Lo he escuchado con profunda
emoción. A sus 87 años, cincuenta largos en la mayor
actividad política, ni siquiera interrumpida en la cárcel
o en la clandestinidad, sigue siendo la cabeza más lúcida
y el corazón más pujante de la Venezuela libertaria. El
inquebrantable ejemplo a seguir.
Comenzó a marchar en el año 36, cuando a la muerte del
gran dictador clareaba el siglo XX, y no ha dejado de
luchar por los ideales de una Venezuela justa, grande y
solidaria desde entonces. Con un entusiasmo, un ardor, una
esperanza jamás vencida. Me atrevo a señalarlo como uno de
los venezolanos más ilustres, más cabales, más íntegros de
cuantos he conocido en esta patria turbulenta y aterida,
confusa y esperanzada.
Lo he admirado desde que lo conocí, hace 37 años. Tomás
Vasconi, un educador argentino con quien Marco Aurelio
García y yo tuvimos el honor de trabajar durante los
febriles años de la Unidad Popular en el Centro de
Estudios Socio-económicos (CESO), de la Universidad de
Chile, nos pidió lo acompañáramos a saludar a un prócer de
la revolución venezolana. Estaba de paso en Santiago,
adonde había llegado a ver de cerca nuestra loable e
imposible experiencia de socialismo con rostro humano, sin
violencia, sin represión, sin corrupción ni desafueros.
Me sorprendió su rostro de cónsul romano, que tanto se
avenía con su nombre: Pompeyo. Fue un encuentro fugaz del
que me quedó el indeleble sabor de una impactante
experiencia. Nos previno contra los abusos y nos insistió
en la necesidad de no apartarnos ni un milímetro de los
preceptos constitucionales. Y del honor y la decencia como
normas de conducta de un auténtico revolucionario.
No volvimos a vernos. El golpe de Estado nos lanzó al
temible naufragio del destierro. Volví a Alemania, en
donde estudiara durante los turbulentos años de la
revolución estudiantil, y sufrí los avatares del
desarraigo. Viví la peor de las desventuras: ser derrotado
y perder la patria.
Tomás Vasconi, nuestro padrino en ciencias, volvió a
tendernos una mano y nos invitó a Venezuela. El más bello,
el más generoso, el más desenfadado y vital de los países
que conociera. Fue un amor a primera vista. Me faltarán
años para agradecerle a Tomás el haberme permitido
disfrutar de una patria, una mujer, una hija, unos nietos
venezolanos.
Fue mucho más. Pues perdidas mis dos modestas batallas –
la revolución berlinesa y la revolución chilena – y
huérfano de las inveteradas certidumbres reencontré en
Venezuela el más grande de los ideales, desconocido para
mí, aunque lo tenía ante mis ojos y lo llevaba en el
corazón, confundido por mi afiebrado marxismo-leninismo:
el ideal de la libertad, el ideal de la democracia. Los
chilenos, que la vivieran a plenitud como quien respira el
aire, sin siquiera darse cuenta, aprendieron a apreciarla
y anhelarla en toda su grandeza tras diecisiete años de
dictadura, lo que los llevó a superar sus diferencias y
guardar en el desván de sus vergüenzas los delirios que la
socavaran y destruyeran.
Había decidido vivir a plenitud mi vida privada y
dedicarme a lo que una fábula considera los
imprescindibles logros de un hombre de bien sobre la
tierra: tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un
libro. Hasta que el golpe de estado del 4 de febrero de
1992 nos volvió a lanzar al torbellino de la vida pública,
al nunca olvidado y siempre anhelado mundo de la política.
Decidimos con mi esposa venezolana – que llevaba una vida
cantándole a la libertad - dar hasta nuestra última gota
de sangre en la lucha contra la tiranía que esos cañonazos
volvieron a poner sobre el tapete de la actualidad
venezolana. Desterrados ella de su España natal por Franco
y yo de mi Chile de origen por Pinochet, no permitiríamos
serlo de nuestro bienamada Venezuela por un teniente
coronel, zafio, ignaro y brutal como el que en un grave
descuido asaltara el Poder seis años después.
Fue allí que nos reencontramos. En medio de las luchas por
la libertad. Pompeyo ha sido mi padre político, en este
renacimiento del quehacer público. Sin faltarle a mi
padre, un luchador social, un comunista chileno de
ejemplar comportamiento, debo confesar que hubiera sido
motivo de profundo orgullo ser hijo de Pompeyo Márquez.
Razón que me lleva a llamarlo padre. Mayor regalo de mi
querido Tomás Vasconi, imposible: me regaló una patria,
una esposa maravillosa, unos hijos de los que
enorgullecerse, unos nietos que constituyen la alegría de
mis días y un padre. El mejor, el más ejemplar, el
admirable: Pompeyo, el Grande.
Dios lo guarde y le de muchos más años de los trajinados
que lleva en su intacto corazón. A su lado, la mezquindad
de quienes lo adversan, desaparece como por encanto. Sólo
esa eternidad quisiera, para bien de la república: la de
Pompeyo, el Grande
sanchez2000@cantv.net