A Diego Arria
Quien crea que
expropiarle los bienes a Diego Arria satisface en lo
profundo a quien ordena el atropello, se equivoca.
No ha leído a Hannah Arendt, a Jung ni a Sigmund
Freud. Tales desafueros, llevados a la práctica por
los encapuchados del Talibán islámico criollo,
últimos mohicanos que le van quedando para hacerle
el trabajo sucio que él circunscribe al cerco de sus
dientes y agota en la pestilencia de sus palabras,
cumplen una función supletoria, sucedánea. Son, para
decirlo en lenguaje junguiano, simples metáforas,
símbolos que expresan sus deseos destructivos más
profundos.
Pues por más caos, destrucción y miseria que
esparzan, no alcanzan para tranquilizar con su cuota
de sangre al Tánatos que lleva en los entresijos de
su corazón. En su insaciable voracidad destructora
no se siente satisfecho ni siquiera con el paso
superior al maquiavélico juego de la expropiación:
el sacrificio ritual de las reses, que prefiere ver
pudrirse agusanadas antes que sirviendo al jolgorio
estomacal de sus esbirros. O arrancar de cuajo las
mil quinientas matas de naranjas, convertidas en
alimento del juego lustral de la venganza. O las
obras de arte arrancadas con particular saña de las
paredes de La Carolina y tiradas al basurero de
Miraflores. Todos esos actos de barbarie tribal, tan
cercanos a los que cometía uno de sus ancestros, el
cuatrero Maisanta, mediatizadas ahora por los
certificados de buena conducta de los señores Carlos
Marx y Federico Engels o enaltecidas con el lustre
de Fidel, el Saturno caribeño, que le susurrará
alguna felicitación por el teléfono rojo que aún
mantiene cerca de su cama ortopédica allá en el
Bunker habanero, son mero Ersatz, como diría Wilhelm
Reich o Michel Foucault. Un sucedáneo. Buena torta
ensangrentada a falta del amargo pan de Caín.
En lo profundo de su insaciable rencor bicentenario
quisiera darle un manotazo a los símbolos y entrarle
a la barbarie por la calle del medio, de lleno y sin
contemplaciones. Hundirse como Kurz, el del Corazón
de las Tinieblas, en el pantano sanguinolento de la
barbarie. Como Bobes con sus lanzas coloradas o
Antoñazas con sus cabezas degolladas, los machetes
en alto destilando sangre. Ese rencor insaciado, a
medias satisfecho con leguleyerías de tinterillos
castristas, no termina por quitarle la acidez de la
boca del estómago.
El quiero y no puedo, ese horror a enfrentar de una
buena vez su propia verdad, dejar a un lado las
ambigüedades y dar el paso definitorio hacia la
horrorosa magnificencia de la maldad apocalíptica
que esconde en su corazón y conocieran con su hedor
a pólvora y carnes chamuscadas sus arquetipos: un
Fidel Castro o un Ramiro Valdés, un Augusto Pinochet
o un Manuel Contreras, un Marulanda o un Raúl Reyes.
Esa inconsecuencia existencial lo debe tener
atormentado, consumido, extenuado. Todos sus
ancestros fueron asesinos natos: además de Bobes y
su pandilla de exterminadores, Ezequiel Zamora,
Juan Vicente Gómez, Marcos Pérez Jiménez. Lo es su
dulce e íntimo enemigo, Raúl Castro, de quien dijera
imaginariamente su hermano Fidel: “No creo que nadie
haya fusilado a tanta gente en Cuba como él.” Ni de
manera tan masiva y tan brutal, agrega el Caballo,
según versión de Norberto Fuentes.
La magna obra de éste, su otro hermano: acarrear
decenas, cientos de periodistas hasta un sitio
baldío, ponerlos a abrir unas zanjas en descampado
con el auxilio de un bulldozer y luego ametrallarlos
y darles el tiro de gracia de su propio “puño y
letra”. “Somos la misma cosa”, le oímos murmurarle
al oído frente a las cámaras de televisión. Como en
un aparte shakesperiano. ¿No hubiera sido una forma
mucho más expedita de resolver los “delitos de
opinión” que esa maldita Ley Resorte? El muerto al
hoyo y el vivo al bollo.
¿Dará el paso final hacia su perdición? ¿Cumplirá la
sentencia socrática, que alguien afirma era el
imperativo categórico preferido de don José de San
Martín: “llega a ser el que eres”? ¿Navegará algún
día en ese océano de sangre que le teñía las manos,
con sus aterradores fantasmas, a Macbeth, el
impostor torturado por su mala conciencia? Vivimos
la escenificación simbólica de una guerra a muerte.
Por el momento se expropia y se encarcela, no se
fusila. Dios quiera que sus manos no se tiñan de
sangre, como el 11 de abril. Si lo hiciere, estará
más cerca que nunca del destino de aquellos
dictadores, gigantes en libertad, convertidos en
enanos en el banquillo de los acusados.
Diego Arria fue el testigo de cargo de Milosevich.
Jura haber asistido a la transfiguración. Al momento
de escuchar la sentencia no medía un palmo.