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Independientemente
de lo que haga o no haga la oposición, cuyo proyecto
estratégico y su línea de acción es harina de otro costal,
la dinámica histórica - que decide de los acontecimientos
de los hombres y el desarrollo de sus procesos - ya ha
echado a andar sus engranajes. El curso inevitable del
proceso político que conduce, como único y omnímodo
capitán el teniente coronel Hugo Chávez, indica que ha
fracasado en todas o en casi todas sus instancias. La más
importante de ellas, que era hacerse con el Poder total y
establecer el marco socio político y jurídico para un
régimen despótico, autocrático y vitalicio – siguiendo los
parámetros castristas – puede darse por definitivamente
cancelada. Incluso si valiéndose de todas sus malas artes
lograra la victoria aparente en el próximo referéndum de
febrero, impuesto a redropelo de la voluntad popular por
el voluntarismo suicida del teniente coronel. La
revolución bolivariana está muerta, si es que alguna vez
tuvo más vida que en los discursos majaderos, odiosos,
reiterativos y altisonantes del comandante en jefe. Si lo
que define a una auténtica revolución es la participación
creativa de las masas y el trastrocamiento del orden
político, jurídico, institucional y económico del
establecimiento, luego de diez años de más y peor de lo
mismo que se pretendió erradicar, la realidad es patética:
este gobierno ha profundizado las taras, vicios y
corruptelas de los anteriores. Ha sido un gobierno
muchísimo más autoritario, más corrompido, más ladrón y
más injusto que todos los habidos anteriormente, incluido
el del general Juan Vicente Gómez, lo que es mucho decir.
Lo que queda es lo que fue
desde un comienzo: un pésimo gobierno, amparado y
sostenido por el carismático y demagógico delirio del
caudillo, el fanatismo de los sectores más retrasados y
desamparados de nuestra sociedad, altísimos recursos
financieros y una derrengada oposición carente de ideas y
liderazgo. Bastaba que la seducción llegara a su fin
desconcertando a los más recalcitrantes de sus fieles, los
artificiales precios del petróleo comenzaran a hacer agua
y la oposición a adquirir una mínima experiencia en el
manejo de los asuntos políticos frente a este inédito
asalto a las instituciones, para que se trancara el
engranaje bolivariano. Es lo que define esta situación:
Chávez y su revolución se han estancado en el pantanal de
su inoperancia. Agoniza en medio de un pavoroso balance.
Mientras la oposición gana espacios casi por el curso de
la fuerza gravitatoria de los hechos. Esta sube, mientras
aquel se desbarranca. Ese es el escenario que se abre ante
nosotros a partir de enero del 2009.
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Hasta
ahora, a la oposición la favorece, sin que haya
hecho mayores esfuerzos por unirse y dotarse de una
jefatura única, el inmenso poderío de la Hegemonía
Democrática, asentada en la sociedad civil a partir del
esfuerzo de la generación del 28, la lucha contra la
dictadura de Gómez y la década post-gomecista, los tres
años de gobierno octubrista y los cuarenta del Pacto de
Punto Fijo. Así como la fortaleza del sistema
socio-económico capitalista heredado de nuestra tradición
republicana, profundamente afincado en los intereses
individuales y colectivos del venezolano. El eje de esa
hegemonía radica en las ideas y creencias de una cultura
católica, de libre mercado, individualista, libertaria,
democrática e igualitaria. Que ha asimilado sin hiatos ni
grandes contradicciones nuestros componentes
multirraciales, multiculturales y multiétnicos. Incluso
multinacionales, asentados en una fuerte inmigración
europea y latinoamericana. Una sociedad que supo
aprovechar la eclosión petrolera para salir del marasmo,
modernizarse a pasos agigantados, permitir una
sorprendente movilidad social y dotarse de la mejor de las
democracias de la región. Cuando América Latina y las
señeras democracias del Cono Sur se vieran ensangrentadas
por el oprobio de terribles dictaduras militares,
Venezuela fue luz y faro, consuelo y refugio para cientos
de miles de desterrados de Chile, de Argentina, de
Uruguay. Y centro de atracción para la emigración de los
países vecinos, quienes, como Colombia, Ecuador y
Centroamérica drenaron gran parte de sus presiones
sociales gracias a la generosa acogida de los demócratas
venezolanos. Un auxilio que los países de la región les
deben fundamentalmente a Acción Democrática y a COPEI, así
muchos de quienes fueran sus beneficiados olviden hoy en
elemental gesto de agradecimiento su respaldo a la lucha
de los demócratas venezolanos contra el asalto fascista a
nuestras instituciones.
Es esa cultura
múltiple y compleja, pero perfectamente metabolizada en la
nacionalidad, la que ha reaccionado casi espontáneamente
contra el asalto final del castro-chavismo a las
instituciones: la ilegal expropiación de RCTV, la reforma
constitucional, el quiebre del mercado, la propiedad
privada y la libre iniciativa. Esos valores han sido más
poderosos que el otro gran ingrediente de la hegemonía
puntofijista: el clientelismo y el populismo estatal,
sustentados en la universal creencia en que la riqueza de
cada uno de los venezolanos es tributaria de los ingresos
petroleros, base de nuestros recursos y propiedad de cada
uno de los venezolanos. La creencia de que Venezuela es
rica y de que todos los venezolanos tenemos el derecho
natural a expoliarla se encuentra en la base del chavismo.
Es la base de esta grave crisis moral, de esta
irresponsabilidad colectiva y de este festín de Baltasar
en que hemos venido a naufragar los venezolanos bajo la
estafa de la revolución bolivariana. Es la grave deuda de
que deberemos dar cuenta quienes no supimos alfabetizar
moral y políticamente a parte importante de nuestros
conciudadanos. Es uno de nuestros más graves errores:
habernos creído ricos y haber jugado a serlo solapando
nuestra responsabilidad histórica frente a nuestra
ancestral pobreza.
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El proyecto anti hegemónico
del castro-chavismo se basó en el secuestro de la figura
de Bolívar y la historia independentistas, usurpándolas y
poniéndolas al servicio del llamado socialismo del siglo
XXI en dos grandes secuencias: en una primera fase,
mediante la identificación del anti colonialismo de la
guerra emancipatoria con un anti capitalismo de nuevo
cuño; y del proyecto republicano liberal y gran colombiano
que le sucediera en un proyecto socialista y
latinoamericano sustentado exclusivamente en nuestro poder
económico. Ese proyecto, tributario del castrismo en su
fase decadente y final, se sirvió del caudillismo propio
de la tradición política latinoamericana y del rol
desempeñado por Hugo Chávez gracias a los poderosos
recursos petroleros en esta particular etapa de su
bonanza.
Lo que no logró la revolución
bolivariana, a pesar de todos sus esfuerzos y todas sus
cuantiosas inversiones, fue liquidar la hegemonía
democrática y esclavizar a las masas tras un liderazgo
autocrático. Ni en Venezuela ni en ningún de los países
tributarios de la revolución bolivariana. Sólo pudo
desarrollar lo que ya estaba a su alcance a través del
populismo reinante: repotenciar una política
redistributiva del ingreso, elevar la capacidad
consumidora de los sectores más depauperados, consentir a
las clases medias y crear una poderosa nueva élite
gobernante, la llamada Boliburguesía, siguiendo los
clásicos parámetros del surgimiento de las élites en
Venezuela. Nacer, crecer y expandirse a costa de los
ingresos fiscales convertidos en botín de los poderosos de
turno. Usurpar el bien general en beneficio particular de
los protegidos del régimen. Lo que condujo a los doce
apóstoles de Carlos Andrés Pérez, y ahora a la élite
gobernante. A los Cisneros del pasado y a los Cabellos y
Rupertis del presente. El mismo musiú con distinto
cachimbo.
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Estamos hoy exactamente como
hace diez años, pero ante una situación doblemente
agravada: frente a una Venezuela en crisis, consumida por
la corrupción y la pobreza, que despierta como tantas
veces en el pasado de una feroz borrachera de recursos
dilapidados. Luego de un carnaval de ochocientos cincuenta
mil millones de dólares devorados por la desidia, el
manirotismo, la corrupción y el mantenimiento de masas
ociosas recompensadas con misiones, becas y otras
granjerías por su lealtad al caudillo. Con su
infraestructura en ruinas, su economía devastada y su
prestigio por los suelos. Agravado todo ello por la
inseguridad y la desesperación por encontrar una salida
definitiva a tanto estupro. Una década tirada al basurero
de la historia. Diez años perdidos por la vanidad y la
soberbia de un soldado mediocre y ambicioso.
Busca Venezuela una vez más
una salida a sus conflictos, enguerrillada por el discurso
y la acción de un caudillo que llega a su fin traicionando
sus intenciones iniciales. La imposición de un referéndum
que le de legitimidad a una enmienda preñada de
ilegitimidad y anti constitucionalismo le da un carácter
ruin y mendaz a la coyuntura crítica que vivimos.
Empujando a un proceso electoral que nadie desea, salvo el
presidente de la república, y sin otro objetivo real que
encubrir la gravedad del momento y falsear las auténticas
disyuntivas.
El país no se pregunta por la
reelección o el continuismo del responsable de las
actuales desgracias. Se pregunta por una salida
democrática y constitucional a esta crisis. Se demanda por
políticas novedosas, justas y creadoras, capaces de
sacarnos del marasmo en que chapoteamos y enrumbarnos por
fin y definitivamente hacia la senda de la prosperidad y
el progreso. Vuelve una vez más a repudiar la regresión y
la barbarie, entronizadas por un régimen que ha perdido
toda legitimidad, y a exigir modernidad, civilidad y
justicia.
Caben dos grandes alternativas
ante el futuro, independientemente del resultado de una
consulta espuria e innecesaria, inconstitucional, estúpida
e inútil. Que sólo pretende encubrir la gravedad de la
derrota presidencial y resarcirlo con una pírrica victoria
– si la consigue - ante tan importante traspiés. Que si es
derrotado no tendrá la grandeza de poner su cargo a la
orden y hacer mutis, que es lo que la historia quisiera.
La disyuntiva es definitoria: o el régimen acomete las
rectificaciones que le permitan alcanzar el fin de su
mandato en sana paz, buscando con seriedad y sensatez un
acuerdo de gobernabilidad con todas las fuerzas vivas de
la Nación y contribuyendo a diseñar conjuntamente con la
oposición el escenario de la convivencia pacífica del
futuro. O insiste en su insensato curso hacia el abismo,
que nos puede acarrear graves desequilibrios, la
ingobernabilidad y la ruptura. Incluida su violenta salida
del Poder. Que nadie quiere, que nadie pretende.
Es, para nuestra
desgracia, su naturaleza: incordiar hasta que desaparezca
del mapa arrastrado por el sino de los tiempos. No
irrumpió con grandeza en el escenario de la política
nacional. Lo hizo mediante un avieso y sangriento golpe de
Estado. Con la traición de aliada. No saldrá con grandeza:
arrastrará sus despojos causando tanto daño como le sea
posible. Debemos impedírselo.
sanchez2000@cantv.net