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En la desenfrenada
carrera hacia nuestros abismos, Hugo Chávez no trepida en
buscarse aliados en los peores y más explosivos
vecindarios del planeta. Consciente de que América Latina
ya no será el patio trasero de sus ambiciones, que sus
serviles de Bolivia, Ecuador y Nicaragua no valen un
comino, que la Cuba castrista boquea y sus más poderosos
aliados – desde Lula hasta Néstor Kirchner – tienen el sol
a sus espaldas mientras Colombia se le ha convertido en un
hueso imposible de roer, ha decidido radicalizar al
máximo su postura en el tablero internacional desplazando
sus ambiciones de asociación y liderazgo de América Latina
al quemante y minado terreno del talibanismo islámico más
extremo. Ya pretende poderío nuclear, anda del brazo con
los más impresentables dictadorzuelos africanos y ha
decidido montar una comandita con Ajmanidejad, uno de los
más turbios dictadores del Medio Oriente. Siempre con un
ojo puesto en Bielorusia y los rastrojos de la Unión
Soviética a la caza de indulgencias antinorteamericanas y
un padrino con peso propio. Como no podía ser menos,
difamando a Israel y convirtiéndose en el peón de la
penetración de Hamas y Hezbollah en América Latina.
Asunto para él tanto más urgente de acometer cuanto que en
el más modesto y previsible tablero nacional las cosas
comienzan a ponérsele color de hormiga.
Se está jugando el
todo que aún le queda por el Todo que cree merecer. Y
apuesta a ganar la partida metiéndose entre las patas de
los caballos. Está convencido de que el petróleo da para
todo, ha conocido la mediocridad de famosos gobernantes –
sirva de ejemplo Zapatero, el tonto útil - y considera
que, en comparación con Putin o con Ajmanidejad, le sobra
como para convertirse en el Fidel Castro del siglo XXI. Si
el agónico dictador cubano pudo montar tanta alharaca
durante cincuenta años, con un isla miserable y sin ningún
otro poder que su fanatismo suicida, ¿por qué no un
teniente coronel que cuenta con las más grandes reservas
de crudo en medio de una desesperante crisis económica
global?
Ya se ve campeando
por sus fueros en las grandes ligas. Y sigue los pasos de
Sadam Hussein con un empeño digno de mejor causa. Ofrece a
los ayatolaes los enclaves de uranio y la infraestructura
financiera de su pobre país rico, firma la solicitud de
ingreso al grupo de los nucleares y coquetea con los más
pesados entre los pesados. Insólito esfuerzo por realizar
lo que un cantor de tangos llamaría “el sueño del pibe”:
saltar de Sabaneta a Trípolis y de Miraflores al Kremlin.
Si Fidel pudo, ¿por qué no él?
Son los delirios
de la conquista de Oriente y de Occidente por un teniente
coronel del ejército venezolano, ambicioso, desenfado y
megalómano, como Mugabe o cualquier otro de los dictadores
que dictan pautas. Cosas veredes, Sancho.
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No ha faltado el
delirio en la historia de Venezuela. Como que sigue
pendiente el pesadísimo saldo que nos dejara el más grande
de nuestros delirios: Simón Bolívar. Sólo que con Bolívar
sucedió lo que con todos los restantes caudillos del
delirante realismo maravilloso venezolano: volaron tan
alto que cuando cayeron de sus nubes el golpe con la
realidad real – no la de constituciones ideales y
proyectos anfictiónicos, sino la de alpargatas y
polvaredas, barbarie y desnudeces – los convirtió en
papilla. De los delirios no nos ha quedado nada. Si algo
somos en concreto, se lo debemos a los muy escasos
períodos de sensatez nacional.
En efecto, mírese
por donde se mire se llegará a una verdad del tamaño de un
templo: Venezuela es lo que es y da para todos los
delirios del chavismo gracias al petróleo, una
circunstancia absolutamente ajena a nuestros talentos, y
de la sensatez de que hicieron gala nuestros mayores, los
fundadores de nuestra modernidad. Por mor de cuyos
ingresos y la sensatez indiscutible de quienes nos han
gobernado desde 1945 hasta 1998, se ha construido la
Venezuela de que todavía disfrutamos – desde las Torres
del Silencio y el Parque Central a la UCV y la Católica
Andrés Bello, y desde la autopista a la Guaira y el Pérez
Carreño hasta la represa del Guri y las siderúrgicas del
Orinoco. Si están por los suelos no se debe a quienes las
pusieron en pie: Rómulo y Pérez Jiménez, Caldera y Carlos
Andrés Pérez, los únicos gobernantes cuyas obras nos
siguen siendo útiles, sino a la desidia vernácula y a la
estupidez del delirio rojo-rojito.
El delirio: he
allí nuestro pecado capital. Al que se une, casi como su
necesario colofón, la cancerosa, monumental e invencible
corrupción administrativa. De que éste régimen será una
mácula imborrable. Sería demasiado doloroso hacer el
catálogo de nuestros defectos, de las que nuestros vecinos
suelen hacer escarnio. Ya se han ocupado otros pocos
ilustres venezolanos de recordárnoslas con pertinentes
campanadas. Uslar y Briceño Iragorri no dejaron de
mencionarlas. Rómulo luchó por extirparlos con un gobierno
ejemplar. Pintaron este siniestro presente que estamos
viviendo como el desiderátum de nuestras desdichas: una
Venezuela sin más nada de qué vivir y depender que del
petróleo, aferrada a las ubres de nuestros exangües pozos
como unas garrapatas a las de una sufrida matrona.
Sin petróleo
seríamos hoy sólo lo que hemos construido con su siembra.
Lo levantado desde 1945 y sobre todo desde 1958. La
agroindustria y la industria manufacturera, las élites de
profesionales y técnicos, las universidades e institutos
tecnológicos, nuestros medios de comunicación, nuestras
clínicas y empresas. Bórrese del mapa la insigne obra
construida en ese medio siglo y nos encontramos con un
saldo aterrador: pura pobreza y marginalidad, el África de
Mugabe y de Gadhaffi. La desamparada Venezuela de Juan
Vicente Gómez de antes de la explosión de La rosa. Es
exactamente lo que busca y pretende el último de nuestros
delirios, Hugo Chávez: hacer tabula rasa con nuestra
civilización y devolvernos a nuestra barbarie. Ése es el
proyecto país del socialismo del siglo XXI. ¿Cómo no
combatirlo con todas nuestras fuerzas?
3
Las cifras
oficiales son brutales y sólo la anomia en que ha caído la
inteligencia nacional permiten obviarlas: la producción
manufacturera nacional se ha contraído sólo en el primer
semestre del año en un 8%. Las catastróficas consecuencias
para el desempleo son perfectamente imaginables. El
principal fabricante de pan del país reporta en sus
estadísticas una caída en el consumo de su producción
durante este mismo primer semestre del año en el mismo 8%.
La industria automotriz, que mueve una serie de
importantes rubros manufactureros, se encuentra
prácticamente paralizada. La inflación avanza indetenible
hacia un 30% anual, la más alta de la región y una de las
más altas del mundo. La deuda acumulada del sector público
asciende a $ 95.000.000.000,00 (noventa y cinco mil
millones de dólares). La más alta de nuestra historia.
Corresponde exactamente al 10% de los mayores ingresos
obtenidos gracias a la mayor bonanza petrolera y económica
de nuestra historia republicana, que como es público y
notorio ascendió a la insólita cifra de
$950.000.000.000,00 (novecientos cincuenta mil millones de
dólares).
¿Qué nación del
planeta ha tirado al tacho de la basura cifra más
descomunal de dinero, sin dejar a cambio más que los
dolores de cabeza de una homérica y descomunal borrachera
de recursos? ¿Es posible que de esos ingresos no quede una
sola obra notable, salvo los delirios de grandeza y la
megalomanía de quien, tras regalar la friolera de $
53.000.000.000,00 (cincuenta y tres mil millones de
dólares) a sus amigotes de la región para comprar el más
inútil y costoso de nuestros liderazgos termina su más
reciente periplo por las dictaduras más oprobiosas del
orbe comprando a crédito en Rusia baterías de cohetes de
mediano alcance sin otro propósito que amenazar a nuestro
vecino histórico y satisfacer la egolatría de quien se
cree un mariscal de campo en medio de una batalla
interplanetaria? Algo aún muchísimo más aterrador: ¿es
posible que tras disponer de esos gigantescos recursos
financieros la pobreza se haya incrementado y el salario
real de los venezolanos haya sufrido, debido a la
inflación, una pérdida promedio del 10% comparado con el
semestre anterior? ¿Y que nada augure una mejoría, sino al
contrario, un deterioro aún mayor de nuestra crisis
económica, ya endémica?
El saldo es
sencillamente aterrador. No sólo desciende nuestra
capacidad productora y nuestro consumo: se derrumba
nuestra infraestructura industrial. Las industrias
estratégicas de Guayana están por los suelos. Han sido
literalmente bombardeadas por la barbarie dominante. La
misma que ha saqueado a la que fuera en ese medio siglo de
única grandeza nacional una empresa modelo de valía
universal: PDVSA. De ser la más importante empresa de
América Latina y una de las más grandes petroleras del
mundo se ha convertido en la cueva de Alí Babá. Rehacer
las industrias de Guayana y nuestra industria petrolera
será una de las tareas insignias de la revolución
democrática que espera por nosotros. Lograr que vuelvan a
ser lo que fueran en tiempos de nuestro histórico medio
siglo de prosperidad, modernidad y progreso, posiblemente
imposible.
Volvemos una vez
más a despertar de las calamidades de nuestros delirios.
En el ocaso de su vida, Bolívar se preguntó por el sentido
de las guerras que protagonizara. Imposible imaginar
condoliéndose de lo mismo a quien parece no tener un ápice
de sentido común. Volvemos a empezar de cero. Más nos
vale. De este régimen no heredaremos más que porquería.
sanchez2000@cantv.net