Ha sido verdaderamente conmovedor ver a la
familia real española y a su liderazgo político
mostrando honda consternación por la tragedia de
Barajas. Los Reyes y los príncipes, así como los jefes
del gobierno y de la oposición mostrando absoluta
unanimidad de criterios: llevando consuelo a los
familiares de las víctimas mortales y respaldo a los
heridos, atendidos en extraordinarios hospitales
públicos de Madrid por médicos solidarios y
responsables.
La televisión pública, TVE, el principal
canal español, ha dado una cobertura permanente,
responsable y de alto contenido moral. Imposible no
recordar que hace apenas unos meses una terrible
tragedia acaecida en Mérida, en parecidas
circunstancias, no provocó la menor compasión
gubernamental. El presidente de gobierno ni ninguno de
sus funcionarios hizo amago de solidarizarse con los
familiares de las víctimas. Hicieron como quien oye
llover. No les conmovió el suceso ni les pareció una
circunstancia suficientemente grave como para deponer
por un momento la ferocidad de la lucha política. Más de
alguno de sus miembros habrá agradecido la desaparición
de alguna de las víctimas, notable entre las filas
opositoras.
Es la tremenda, la trágica diferencia entre
un pueblo dotado con un liderazgo político y moral que
ejerce la paternidad sobre sus ciudadanos, y un pueblo
huérfano de cuidado paterno. Los españoles pueden estar
orgullosos de sus autoridades – cualquiera sea su color
político. Los venezolanos debemos sufrir el odio, el
rencor y el desprecio de una autoridad suprema incapaz
del menor gesto de grandeza y desprendimiento.
Es la perfecta definición de lo que se vive
cuando no se tienen padres, o los que ejercen de tal
usurpan la función para su estricto provecho personal.
¿Qué otra explicación cabe para el abandono en que se
encuentran hospitales, escuelas e instituciones
públicas? ¿Qué otra explicación para la inseguridad que
hoy campea de un extremo al otro de nuestro país?
Los venezolanos hemos descendido al horror
de la bastardía. Somos un pueblo sin padres. Todavía
peor: somos un pueblo entregado a la tuición de
violadores profesionales. ¿Qué definición darle a
quienes mantienen las más fraternas relaciones con un
pederasta acusado por su hijastra de haberla violado
sistemáticamente desde los 12 años y haber sido
esclavizada sexualmente por ese “padre” durante diez
años ininterrumpidos ante la mirada complaciente de su
propia madre, hoy primera dama de Nicaragua?
Me cuentan testigos presenciales, entonces
en altos cargos de los organismos de seguridad, que
durante su primera visita al espantoso escenario del
deslave, en Vargas, que se llevara más de treinta mil
vidas, el presidente de la república no dijo una sola
palabra que denotara angustia o preocupación por la
tragedia que vivían sus semejantes. Mientras sobrevolaba
la zona de desastre no hizo más que hablar del
socialismo del siglo XXI, su proyecto estratégico. No ha
dicho en diez años una sola palabra de aliento a los
familiares de los más de cien mil asesinados por el
hampa. Tienen razón los psiquiatras que describen su
trastorno de personalidad: a un narcisista megalomaníaco
no le interesa en verdad más que su propio ombligo. Es
la tragedia de un pueblo que no tiene padres.