A Antonio Ledezma
“La democracia, me dijo
un ex presidente, consiste en saber hacer maletas, y es
una gran verdad. El Príncipe democrático es de corta
duración, aunque aquel que está en la lucha cotidiana
tiende a la mirada de largo plazo.”
Ricardo Lagos,
Presidente de Chile
1
Quien haya
viajado a Cuba habrá tenido esa insólita impresión de
inmovilismo, de quietud absoluta, de anestesia que se
respira por las calles de La Habana, por los pueblos y
ciudades del interior, por los poblados de Cuba, la
desdichada. Como si un ente maligno, un dragón de cuentos
de hadas o un fantasma de otras galaxias hubiera lanzado
sus maleficios y encantamientos por sobre la que fuera una
rumba de creatividad y potencia. Cuba lleva cincuenta años
convertida en un auténtico invernadero. El tiempo se
detuvo, como si aquella famosa amenaza que tanto nos
divertía en nuestra juventud se hubiera realizado
literalmente: llegó el comandante y mandó a parar.
Como en aquellos juegos de la infancia: un, dos,
tres, reina es y todos congelados en sus cuatro
esquinas.
No faltan quienes
aman ese inmovilismo, añoran esa paz sepulcral, sacrifican
cuanto tienen por jugar a que viven en el siglo
diecinueve. Conozco más de un jubilado europeo, marxista
de corazón y fanático revolucionario que odia el progreso,
detesta el bullicio, se escandaliza ante aviones
supersónicos, milagros cibernéticos de la red, trenes de
alta velocidad y túneles de acceso rápido. Los he visto
bajar cabizbajos de sus charter en Rancho Boyeros,
desmelenados y paralíticos, la boca ya desencajada por los
años, que recibían una brisita de vitalidad ante la
esfinge del Ché Guevara. También los he visto con la
mandíbula colgando ante las estanterías vacías de unos
abastos de mala muerte, atendidos por unos expendedores
fantasmas que esperan a Godot con los codos sobre sucios
mostradores que no ofertan nada. La mirada perdida en sabe
Dios qué lejanías, una grasienta libreta de racionamiento
en las manos.
Cuba es muchísimo
peor que una sencilla imagen congelada. Es una imagen
descascarada, desteñida, deshilachada, arruinada y
descolorida. Cuba es la imaginería social de un agujero
negro. Nada pasa. Nada pasó. Nada pasará. La destilación
pura de un cuento de García Márquez: unos señores duermen
una siesta de cincuenta años, enflaquecen, bostezan, y de
vez en cuando sacan sus muñones a las estentóreas órdenes
de los funcionarios para marchar ante la oficina de
negocios de los Estados Unidos. Surrealismo puro. Pues
mientras en Cuba no pasa nada, todo huele a repollos
podridos, a fetidez de colchones manchados y a aguas
estancadas, en Estados Unidos el tiempo se desplaza a una
velocidad vertiginosa. Vienen y van sus satélites y naves
interestelares hacia otros planetas. Ya asoman sus narices
por los pliegues del siglo XXII, mientras el culo de Cuba
se oculta tras los últimos cortinajes del siglo XIX.
Entre tanto, el
tirano agoniza. Ha hecho de su agonía una película en
cámara lenta. También él detiene su tiempo de congojas, de
asfixias, de hipos atragantados y fetidez encapillada.
Cuelga su pellejo entre la vida y la muerte. Una simple
diferencia de estilo. En una Cuba amortajada, un muerto
más no quita ni agrega nada. Bien podría su cadáver
petrificado quedarse apoyado en un dintel del palacio de
gobierno, mirando a lontananza, para siempre. Sin que se
le mueva una pestaña. Una momia palpitante.
¡Cuba, qué linda
es Cuba!
2
Es lo que
quisiera el pobre infeliz que nos desgobierna: detener el
tiempo y ensartarnos para siempre en el muestrario de las
tiranías, de modo que mientras nos hacemos polvo
interestelar él pueda volver, devolver y regurgitar sus
digestiones, dormir siestas sempiternas, soltar sus
ventosidades mientras se revuelca en el imaginario fragor
de sus frazadas. Dejando pasar los años mirándose el
ombligo en compañía de otros dictadores, de otros tiranos,
de otros despotismos. Vivos o muertos. Por ejemplo: Juan
Vicente Gómez. Por ejemplo, Mugabe. O Ahmanidejan. O el
glorioso pellejo de Fidel Castro, relleno de paja, como
los ídolos de los aztecas en las cúspides de sus templos.
Huitzilopochtli o Tlaloc. O cualquiera de esos militarotes
zafios y estúpidos que orlan el almanaque del tercer mundo
y se pasean por Fuerte Tiuna, bastón de mando golpeándoles
las canillas, a la espera de una gobernación o una
alcaldía con que engordar sus faltriqueras.
No es casual que
en ese su deseo de momificarse en vida y convertirse en
estatua de sal, cuente con el respaldo de un buen tercio
de nuestra población. Es el tercio más reaccionario, más
retrógrado, más desamparado de nuestra sociedad. Bien
quisiera congelarse, aunque recibiendo la nómina, el
cheque, la franquicia, el donativo. Juan Barreto, imagen
sórdida y degradada de esa nada rellena de huevos
escalfados y carnes estofadas en descomposición, contrató
cerca de diez mil faineants, vagabundos,
ociosos, malevos para que agitaran banderitas,
atropellaron transeúntes, violaran ciudadanos, robaran,
saquearan, pillaran y vejaran en nombre de la revolución a
honestos comerciantes, a peatones desprevenidos, a gente
decente a la que no se le permitió hacer nada en ese coto
de la marginalidad en que devino el centro de Caracas. Se
pasean oteando opositores por los laberintos del Silencio,
orinando y defecando en los rellanos. Que esa es la
cultura rojo rojita. Convertir los espacios públicos en
letrinas para uso y abuso de los ociosos de plantilla.
Mientras, Barreto desvariaba leyendo solapas de pensadores
franceses y pergeñando sus ensoñaciones rosadas.
Eso fue y eso será
en la memoria de los venezolanos la revolución
bolivariana. Un intento frustrado por detener el curso de
nuestra historia. Que encuentra en la propuesta de
enmienda constitucional el último de sus embates. Congelar
en la miseria de asignaciones públicas a veintiséis
millones de venezolanos y reducir el ámbito del Poder y
las decisiones al puñado de militares corruptos y vende
patrias que hoy lo usurpan. Inconsciente de la pérdida
creciente de respaldo popular, del abismo que se abre ante
sus pies, el teniente coronel ordena que nos dirijamos una
vez más a las urnas para firmar nuestra sentencia de
muerte y facultarlo a hacer y deshacer con Venezuela como
si se tratara de una hacienda de su propiedad. Vuelve a
hacerlo atropellando las normas constitucionales, poniendo
en acción al vasallaje que le obedece, desnudando el
tripero de la bajeza y ruindad de jueces, parlamentarios,
ministros y funcionarios. Desconociendo la potestad de la
soberanía popular, que ya le rechazó la misma propuesta y
lo condenó a su precaria temporalidad.
Volverá a ser
derrotado. Volverá a recibir ese baño fecal que lo
revolcara en diciembre de 2007 y en noviembre de 2008.
Pues mientras más largas y tediosas sus cadenas, más
frágil el entramado de legitimidad sobre el que se
asienta. Alcanzó el techo de la aceptación popular en
diciembre de 2006 y desde entonces no ha hecho más que
desmoronarse. Es la tendencia irreversible de los tiempos,
que lo empujan inexorablemente hacia la puerta de salida.
Mientras más cercana, mayor su desesperación. No gobernará
los cuatro años que aún le restan. Los pasará pataleando
inútilmente por convencernos de la necesidad de renunciar
a nuestros derechos y cedérselos graciosamente. La
historia le dijo basta. Pronto le mostrará el fin.
3
“La democracia es saber hacer
las maletas”, cuenta Ricardo Lagos que le comentó alguna
vez un ex presidente amigo. A lo que él agregó, con su
sabiduría de buen gobernante, que el reinado de un
príncipe democrático es breve. En su único período de
gobierno, la mitad del que ya lleva en el Poder el
teniente coronel Hugo Chávez, hizo por Chile lo que ya el
nuestro no podrá hacer jamás nunca por Venezuela, así
gobierne hasta el fin de sus días. Sin contar ni con una
pizca de los medios con que contara Chávez pero imbuido de
patriotismo, de espíritu gerencial y liderazgo, combatió a
la pobreza reduciéndola a los límites máximos que hoy
alcanza. Modernizó su país, terminó por consolidar la
reconciliación entre los chilenos y puso a su país a valer
en el concierto de las naciones. Su máxima: no servirse
del Poder para sus fines personales sino convertirse en un
fiel servidor público, sin otro objetivo que engrandecer
su patria y favorecer a sus ciudadanos.
Traigo a colación la obra de
Lagos, un socialdemócrata ilustrado, y del Chile de la
Concertación, con sus cuatro presidentes sucesivos – dos
democratacristianos y dos socialdemócratas - , como
paradigma alternativo al de Hugo Chávez y el castrismo que
pretende imponernos. Copará el equivalente a tres
períodos de gobierno de nuestro pasado inmediato, durante
los cuales no ha hecho más que arruinar al país y sumirlo
en la devastación material y moral. A pesar de lo cual
insiste en convencernos de la necesidad de permitirle
ampliar esos catorce años tanto tiempo como le de el
cuerpo. Sin exhibir a cambio más que la desolación de
ciento cincuenta mil homicidios, ochocientos cincuenta mil
millones de dólares despilfarrados, robados o regalados y
un país hundido en la desesperación, el odio y el
resentimiento.
Crecen y se multiplican las
posibilidades objetivas para el lanzamiento de una
auténtica revolución democrática, una gran modernización
tecnológica, la participación ciudadana y el
enriquecimiento y la prosperidad públicas. La revolución
tecnológica impulsada por la cibernética de las
comunicaciones hace posible la resolución de nuestros más
graves impasses en la gerencia de los problemas públicos.
Gracias a las redes de Internet, la administración central
y local puede alcanzar una transparencia, una legitimidad
y una participación masiva e instantánea. Que Venezuela
esté hundida en el estupro y la miseria, ahogada en basura
y al borde del colapso, ensangrentada por una delincuencia
desatada, mientras podríamos estar ya en el primer mundo
de la gerencia pública es responsabilidad exclusiva de
unos gobernantes inoperantes, ignorantes, estúpidos,
avariciosos y corrompidos. Encostrados por la ineficiencia
cuartelera de militares ignaros y torpes.
Asombra que con
tales antecedentes, el responsable por el mayor desastre
público de nuestra historia bicentenaria pretenda
apernarse en Miraflores por los siglos de los siglos.
Permitírselo constituiría un monstruoso delito de lesa
humanidad. Impedírselo, un imperativo categórico. La
obligación del momento exige no sólo rechazar su propósito
continuista, sino imponerle la obligación de asumir sus
responsabilidades de gobierno o presentar su renuncia.
Sería una elemental medida de sanidad pública.
sanchez2000@cantv.net