período constitucional, el cual se cuenta muy insuficiente para que quienes gobiernan hoy pretendan consolidarse en el poder sin incurrir en vicios mucho peores de los que causaron el derrocamiento de su predecesor; pero, por otra parte, ese mismo lapso resulta más que sobrado para convocar –o incluso, adelantar- unas elecciones libres que permitan reinsertar al país dentro del concierto democrático de naciones y revertir la adopción en su contra de cualquier tipo de sanción política o económica. De hecho, la iniciativa tomada por las actuales autoridades de Honduras de promover un proceso de negociación -cuya simple celebración ya sería un logro en sí mismo por la legitimidad adquirida como interlocutores capaces de arribar a acuerdos válidos- es un indicador llamativo de cómo parece haberse previsto, con suficiente anticipación y serenidad, la magnitud de los riesgos que se correrían y de los altos costos que habrían de asumirse, dentro de los cuales estarían incluidos tanto el inevitable repudio internacional por lo irregular de la situación como la posibilidad de sacrificar algunas carreras políticas cuya precariedad futura sería probable. Aquí encabezaría la lista el propio Micheletti, quien quedaría inhabilitado para ejercer la presidencia de la República, ya que, al haberla ocupado aunque fuese muy brevemente, igual tendría que renunciar a cualquier aspiración de continuar en ella por expreso mandato constitucional.

No cabe duda de que las instituciones de ese pequeño país usaron la imaginación para sorprender a los guionistas que habían pretendido diseñarle milimétricamente su futuro inmediato. Y es que el objetivo real, que consistía en impedir la celebración de una opaca consulta electoral disfrazada de encuesta, se logró total y absolutamente. Se utilizó una fórmula poco convencional, de cuya genialidad o torpeza dará cuenta la Historia cuando se desvelen todas las cartas, se definan los rumbos y los hechos puedan analizarse bajo una perspectiva desapasionada.

Los riesgos asumidos por los hondureños han sido inmensos pero, logrado el objetivo principal, los costos del “calculado” error aún podrían devenir mínimos si el desprendimiento y la habilidad para el logro de una rápida transición hacia la estabilización democrática caracterizan la postura de negociación de quienes hoy detentan el poder en Honduras.


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