A Pablo Milanés
"Este enero la difunta
cumple un nuevo aniversario, habrá flores, vivas y
canciones, pero nada logrará sacarla del panteón, hacerla
volver a la vida. Déjenla descansar en paz y comencemos
pronto un nuevo ciclo: más breve. Menos altisonante, más
libre".
Yoani Sánchez, La Habana
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Puede que
ningún proceso político haya contado en toda la historia
de América Latina con mejores auspicios y mayor respaldo
espiritual que la revolución cubana. Nunca un
acontecimiento político había contado con un apoyo tan
masivo y generoso por parte de nuestros mejores
intelectuales, nuestros mejores artistas, nuestros mejores
académicos y hombres de letras. Cineastas, pintores,
escultores, novelistas, historiadores, filósofos,
periodistas e incluso sacerdotes de las distintas iglesias
de América Latina y de Europa, personalidades de África,
Asia y para inmensa sorpresa incluso de Norteamérica
corrieron a declararle su respaldo a la revolución cubana.
Emblemática la presencia de Jean Paul Sartre y de Simone
de Beauvoir, los mandarines de la cultura europea, en la
Cuba castrista de los comienzos revolucionarios. Sería
mezquino desconocer que tal respaldo se sustentaba en
razones aparentes más que suficientes: heroicidad,
desprendimiento, entereza, sacrificio y un voluntarismo
preñado de inteligencia y lucidez por parte de sus
protagonistas hicieron de la gesta revolucionaria cubana
un acontecimiento histórico único, ejemplar,
paradigmático. Un capítulo inicial de nuestra segunda
independencia. Travestido de suficientes elementos
románticos e idealistas como para movilizar los mejores
sentimientos en quienes, desde los comienzos de la cultura
occidental y judeocristiana, apuestan a la bondad contra
la maldad, a la generosidad contra el egoísmo, a la
grandeza contra la mezquindad. A la libertad y al
igualitarismo contra el sometimiento y la segregación.
Parecía cumplirse a plenitud el anhelo de ver triunfar una
causa bella y justa en pleno siglo XX, cuando ya se
perfilaban el fracaso y la miseria de los socialismos
reales. Algo difícil de creer.
El tiempo se
encargó de demostrar a poco andar que tal conjugación de
elementos admirables obedecía más al insólito talento de
su máximo líder para mistificar, manipular, embellecer y
torcer la verdad de los hechos tras las bambalinas de su
genialidad mediática que al auténtico decurso de los
sucesos. Antes que enfrentar una todopoderosa dictadura
dotada de todos los elementos del poderío bélico, los
guerrilleros cubanos se enfrentaron a un ejército
corrompido y desmoralizado. Antes que librar una auténtica
guerra entre dos enemigos mortales, la cubana fue una
sucesión de miserables escaramuzas entre unos soldados en
desbandada – comprados sus generales con el respaldo
financiero de los Estados Unidos – y unos aventureros
carentes de toda auténtica ideología revolucionaria. En su
gran mayoría, soldadesca al servicio de la desaforada
ambición de un pistolero inescrupuloso y temible, que supo
usurpar un movimiento auténticamente liberador pero
profundamente democrático, como el que libró las más
importantes batallas, preñadas de sacrificios, en la
clandestinidad de las ciudades. Antes que a la lucha de un
pueblo contra un Poder omnímodo, la caída de Batista
obedeció al desmoronamiento de un sistema de dominación
podrido y al asalto de un golpista profesional carente de
los más elementales principios y dispuesto a recurrir a
los métodos más ruines y abyectos para entronizarse en el
Poder. No todo lo que brillaba era oro: también en la Cuba
revolucionaria se cocían habas.
De eso se supo y
en abundancia desde mediados de los sesenta y
particularmente desde comienzos de los 70's, cuando el
caso Padilla le reventara en el rostro a la intelligentzia
revolucionaria mundial. La ominosa autocrítica del poeta,
escenificada en el más estricto remake de los juicios de
Moscú coincidió con el inmediato alineamiento del gobierno
cubano con las tropas soviéticas que invadían Praga para
aplastar a sangre y fuego la revolución primaveral
liderada por Dubcek. Cuba era un caso más de dictadura
comunista. Hubert Matos y otros revolucionarios
encarcelados en las mazmorras castristas a pocos meses del
asalto al Poder eran una prueba escandalosa del
maquiavelismo castrista, así el progresismo mundial se
hiciera el desentendido. Nada nuevo bajo el sol.
2
Ya incluso antes
del brutal aplastamiento de la primavera de Praga por
parte de las tropas del Pacto de Varsovia y la decisión de
Fidel Castro por respaldar la brutal intervención
soviética habíamos comenzado a recibir signos
desalentadores del auténtico significado del régimen
revolucionario cubano y su naturaleza tan burocrática,
policial y represiva como cualquiera de los regímenes del
bloque socialista. Las voces críticas de algunos
intelectuales amigos que, como yo, vivían en Berlín
Occidental, no podían ser más alarmantes. Recuerdo en
particular la feroz andanada contra la naturaleza
dictatorial del liderazgo de Castro que me expusiera Hans
Magnus Enzensberger luego de su más reciente viaje a la
isla como miembro del jurado del Concurso Casa de Las
Américas, imposible de ser rebatida desde la óptica
libertaria y anti stalinista que caracterizara entonces al
movimiento estudiantil berlinés, del que yo era un muy
activo militante. Para Enzensberger, como para otros
intelectuales alemanes de izquierda, la cubana ya era a
fines de los sesenta una dictadura tan dictatorial como
cualquiera de las grises y tenebrosas propias del bloque
soviético. El encantamiento inicial, fortalecido por las
luchas de Vietnam contra los Estados Unidos, parecía estar
llegando a su fin. Y eso que "la revolución" no cumplía
aún sus primeros diez años de vida.
Cuando reventó el
caso Padilla, el divorcio fue total. Fieles en su respaldo
a Castro y al castrismo – que no a la revolución cubana,
ya abiertamente traicionada y metamorfoseada en una
dictadura latinoamericana de nuevo cuño, así se declarara
socialista, anti norteamericana y anticapitalista, pero
sobre todo nacionalista y caudillesca – sólo permanecieron
los clásicos compañeros de ruta de la izquierda
latinoamericana y mundial: comunistas, guevaristas,
castristas e intelectuales de una izquierda genérica
incapaz de distinguir entre el marxismo liberador - si es
que lo ha sido - y el estalinismo soviético, como
Benedetti, García Márquez, Galeano y esa pléyade de
políticos e intelectuales comprometidos material y
afectivamente con el régimen castrista. Los más
importantes de entre los intelectuales progresistas
latinoamericanos, desde Octavio Paz hasta Carlos Fuentes y
desde Jorge Edwards hasta Ernesto Sábato, desde Mario
Vargas Llosa hasta Juan Rulfo, entre muchos otros, se
distanciaron del régimen cubano desde entonces y para
siempre. La pregunta acerca de la naturaleza liberadora de
las revoluciones y su extraña y nunca aclarada conversión
en regímenes dictatoriales, opresivos y reaccionarios, que
alimentara en su momento las críticas del trotskismo al
estalinismo soviético, no fue jamás contestada. Ese
tránsito desde regímenes de excepción caracterizados por
la presencia avasallante y arrolladora de masas
emancipadas, creativas y espontáneas, a sistemas de
dominación policíacos, opresivos y burocráticos al mando
de un caudillo todopoderoso quedó oculto y solapado en el
caso cubano por la presencia del lider que tanto dirigió
la insurgencia como administró el régimen carcelario en
que devino. Castro, la perfecta simbiosis entre el
insurgente y el represor. El puente perfecto entre la
liberación y la esclavitud del pueblo cubano.
Todo un sistema de
significantes, una arquitectura de conceptos y
enmascaramientos, de engaños y refracciones sirvió a la
estafa: Fidel Castro pasaba aparentemente sin mayores
hiatos de guerrillero heroico a Jefe de Gobierno con
paloma en sus hombros, y de Secretario General del Partido
Comunista a comandante supremo de las Fuerzas Armadas,
machete en mano. La revolución se había esfumado en pocos
años tras la mampara de hierro del castrismo soviético:
dentro de la revolución todo, fuera de la revolución
nada. O sometimiento total o aniquilación
absoluta. La clásica receta totalitaria, no importa si
hitleriana, fascista o castrista. ¿Cincuenta años de
revolución? No llegó a cumplir diez años y ya había
desaparecido tras un detallado catálogo de horrores,
presos políticos, confesiones, desterrados y hambrientos.
Lo que ha cumplido cincuenta años es el régimen castrista,
no la revolución cubana. Llamemos a las cosas por su
nombre.
3
No es el pueblo
cubano el responsable por la supervivencia cincuentenaria
del castrismo: es Castro y su régimen policíaco. Verdadero
flautista de Hamelin, ha atesorado todos los emblemas,
todas las imágenes, todo los recursos de sus fabulas y sus
ditirambos con los que ha montado el monumental tarantín
de su mitología para llevar a su pueblo a los máximos
extremos del heroísmo y la incuria, de la apatía y la
atrofia; del sacrificio y el renunciamiento. En el más
hitleriano de los estilos. Sin darle nada a cambio que no
fueran las fruslerías de una falsa identidad, la tenebrosa
apología de si mismo y la amenaza perenne del castigo
patriarcal y castrador del pater familias ante el menor
atisbo de deslealtad al compromiso mesiánico. Sobre ese
escenario ha desplegado sus fabulosos atributos de
manipulador político: ha apretado las tuercas del hambre
hasta la indigencia y ha aflojado los pernos de la gloria
según la circunstancia política. Ha reprimido a fondo y ha
liberalizado según la partitura de su sapiencia. Cazurro,
habilidoso, mañoso y aterrador, tramposo, terrorista y
conciliador. Ambicioso hasta extremos siderales, tozudo e
inescrupuloso como la maquiavélica naturaleza que
corporizó desde niño mejor que nadie. Todo a la vez,
puesto en acción según el orden del tiempo: líder,
vanguardia, caudillo, patrono, brujo, chamán, guerrero,
pastor, chantajista, adulador, castrador, mito de su
propia mitomanía.
Hitleriano hasta
la médula, ha logrado el prodigio de su supervivencia
mediante un extraño mecanismo de doblaje psicológico
internalizado en las depauperadas masas cubanas según la
economía política de la miseria: Fidel es el
revolucionario; Castro el Estado. Fidel, el amigo; Castro,
el vengador. Fidel, el nombre, carga consigo el recuerdo
inalterado de una revolución amistosa y solidaria que fue
y a la que nadie o casi nadie le niega sus virtudes.
Castro, el apellido, la marca de fábrica del más represivo
de los regímenes jamás montados en América Latina. Un
régimen esencial, medularmente fascista construido sobre
las glorias efímeras de un auténtico despertar
revolucionario. Castro ha vivido de Fidel durante más de
cuarenta años. Fidel ha decorado las páginas ominosas de
Castro para desventura de un pueblo consumido por una
tragedia.
Fidel – el
revolucionario - ha muerto, desde luego. Castro – el
dictador -sobrevive apegado a una vejiga artificial. Una
farsa del primero y triste remedo del segundo logra el
prodigio de revivirlos en Venezuela, a la sombra de una
democracia decadente que olvidó y traicionó sus orígenes.
Puede que un extraño paralelismo acompañe nuestros
destinos. Y así como la revolución cubana nació al aire de
la liberación venezolana, muera ahora y reviva
democráticamente al fragor del renacimiento de nuestra
postergada revolución democrática. Una trágica, una triste
historia que espera por un final feliz.
sanchez2000@cantv.net