“Ningún hombre puede luchar con ventaja contra el
espíritu de su tiempo y su país, y por muy grande que sea
su poder, le será difícil lograr que sus contemporáneos
compartan sentimientos e ideas que son contrarios a la
tendencia general de sus esperanzas y deseos.”
Alexis de Tocqueville, La Democracia en América
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En doscientos años y desde hace un siglo no se
hacía con el Poder quien pretendiera apropiárselo de
manera tan absoluta y vitalicia como Hugo Chávez. El único
fue Juan Vicente Gómez, quien luego de traicionar a su
compadre Cipriano Castro y condenarlo al destierro
usurpara el Poder y gobernara dictatorial y tiránicamente
hasta el momento de su muerte, en 1935. 27 años de la más
feroz tiranía conocida hasta entonces en Venezuela. Fue
el primer y único caso en la bicentenaria historia
republicana en que tal aberración acontece. Pérez Jiménez
pretendió repetir la hazaña y hasta pudo mostrar
importantes logros en obras públicas, para dejar el país
tras una revuelta popular que por poco no le cuesta la
vida. Gobernó diez años, el mismo lapso que el actual
presidente de la república, el segundo militar caudillesco
que le sucedería en el mando del gobierno cuarenta años
después. Fue, así resulte abominable reconocerlo, un
gobierno infinitamente más provechoso para el país que el
del teniente coronel, su epígono.
Hugo Chávez no parece advertir el grave riesgo
que corre pretendiendo emular a Gómez y desafiando al
destino de una Nación que puede voltear su voluntad con
una veleidad pasmosa. Cuenta la historia que Wolfgang
Larrazabal cenó la noche vieja de 1957 en compañía de
Pérez Jiménez, quien por entonces ni siquiera soñaba con
la posibilidad de abandonar un Poder que creía atado y
bien atado entre sus férreas y regordetas manitas. Pocas
semanas después abandonaba Venezuela para siempre y su
contertulio asumía provisoriamente las riendas del Poder.
Tampoco lo suponía Rómulo Betancourt, quien recomendara al
CEN de AD desde Nueva York el 14 de enero de 1958, a 9
días de la caída del dictador tachirense, que las acciones
populares: “deben ser manifestaciones pacíficas, y en
ellas no creo que deba plantearse de una vez la salida de
Pérez Jiménez…”. Cuando esa carta llegó a manos de Simón
Sáez Mérida el dictador estaba acariciándose el pescuezo
frente al espejo de su despacho. Al día siguiente siguió
el sabio consejo que le diera el general Lovera Páez,
experto en degollinas: “vámonos, general, que el pescuezo
no retoña”. El último y más dramático caso de veleidad
republicana la vivimos el 27 de febrero de 1989, cuando un
pueblo que ungiera en gloria y majestad a Carlos Andrés
Pérez le volteara la espalda en menos de un mes
quebrándole el espinazo a su gobierno cuando recién
comenzaba a andar. No se recuperaría jamás.
Es la situación que enfrentamos: un régimen
intrínseca, medularmente corrompido, que pierde
legitimidad y respaldo a pasos agigantados y comienza a
escarbar en el escabroso terreno de las provocaciones,
las represalias y las persecuciones. Un régimen que dejó
hace ya mucho tiempo de despertar auténticas simpatías y
verdadera adhesión y que sólo se sostiene respaldado por
el poder del dinero, la compra de conciencias, la mentira,
la represión y el temor. Ni siquiera importa lo que haga o
deje de hacer, las victorias que compre o los fraude que
construya: perdió la histórica oportunidad de hacer la
revolución que pretendía, se extravió por los sórdidos
laberintos del estupro, la prostitución y el engaño. Se
sostiene en la maldad de una camarilla de militares de
cuarta categoría, en una cofradía de dudosos y ambiguos
personajes palaciegos que provocan asco en la conciencia
moral del país. Y en la inmundicia de compromisos,
alcahueterías, traiciones, entregas y violaciones. Bastan
los nombres de José Vicente Rangel y Lina Ron: lo dicen
todo.
Todo lo cual quedará flagrantemente de
manifiesto al atardecer del próximo 15 de febrero, cuando
Chávez y su camarilla harán cuanto esté a su alcance por
torcer la voluntad popular y pretender un triunfo
construido sobre la inconstitucionalidad, la burla y el
desprecio a la voluntad soberana. Sin otro propósito que
imponer un régimen contra natura, absolutamente contrario
a las esperanzas y deseos del pueblo venezolano. Ya Alexis
de Tocqueville, el gran pensador de la democracia, lo
estableció de manera taxativa: ningún gobierno puede
imponerse sobre la voluntad del tiempo y los anhelos y
esperanzas de los ciudadanos. Todo lo demás es cuento.
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“No temáis a los tiranos, porque ellos son débiles,
injustos y cobardes”.
Simón Bolívar
Gramsci, uno de los pensadores y políticos más
admirables del comunismo italiano, planteó la que llegaría
a ser la consigna de la izquierda progresista en el mundo
moderno: sólo la verdad es revolucionaria.
Quería decir con ello, a su manera y de acuerdo a las
condiciones de la modernidad, exactamente lo mismo que
señalara Alexis de Tocqueville dos siglos antes frente a
la emergencia de la democracia norteamericana, el fenómeno
político y sociológico más admirable luego de la
revolución francesa: el sentido profundo de las pulsiones
históricas, los anhelos y esperanzas de los pueblos, que
constituyen la única verdad posible de su devenir, no
pueden ser torcidos y burlados a voluntad de los tiranos.
Revolucionario, en el sentido más estricto del término,
sólo es aquello que comulga y acompaña el ritmo de las más
profundas y esenciales verdades de su tiempo. Sólo la
verdad es revolucionaria.
Visto desde Alexis de Tocqueville y de Antonio
Gramsci, como de todo auténtico pensamiento renovador,
bajo las coordenadas de la globalización que ha terminado
por desarrollar el máximo de socialización de las fuerzas
productivas de la humanidad sólo es revolucionaria, es
decir verdadera y cierta, aquella política capaz de
coadyuvar al parto de las más profundas tendencias de
nuestro tiempo, permitiendo la superación de arcaísmos,
atavismos y viejas contradicciones. Dando paso a la
modernidad y con ello al máximo despliegue de las
capacidades sociales, materiales y espirituales del
hombre. Sólo es verdadera y revolucionaria la lucha contra
la barbarie, contra la regresión y todas sus taras
políticas: el militarismo, el caudillismo, el populismo y
sus secuelas patológicas: el totalitarismo, el despotismo,
la tiranía. Sólo es revolucionaria, en fin, la democracia.
En Venezuela, y para nuestra eterna desgracia,
el término ha sido usurpado, vulnerado y traicionado
sistemáticamente: las revoluciones no han sido los
procesos socio-políticos y espirituales que han abierto
las puertas del futuro, sino las camorras, las montoneras,
las convulsiones y revueltas llevadas a cabo por caudillos
inescrupulosos y tiránicos sin otros fines que el asalto
al gobierno de la Nación y la disposición de sus riquezas,
para enriquecerse ellos y sus camarillas. Aplastando de
paso a las mayorías, escarneciendo y vulnerando los
derechos de las minorías y sometiendo a la inmoralidad, el
abuso y la ignominia a las masas marginales y analfabetas.
De esas revoluciones ha habido cientos.
Caracterizadas con los más insólitos adjetivos. Sólo han
dejado ruina y desolación. La del teniente coronel Hugo
Chávez no es la excepción. Hoy se muestra en toda su
crudeza: mendaz, falsa, engañosa y reaccionaria. Ninguna
casualidad que cumpliera a plenitud lo que Luis Level de
Goda señalara en 1893 de todas las revoluciones habidas en
el siglo XIX. “Las revoluciones no han producido en
Venezuela sino el caudillaje más vulgar, gobiernos
personales y de caciques, grandes desórdenes y
desafueros, corrupción y una larga y horrenda tiranía, la
ruina moral del país y la degradación de un gran número de
venezolanos.”
A más de cien años de tan implacable
diagnóstico volvemos a vivir bajo el despotismo “del
caudillaje más vulgar”. Extirparlo es una obra de suprema
dignidad nacional.
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Venezuela vive un momento crucial y
definitorio. Llega a su fin la última de las revoluciones
de viejo cuño, corruptora y despótica, militarista y
caudillesca, inmoral, bárbara y reaccionaria. Y asiste al
nacimiento de la única revolución posible: la revolución
democrática. Es la revolución que toca las puertas del
Poder, hace temblar las falsas columnas del chavismo y
sume en la más espantosa desesperación a quien creyó haber
llegado para quedarse eternamente y ya comienza a saborear
el amargo sabor de las despedidas.
Es grave que haya prohijado la consumación de
ciento cincuenta mil homicidios – una siembra terrible de
muerte y desolación, lágrimas y sufrimientos. Es terrible
que haya dilapidado ochocientos cincuenta mil millones de
dólares – la mayor suma de dinero jamás recaudada por la
república. Pero aún más trágico es que haya echado al
vertedero de la historia el mayor impulso de renovación
nacional y la mayor suma de Poder jamás reunido por
gobernante alguno en nuestra bicentenaria historia
republicana. Ni Bolívar, ni Páez, ni Guzmán Blanco, ni
Gómez, ni Pérez Jiménez ni ninguno de nuestros presidente
democráticos contó con mayor respaldo y consenso y tuvo
más encandilada las esperanzas de la república que Hugo
Chávez.
Un respaldo multitudinario y una concentración
de Poder derrochados en una década de irresponsabilidad
sin límites, de incuria aterradora, de maldad insolente y
exhibicionista. Salvo el Poder de su palabra, su
bravuconería y su insolencia chocarrera Chávez no ha
tenido nada. Ha sido la mayor estafa de nuestra historia.
Un pobre infeliz puesto en el peor momento, en el peor
lugar de la peor situación. De un pobre país rico llamado
Venezuela.
Puesto ante su desnuda verdad, la
auténticamente revolucionaria, muestra su miseria y su
porquería sin límites. No vale nada. No tiene un ápice de
grandeza. Estará acariciando la idea de gritar a voz en
cuello, como Luis XV: después
de mí, el diluvio. No quisiera hacer mutis
sin ensangrentar las calles de Venezuela. Y arrullar el
rencor que lo consume. Que pague sus crímenes: ante Dios y
ante la historia.