Los molinos de los
dioses muelen despacio
Homero
La historia,
además de lenta y parsimoniosa, no atiende a consejos ni
recomendaciones. Tampoco espera sentada a que la mesa esté
servida o que se le ofrezca el menú perfecto con los
mejores y más educados comensales. No guarda las
apariencias ni cumple su cometido según manuales de buen
comportamiento. Es, muy por el contrario, volcánica,
transgresora, violenta, irrespetuosa y terriblemente
desconsiderada. Inoportuna y sorprendente. Llega cuando
menos se piensa. Cuando debe irrumpir, irrumpe. Como los
volcanes. Cuando necesita emerger a la superficie lo hace
como las fumarolas, la lava, las avalanchas, los deslaves.
Sin pedirle permiso a nadie. Rompe todos los diques,
sacude todos los cimientos, aplasta todos los ídolos y
derrumba todos los tajamares.
Basta una simple
mirada a los procesos históricos, a los cambios aurorales,
a las transformaciones epocales para comprobarlo. Se acaba
de celebrar el vigésimo aniversario del derrumbe del Muro.
Viví a su lado. Lo vi nacer, crecer y afianzarse hasta
convertirse en un remedo de la Muralla China. No
pretendía, como aquella, servir de contención de la
civilización imperial china a las oleadas de la barbarie,
sino al contrario: impedir el efecto demoledor sobre el
bloque soviético del ejemplo que daban la libertad, la
justicia, la prosperidad, la cultura y la civilización
desde el lado occidental. Hubo de ser levantado en tiempos
de Walther Ulbrich, sátrapa de la Unión Soviética en la
mitad oriental de la Alemania nazi, en medio de la Guerra
Fría. Precisamente en el sector más desarrollado del
bloque soviético, pero incomparablemente menos próspero
que el lado más evolucionado de la Europa capitalista. Si
no se levantaba esa obra oprobiosa, con razón bautizada
como el muro de la vergüenza, no quedaban en la RDA ni los
más empingorotados miembros de la Nomenklatura
estalinista. Había que ser estúpido para no querer vivir
en Occidente. De allí el muro. De allí la dictadura.
Nadie predijo su
caída. Ni en la Unión Soviética ni en Occidente. Y para
que se produjera no fue necesaria otra consigna que la
reunificación de Alemania, mantenida tozuda y
porfiadamente por la Democracia Cristiana alemana, cuando
nadie daba un peso por lo que se consideraba un sueño
imposible y una provocación derechista. La izquierda
alemana jamás apostó un centavo a la reunificación.
Quienes vivíamos en Berlín Occidental – lo hice durante
diez años – jurábamos no sólo que el muro sería eterno
sino que el socialismo ganaría la partida y el mundo sería
marxista leninista o no sería.
Cayó el muro como
cayó la dictadura del general Pinochet. Por las mismas
razones: la historia había dicho basta y esperaba
agazapada por la ocasión perfecta para que los propios
chilenos, como los berlineses con sus propias manos,
derribaran el muro de la opresión. Que ya se había hecho
inútil y estorbaba el desarrollo que apremiaba en las
profundidades del subsuelo social y económico, histórico
chileno. Ni uno ni otro acontecimiento siguieron
ordenanzas perfectas del gusto de los impertinentes e
inútiles perfeccionistas: un proyecto de país impreso en
letras de molde, una oposición perfecta, el futuro pintado
en technicolor sobre el mural de los medios de
comunicación, la alternativa impoluta. Como tampoco lo
hicieron los venezolanos el 23 de enero de 1958, cuando ni
Rómulo Betancourt, ni Jóvito Villalba ni Rafael Caldera
tenían en sus bolsillos la llave maestra del cambio
democrático. Fueron despertados por los acontecimientos,
mientras dormían el azaroso sueño del destierro.
Chávez está
acabado. Su régimen agotó las posibilidades, desperdició
la histórica ocasión de un auténtico cambio en Venezuela.
Que no puede ser otro que un cambio hacia el desarrollo,
la modernidad, la globalización, la excelencia. Nadie se
lo impidió sino su propia ignorancia, su estulticia, su
brutalidad, su miopía. La menuda y desmesurada ambición
cuartelera le jugó una mala pasada. La historia le puso en
bandeja de oro la posibilidad de ser el gran estadista que
acompañara los designios históricos que derribaran los
presupuestos de la Cuarta República y que muchos creyeron
verlos representados en su cruzada. Si en vez de emplear
los novecientos cincuenta mil millones de dólares en
convertir el país en un burdel los hubiera invertido en
las transformaciones requeridas, el pueblo lo hubiera
montado en el más alto pedestal de su historia. Y hoy, en
lugar de ser el hazmerreír de los mejores sería el
envidiado estadista del siglo XXI. Como sucede en tantas
desgraciadas ocasiones: fue el mensajero equivocado para
un mensaje correcto.
No caerá porque a
algún secretario general se le ocurra darles en el gusto a
los desconocidos de siempre, editando el manual del futuro
con un bello proyecto país y se saque de la manga a la
oposición perfecta o al héroe impoluto de la jornada. Si
bien es cierto que a quien madruga, Dios ayuda. Aunque no
caerá porque lo proclamemos a gritos. Caerá porque se le
desmoronaron los pies de barro. Cuando los molinos de los
dioses hayan cumplido su faena. Ya la culminan. Sobrarán
los preparados para la circunstancia. La historia no
espera. Escríbanlo.
sanchez2000@cantv.net