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En su impecable biografía sobre Adolfo Hitler,
el historiador alemán Joachim Fest describe una de sus
características más resaltantes: “Hitler tenía siempre
ante sus ojos, y en todo momento, el objetivo que se
proponía alcanzar: reunir en sus manos todo el poder. El
Führer conocía la táctica que debía emplear: aquella
práctica legalista modificada por los sentimientos de
miedo e inseguridad, y que con tanto éxito había
experimentado en los años anteriores”.
Los ingredientes de esta estrategia de poder –
dividir, sembrar el miedo, desconcertar permanentemente y
criminalizar al adversario, no detenerse ante ninguna
consideración, poner en práctica la inescrupulosidad más
aterradora y servirse de la inmoralidad, la corrupción y
la criminalidad como fundamentos del accionar político
para copar las instituciones y travestirse con un manto de
legalidad – son clásicos desde entonces. Varía la
circunstancia: permanecen los métodos. Han sido el
abecedario de todos los déspotas latinoamericanos habidos
y por haber, desde Juan Domingo Perón hasta Hugo Chávez.
Basta ponerlos al trasluz de sus acciones para ver que se
calcan unos a otros como modelos de un mismo sastre. En el
principio fue Hitler.
Castro, el primero en América Latina en
llevarlos a su máxima expresión, los estudió, los
internalizó y los convirtió en modus vivendi. Mientras
estudiaba en la Universidad de La Habana hizo de la
lectura de Mein Kampf biblia de su accionar futuro y
decidió aún adolescente copiar el modelo hasta en sus más
mínimos detalles. Su impotencia ante Rómulo Betancourt,
que lo midió de una pieza y a primera vista, ha ido
incubando un odio delirante contra la democracia y los
demócratas venezolanos. Como por cierto frente a los
chilenos, como lo demostrara con su comportamiento
canallesco y gangsteril frente a la ingenua Michelle
Bachelet.
De ese molde es el déspota venezolano. Dejado
a su suerte y entregado el país a su libre arbitrio, nos
espera la misma tragedia que enlutara a la sociedad cubana
durante cincuenta años. Y peor aún: pues Cuba no contó más
que con la megalomanía colosal del caballo. Venezuela
dispone de la principal riqueza energética de occidente y
en cantidades suficientes como para abastecer a medio
mundo. Y por si con el petróleo no fuera suficiente,
cuenta con uranio, oro y diamantes en cantidades
suficientes como para permitirle a Irán montar sus bombas
nucleares para arrasar con Israel.
Es el inmenso, el gigantesco peligro que se
cierne sobre Venezuela y la región. Titubear frente al
tirano y minimizar su capacidad destructiva puede
costarnos inmensamente caro. Diez años nos ha costado el
colaboracionismo de los sectores democráticos que se
niegan a reconocer su peligrosidad y han evitado hasta hoy
enfrentarlo de frente. E insisten en considerarlo nada más
que un bravucón incapaz de hacer un buen gobierno. Es hora
de que despertemos. Chávez es el criminal político más
peligroso que haya parido Venezuela. Y uno de los más
siniestros de la región. Por su maldad, por su astucia y
por su inescrupulosidad. Y por los medios de los que se ha
apoderado. Que la oposición se niegue a reconocerlo es la
clave de su éxito.
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Ni la inseguridad, ni el derroche ni la
corrupción desatada que ensombrecen esta década siniestra
son productos de la improvisación o del azar. Forman parte
constitutiva de un estilo, de un modelo, de un proyecto
estratégico. Ningún gobierno permitió la cantidad
exorbitante de homicidios que el gobierno de Hugo Chávez
ha tolerado. Pero aún: es el único gobierno de nuestra
historia que ha incorporado el hamponato barriobajero a la
política. Ni La Piedrita, ni los Tupamaros, ni Lina Ron,
ni los asesinos de Puente Llaguno son accesorios.
Constituyen la médula del chavismo. Como la militarización
de todas las esferas de la vida pública. Y el saqueo
compartido de nuestras riquezas. Salvo este último
ingrediente, todos los otros están presentes en el
pistolerismo castrista. De allí la prevención con que
Castro le recomendaría cautela frente a la criminalidad
nacional. “Cuidado” – le habría dicho en presencia de dos
ex colaboradores – “no te tires contra el hampa. Podrías
necesitarlos en algún momento como tus aliados”. Lo han
sido.
Tampoco ha sido casual la sistemática
destrucción del aparato productivo nacional. El modelo
despótico que fundamenta y estructura al chavismo requiere
de la miseria generalizada como del humus para su propia
sobrevivencia. De allí la liquidación de la industria
agroalimentaria nacional y la conversación de nuestra
economía en una economía de puertos. Mientras hubo
ingresos extraordinarios, el país disfrutó de una aparente
bonanza. En realidad esa bonanza era ficticia. Una
práctica de adormecimiento. No es por azar que se evapora
la mayor riqueza monetaria jamás vista en Venezuela.
Haberla invertido en generar riqueza, desarrollar
infraestructura y permitir una prosperidad real hubiera
terminado por voltearse en contra del proyecto totalitario
que alimenta la locura febril de Hugo Chávez. A Chávez la
economía le interesa un rábano. Lo suyo es el dominio
político de una sociedad reducida a la menesterosidad.
De allí que la crisis económica y social que
se avecina le sirvan la perfecta coartada para hundirnos
aún más en la miseria, convertirnos en mendicantes y luego
de aprovecharse de la riqueza privada – que expropiará sin
que le tiemble un dedo si nadie se le opone – concentrar
absolutamente todo el poder y toda la riqueza en el Estado
y todo el Estado en sus manos.
Ese es el socialismo del siglo XXI: arruinar a
una nación materialmente rica para convertirla en carne de
cañón de la ambición sin límites ni medidas de un
militarote delirante. Se acabaron los fastuosos ingresos
petroleros, se acabaron las divisas, se estrangularon las
importaciones. Más razones para reconcentrar el poco
sobrante en manos del Estado todopoderoso y ofrecerle los
mendrugos a la libre mendicidad de un pueblo esclavo. Es
el modelo ruso. Ha sido el modelo cubano. Chávez pretende
que se convierta en el modelo venezolano.
¿Lo aceptaremos?
3
Se acabó la primavera del chavismo. La brutal
caída de los precios del petróleo coincide con signos
alarmantes de desaceleración económica, caída del PIB,
inflación y sequía de reservas. Si todos esos síntomas de
estanflación, como la califica José Guerra, se
manifestaron en momentos de los mayores ingresos ya en el
cuarto trimestre del 2008, lo que nos espera a partir de
ahora, cuando se recibe parte de la venta de petróleo a un
promedio de entre $25 y $30, mientras otra debe entregarse
a cambio de nada, pues ya fue pagado por los chinos en
adelanto y devorado por la voracidad del caudillo, es
simplemente aterrador. Todos los economistas y analistas
sociales coinciden en pronosticar un escenario pavoroso.
Nadie que tuviera dos dedos de frente lo
ignoraba. Por supuesto que Chávez también lo sabía. Le
importó un rábano. Porque desprecia al país y sólo lo
aprecia como el terreno para su delirio de poder. Mientras
contó con ingresos, los usó para blindar su poder y
prepararse para el desierto de las vacas flacas. Ya
comenzamos la travesía. Viene, por lo tanto, la fase que
le corresponde: hacer tabula rasa de la economía privada,
aniquilar los restos de democracia que sobreviven y
echarnos al matadero del comunismo castrista: represión,
miseria y racionamiento.
Que se bajen de esa nube quienes sólo apuestan
a los próximos procesos electorales. No los permitirá. Y
si los permite, desguasará el poco poder que se conquiste
a través de ellos. Como ya lo pretende con alcaldías y
gobernaciones. Como lo hace con encarnizamiento y alevosía
contra Antonio Ledezma, pues lo sabe su más relevante
contrafigura. Y no trepidemos en decirlo: si pudiera
librarse no sólo de los cargos sino de sus detentores, no
le temblaría el pulso en darle la orden a sus esbirros.
Pinochet, a su lado, es un niño de pecho. La tentación de
pasar a mayores y tirar la careta de caudillo democrático
por los suelos, mostrando la ferocidad del genocida que
anida en su pecho, le debe estar quemando los dedos.
Juega a estirar la cuerda ante la apatía, la
indiferencia, el desconcierto o la comodidad de la
oposición. Pero es, en el fondo, un tahúr. Si se le
enfrenta, corre a postrarse ante el cardenal de turno. Es
lo hora de responderle no sólo con el lenguaje que se
merece, sino con acciones concretas. La primera de ellas;
la unión de todos los sectores que apuestan al fin del
chavismo y al restablecimiento de la democracia. Y cuando
digo de todos los sectores, me refiero a todos los
sectores. Sin exclusión ninguna.
Nadie debe quedar al margen de la unidad
patriótica y libertaria que el momento reclama. Recordemos
a la Junta Patriótica que empujó a la caída de Pérez
Jiménez. Se requiere una unidad de esa naturaleza:
mostrarle al país los rostros de quienes están en perfecta
capacidad de gobernarlo hacia la libertad, la justicia y
la prosperidad.
Llegó la hora de la verdad.