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Verdades y falacias de Cuba, la trágica
por Antonio Sánchez García  
domingo, 11 enero 2009


A Pablo Milanés

 

"Este enero la difunta cumple un nuevo aniversario, habrá flores, vivas y canciones, pero nada logrará sacarla del panteón, hacerla volver a la vida. Déjenla descansar en paz y comencemos pronto un nuevo ciclo: más breve. Menos altisonante, más libre".

 

Yoani Sánchez, La Habana

 

 

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            Puede que ningún proceso político haya contado en toda la historia de América Latina con mejores auspicios y mayor respaldo espiritual  que la revolución cubana. Nunca un acontecimiento político había contado con un apoyo tan masivo y generoso por parte de nuestros mejores intelectuales, nuestros mejores artistas, nuestros mejores académicos y hombres de letras. Cineastas, pintores, escultores, novelistas, historiadores, filósofos, periodistas e incluso sacerdotes de las distintas iglesias de América Latina y de Europa, personalidades de África, Asia y para inmensa sorpresa incluso de Norteamérica corrieron a declararle su respaldo a la revolución cubana. Emblemática la presencia de Jean Paul Sartre y de Simone de Beauvoir, los mandarines de la cultura europea, en la Cuba castrista de los comienzos revolucionarios. Sería mezquino desconocer que tal respaldo se sustentaba en razones aparentes más que suficientes: heroicidad, desprendimiento, entereza, sacrificio y un voluntarismo preñado de inteligencia y lucidez por parte de sus protagonistas hicieron de la gesta revolucionaria cubana un acontecimiento histórico único, ejemplar, paradigmático. Un capítulo inicial de nuestra segunda independencia. Travestido de suficientes elementos románticos e idealistas como para movilizar los mejores sentimientos en quienes, desde los comienzos de la cultura occidental y judeocristiana, apuestan a la bondad contra la maldad, a la generosidad contra el egoísmo, a la grandeza contra la mezquindad. A la libertad y al igualitarismo contra el sometimiento y la segregación. Parecía cumplirse a plenitud el anhelo de ver triunfar una causa bella y justa en pleno siglo XX, cuando ya se perfilaban el fracaso y la miseria de los socialismos reales. Algo difícil de creer.

 

            El tiempo se encargó de demostrar a poco andar que tal conjugación de elementos admirables obedecía más al insólito talento de su máximo líder para mistificar, manipular, embellecer y torcer la verdad de los hechos tras las bambalinas de su genialidad mediática que al auténtico decurso de los sucesos. Antes que enfrentar una todopoderosa dictadura dotada de todos los elementos del poderío bélico, los guerrilleros cubanos se enfrentaron a un ejército corrompido y desmoralizado. Antes que librar una auténtica guerra entre dos enemigos mortales, la cubana fue una sucesión de miserables escaramuzas entre unos soldados en desbandada – comprados sus generales con el respaldo financiero de los Estados Unidos – y unos aventureros carentes de toda auténtica ideología revolucionaria. En su gran mayoría, soldadesca al servicio de la desaforada ambición de un pistolero inescrupuloso y temible, que supo usurpar un movimiento auténticamente liberador pero profundamente democrático, como el que libró las más importantes batallas, preñadas de sacrificios,  en la clandestinidad de las ciudades. Antes que a la lucha de un pueblo contra un Poder omnímodo, la caída de Batista obedeció al desmoronamiento de un sistema de dominación podrido y al asalto de un golpista profesional carente de los más elementales principios y dispuesto a recurrir a los métodos más ruines y abyectos para entronizarse en el Poder. No todo lo que brillaba era oro: también en la Cuba revolucionaria se cocían habas.

 

            De eso se supo y en abundancia desde mediados de los sesenta y particularmente desde comienzos de los 70's, cuando el caso Padilla le reventara en el rostro a la intelligentzia revolucionaria mundial. La ominosa autocrítica del poeta, escenificada en el más estricto remake de los juicios de Moscú coincidió con el inmediato alineamiento del gobierno cubano con las tropas soviéticas que invadían Praga para aplastar a sangre y fuego la revolución primaveral liderada por Dubcek. Cuba era un caso más de dictadura comunista. Hubert Matos y otros revolucionarios encarcelados en las mazmorras castristas a pocos meses del asalto al Poder eran una prueba escandalosa del maquiavelismo castrista, así el progresismo mundial se hiciera el desentendido. Nada nuevo bajo el sol.

 

2

 

            Ya incluso antes del brutal aplastamiento de la primavera de Praga por parte de las tropas del Pacto de Varsovia y la decisión de Fidel Castro por respaldar la brutal intervención soviética habíamos comenzado a recibir signos desalentadores del auténtico significado del régimen revolucionario cubano y su naturaleza tan burocrática, policial y represiva como cualquiera de los regímenes del bloque socialista. Las voces críticas de algunos intelectuales amigos que, como yo, vivían en Berlín Occidental, no podían ser más alarmantes. Recuerdo en particular la feroz andanada contra la naturaleza dictatorial del liderazgo de Castro que me expusiera Hans Magnus Enzensberger luego de su más reciente viaje a la isla como miembro del jurado del Concurso Casa de Las Américas, imposible de ser rebatida desde la óptica libertaria y anti stalinista que caracterizara entonces al movimiento estudiantil berlinés, del que yo era un muy activo militante. Para Enzensberger, como para otros intelectuales alemanes de izquierda, la cubana ya era a fines de los sesenta una dictadura tan dictatorial como cualquiera de las grises y tenebrosas propias del bloque soviético. El encantamiento inicial, fortalecido por las luchas de Vietnam contra los Estados Unidos, parecía estar llegando a su fin. Y eso que "la revolución" no cumplía aún sus primeros diez años de vida.

 

            Cuando reventó el caso Padilla, el divorcio fue total. Fieles en su respaldo a Castro y al castrismo – que no a la revolución cubana, ya abiertamente traicionada y metamorfoseada en una dictadura latinoamericana de nuevo cuño, así se declarara socialista,  anti norteamericana y anticapitalista, pero sobre todo nacionalista y caudillesca – sólo permanecieron los clásicos compañeros de ruta de la izquierda latinoamericana y mundial: comunistas, guevaristas, castristas e intelectuales de una izquierda genérica incapaz de distinguir entre el marxismo liberador - si es que lo ha sido - y el estalinismo soviético, como Benedetti, García Márquez, Galeano y esa pléyade de políticos e intelectuales comprometidos material y afectivamente con el régimen castrista. Los más importantes de entre los intelectuales progresistas latinoamericanos, desde Octavio Paz hasta Carlos Fuentes y desde Jorge Edwards hasta Ernesto Sábato, desde Mario Vargas Llosa hasta Juan Rulfo, entre muchos otros, se distanciaron del régimen cubano desde entonces y para siempre. La pregunta acerca de la naturaleza liberadora de las revoluciones y su extraña y nunca aclarada conversión en regímenes dictatoriales, opresivos y reaccionarios, que alimentara en su momento las críticas del trotskismo al estalinismo soviético, no fue jamás contestada. Ese tránsito desde regímenes de excepción caracterizados por la presencia avasallante y arrolladora de masas emancipadas, creativas y espontáneas, a sistemas de dominación policíacos, opresivos y burocráticos al mando de un caudillo todopoderoso quedó oculto y solapado en el caso cubano por la presencia del lider que tanto dirigió la insurgencia como administró el régimen carcelario en que devino. Castro, la perfecta simbiosis entre el insurgente y el represor. El puente perfecto entre la liberación y la esclavitud del pueblo cubano.

 

            Todo un sistema de significantes, una arquitectura de conceptos y enmascaramientos, de engaños y refracciones sirvió a la estafa: Fidel Castro pasaba aparentemente sin mayores hiatos de guerrillero heroico a Jefe de Gobierno con paloma en sus hombros, y de Secretario General del Partido Comunista a comandante supremo de las Fuerzas Armadas, machete en mano. La revolución se había esfumado en pocos años tras la mampara de hierro del castrismo soviético: dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada. O sometimiento total o aniquilación absoluta. La clásica receta totalitaria, no importa si hitleriana, fascista o castrista. ¿Cincuenta años de revolución? No llegó a cumplir diez años y ya había desaparecido tras un  detallado catálogo de horrores, presos políticos, confesiones, desterrados y hambrientos. Lo que ha cumplido cincuenta años es el régimen castrista, no la revolución cubana. Llamemos a las cosas por su nombre.

 

3

 

            No es el pueblo cubano el responsable por la supervivencia cincuentenaria del castrismo: es Castro y su régimen policíaco. Verdadero flautista de Hamelin, ha atesorado todos los emblemas, todas las imágenes, todo los recursos de sus fabulas y sus ditirambos con los que ha montado el monumental tarantín de su mitología para llevar a su pueblo a los máximos extremos del heroísmo y la incuria, de la apatía y la atrofia; del sacrificio y el renunciamiento. En el más hitleriano de los estilos. Sin darle nada a cambio que no fueran las fruslerías de una falsa identidad, la tenebrosa apología de si mismo y la amenaza perenne del castigo patriarcal y castrador del pater familias ante el menor atisbo de deslealtad al compromiso mesiánico. Sobre ese escenario ha desplegado sus fabulosos atributos de manipulador político: ha apretado las tuercas del hambre hasta la indigencia y ha aflojado los pernos de la gloria según la circunstancia política. Ha reprimido a fondo y ha liberalizado según la partitura de su sapiencia. Cazurro, habilidoso, mañoso y aterrador, tramposo, terrorista y conciliador. Ambicioso hasta extremos siderales, tozudo e inescrupuloso como la maquiavélica naturaleza que corporizó desde niño mejor que nadie. Todo a la vez, puesto en acción según el orden del tiempo: líder, vanguardia, caudillo, patrono, brujo, chamán, guerrero, pastor,  chantajista, adulador, castrador, mito de su propia mitomanía.

 

            Hitleriano hasta la médula, ha logrado el prodigio de su supervivencia mediante un extraño mecanismo de doblaje psicológico internalizado en las depauperadas masas cubanas según la economía política de la miseria: Fidel es el revolucionario; Castro el Estado. Fidel, el amigo; Castro, el vengador. Fidel, el nombre, carga consigo el recuerdo inalterado de una revolución amistosa y solidaria que fue y a la que nadie o casi nadie le niega sus virtudes. Castro, el apellido, la marca de fábrica del más represivo de los regímenes jamás montados en América Latina. Un régimen esencial, medularmente fascista construido sobre las glorias efímeras de un auténtico despertar revolucionario. Castro ha vivido de Fidel durante más de cuarenta años. Fidel ha decorado las páginas ominosas de Castro para desventura de un pueblo consumido por una  tragedia.

 

            Fidel – el revolucionario - ha muerto, desde luego. Castro – el dictador -sobrevive apegado a una vejiga artificial. Una farsa del primero y triste remedo del segundo logra el prodigio de revivirlos en Venezuela, a la sombra de una democracia decadente que olvidó y traicionó sus orígenes. Puede que un extraño paralelismo acompañe nuestros destinos. Y así como la revolución cubana nació al aire de la liberación venezolana, muera ahora y reviva democráticamente al fragor del renacimiento de nuestra postergada revolución democrática. Una trágica, una triste historia que espera por un final feliz.

 

sanchez2000@cantv.net

 
 

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