A Corina Parisca de
Machado
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No era “esa chusma
valerosa de los Corrales y de Balbanera” a la que le cantó
Jorge Luis Borges en uno de sus célebres poemas, El Tango,
la que llenaba de bote en bote – camisas, blusas, gorras
y pañuelos rojorojitos, como lo exige el guión – el
pervertido hemiciclo construido hace siglo y medio por el
Ilustre Americano. Era la chusma aclamatoria que recibe la
recompensa de un suculento cheque los quince y último en
alguna de las dependencias del estado por presentarse de
punto en rojo y con la garganta perfectamente afiatada a
sus actos oficiales. La misma que en ocasiones ha sido
provista de pasaportes diplomáticos, montada en aviones y
transportada a costos de las finanzas de todos los
venezolanos a lejanos países del mundo para bajarse del
avión, correr a simular una turbamulta y apostarse de
inmediato en la pista para hacerle claque al caudillo que
desciende del imponente Airbus presidencial elevando las
manos al cielo y haciéndose el sorprendido por “tan cálida
recepción de los hermanos zimbabuenses”. Lo mismo que
hicieron ayer, pero sin banderitas de papel. Esta vez
estaban en Caracas, Venezuela. No en papel de extras en la
tournée del Führer, sino de protagonistas de la historia
de un país llamado Venezuela.
Por lo mismo
bramaron, patearon, gritaron, abuchearon, insultaron a
mansalva seguramente de acuerdo a alguna señal de tras de
cámaras, como las que muestran con un pizarroncito los
asistentes de producción de programas de alto rating, como
Sábado Sensacional o Fantástico. Hablaba el caudillo – 9
horas 28 minutos catorce segundos, exactamente
cronometrados - y se escuchaba el bramido de aprobación.
Hablaba un opositor y una ronca marejada de reprobación
iba in crescendo según las indicaciones del hombre de la
pizarra, seguramente un Izarrita en miniatura, conectado
vía inalámbrica con el director de escena.
Fueron diez horas
de oprobio, de abuso, de diarreica e insustancial cháchara
de un autócrata en plena decadencia, convertido en la
perfecta encarnación de aquella comiquita en que los
superhéroes se asemejan a una gota de aceite: inflados por
arriba y menguados por abajo. Cerebros pequeñejos – por
dentro y por fuera -, aprisionados en una cabezota a punto
de estallar, brotada directamente de los hombros – el
cuello ausente víctima de la hinchazón - un tronco
abultado “como de buey”, dicen los oncólogos, un tórax que
repele toda botonadura, unos brazos cortos e igualmente
hinchados que culminan en unas manos de dedos q terminan
abombados cuales repollitos de Bruselas. Y el resto,
cintura abajo, discretamente oculto tras un púlpito que
sepa Dios que artilugio de ortopedia forense permite
aliviarle sus apuros gástrico-urológicos. Ningún recién
operado en dos ocasiones y sometido a quimioterapia de la
pesada resiste diez horas sin desfallecer, orinar o
defecar. A no ser provisto de un sistema de evacuación
intensiva especialmente adaptado a la circunstancia.
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Durante esas diez
largas, tediosas, interminables horas, interrumpidas por
necesidades de elemental fisiología ya tratadas, me
pregunté por la función que cumplían en el diseño de tan
lamentable espectáculo más de sesenta diputados, electos
por el 52% de la ciudadanía, si se juzga según los
extraños y nada convincentes baremos del CNE. Vale decir:
representantes de una mayoría ciudadana que ningún
argumento puede desdeñar. Mientras el 48% real pero 65%
efectivo de la representación parlamentaria del régimen
dirigía con pericia dudamelesca la sinfonía de gritos,
pataletas y otras expresiones de euforia de las galerías
llagunescas llevadas expresamente para enaltecer al
caudillo, un grupo silencioso, amurrado, introvertido y
como ausente se iba hundiendo poco a poco en sus asientos.
Jamás vi una mayoría más fantasmal, apocada, disminuida y
alienada que la que representaba los valores más altos de
la civilización, en Venezuela en lucha permanente contra
la barbarie: la libertad, la justicia, la honra y la
decencia de un pueblo. Estaban, pero brillaban por su
ausencia.
Los había de todos
los partidos. Muchos de ellos – casi la mitad – con una
nalga en el curul y la otra en la alcaldía o gobernación a
que aspiran. Sepa Dios con qué objetivos. Pues a juzgar
por la mera y muda presencia que ayer pusieran de
manifiesto, poco más se puede esperar de quienes ante una
confrontación histórica en un momento definitorio de la
Patria deciden sumirse en el más aplastante y expresivo
silencio. Resistieron, eso sí, con un estoicismo digno de
un senador romano, pero más que senadores parecían
condenados a la galera comandada látigo en mano por el
dueño del establecimiento.
Volvieron a
asaltarme las hamletianas dudas de siempre: ¿puede una
oposición silente, pusilánime y acobardada enfrentar a un
tirano desbocado, prometeico y desaforado, carente de
todos los límites y principios propios de un jefe de
Estado, amo y señor de un país al que ha convertido en un
circo misérrimo y sangriento de su exclusiva propiedad y
armado hasta los dientes con unas fuerzas armadas
convertidas en guardia pretoriana de contrabandistas,
asaltantes, narcotraficantes y multimillonarios?
Ante una país sin
otra ocupación que seguir la función, disfrutando o
sufriendo la carnicería a la que el emperador condenaba a
millones y millones de conciudadanos por una obligatoria
cadena nacional, burlando todas las previsiones, mintiendo
o desfigurando la verdad de los hechos hasta extremos
inconcebibles en un país de ciudadanos dotados de los más
elementos instrumentos de la civilización y la cultura –
como saber leer y escribir - , negándose a decir la verdad
de un país que ha devastado, llevándolo a la división, el
odio, la ruindad y la miseria, aliándolo con gobiernos
forajidos execrados por la comunidad internacional y
cediéndole gratuita y graciosamente sus bienes de fortuna
y su honra a la Cuba castrista, la más miserable de las
naciones de Occidente – con la excepción nada honrosa de
Haití -, sentí la honda humillación y la vergüenza de
estar enzarzado en un combate íntimo, casi solitario,
inútil y condenado al fracaso. Me sentí lo que soy: un
venezolano de la Venezuela de hoy, en su hora menguada.
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El destino de 28
millones de venezolanos y de una nación de doscientos años
de historia no me parece ser asunto de trapicheos,
conciliábulos, cálculos de tahúres y previsiones
desalmadas asumidas por una banda de facinerosos en la
mesa de una ruleta. No conozco la historia de una sola
república que haya salido de sus tiranos a ojo de buen
cubero: si me muevo en la débil línea de sombra de lo
permitido obtengo más votos que si desenmascaro la
ignominia del régimen. Callo hoy, pero hablaré mañana. Le
sobaré el lomo y lo estrangulo a la primera de cambio.
Creo, bien por el
contrario, que a la historia no se la engaña con pillerías
y trapisondas. Y que no hay mejor arma para enfrentar la
mentira, que la verdad. Detrás de la caída de todo tirano
hay un acto de valentía, un gesto de coraje, un paso al
frente. Por supuesto: hablo de los que cayeron en vida, no
de los que dejaron el poder en el lecho de muerte.
Pinochet recibió un disparo letal de la mano de Ricardo
Lagos, que rompiendo todas las reglas, normas y convenios
de 15 años de tiranía lo denunció por tirano y ambicioso
en un programa de televisión. Se rompió entonces y casi
automáticamente la escafandra de miedos y temores que lo
blindaban como un tirano ante la opinión pública. Fue el
comienzo del fin.
Así será apreciada
la valerosa intervención de María Corina Machado ayer en
la sesión del congreso, con la que en dos minutos de
temple, sencillez y veracidad derrumbó el monumento a la
mentira construido con falacias, burlas y medias verdades
durante nueve horas y media de logorrea presidencial. Hay
que imaginarse la grandeza de espíritu que se requiere
para, desde las fauces del monstruo y aprisionada entre
sus colmillos, tener el valor de enfrentársele y decirle
ante el mundo la más grave y verídica de las acusaciones
que la parte doliente del país no había tenido ocasión de
señalarle cara a cara: “expropiar es robar”. “¿Robar?” –
le preguntó en tono sarcástico quien creía que la
desarmaba. “¡Robar!” – le respondió sin inmutarse. Ante la
vociferante indignación de la plebe y el ominoso silencio
de sus congéneres.
Fue el broche de
oro que desenmascaró la íngrima verdad de una jornada que
mostró a un hombre al borde de sus capacidades, menguado
psíquica, intelectual, políticamente, pero obligado a
demostrar fortaleza y capacidad física para desmentir lo
que es una verdad a gritos: Chávez llega a su fin. María
Corina Machado terminó por darle su estocada.
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