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Bien hubiera querido el Presidente de la
República haber vencido el 2 de diciembre y, sentado
sobre un Poder vitalicio, pasar la historia de la
república por las horcas caudinas de sus censores. Gran
Inquisidor, como todos los autócratas, hubiera deseado
lo que un Mandarin chino hace más de dos milenios:
quemar la memoria histórica de su reinado y construir
una gigantesca muralla para aislarnos de todo contacto
con las grandes corrientes modernizadoras de la
humanidad.
Tarea no por imposible menos manoseada. Como
para Fidel Castro la historia de Cuba comienza al
anochecer del 26 de Julio de 1953, para Hugo Chávez
debió haber comenzado un 4 de febrero de 1992. Ante
intento tan inútil cuanto soberbio y vanidoso, habría
que responderle parafraseando a don Juan Zorrilla: “los
muertos que vos matasteis, gozan de buena salud”.
Dos de ellos, los fantasmas del canónigo
santiaguino José Joaquín Cortés de Madariaga y del
polígrafo caraqueño Andrés Bello insisten en poner las
cosas en su sitio. Venezuela no hubiera sido
independiente sin el magnífico gesto del canónigo. Chile
jamás hubiera alcanzado las alturas de una potencia
continental sin el indeleble influjo de Andrés Bello.
La consanguinidad no termina ahí. Para
Bolívar, escéptico y conservador al borde de su muerte,
como insiste en desconocerlo el teniente coronel Hugo
Chávez, Chile parecía ser la única república con atisbos
de futuro y modernidad. Era una sociedad suficientemente
disciplinada y austera como para lograrlo. Venezuela y
las restantes repúblicas, en cambio, demasiado
anárquicas y alebrestadas como para asumir sus destinos.
Es a fines de 1830: la América independiente chapotea en
el caos, la anarquía y la disolución mientras Chile,
solitaria en el intento, se enrumba por la senda de la
responsabilidad, el estadismo y la grandeza
republicana.
No ha cesado el fructífero intercambio de
influjos y efectos en estos dos siglos de vida
republicana. Chile, fiel al dictado de su himno
nacional, sería “la tumba de los libres o el asilo
contra la opresión”. Allí moriría Valmore Rodríguez,
presidente in pectore de una Venezuela que sufría el
desgarramiento del exilio, mientras encontrarían
inolvidable refugio grandes figuras de la vida política
y cultural de la Venezuela desencajada por esa
enfermedad endémica y pertinaz llamada caudillismo
militarista: Rómulo pasaría lo mejor de su joven madurez
junto a Salvador Allende, ambos empinándose apenas por
la treintena. Vivían en el mismo edificio sito en la
calle Victoria Subercaseaux 181, en el que vivían,
además, personajes como Manuel Mandujano, Carlos
Briones, Hernán Santa Cruz, Armando Mallet, Víctor Jaque
y Rolando Merino, entre muchos otros futuros próceres de
la democracia chilena. Allende solía entonces comenzar
el día practicando boxeo con Rómulo y con un ex boxeador
chileno, Tulio Salinas, el famoso ‘Chicharra’.
La historia no termina de tejer sus causas y
sus azares: Hernán Santa Cruz, uno de los más destacados
diplomáticos del Chile de la segunda mitad del pasado
siglo, sería mi tío político. En mi biblioteca reposan
obras fundamentales de la historia de Chile y Venezuela
que pertenecieran a la biblioteca caraqueña de Manuel
Mandujano. Ambos marcados por una profunda vinculación
con la Venezuela de Rómulo, de Miguel Otero Silva, de
Jaime Lusinchi, de tantos y tantos venezolanos, entre
los cuales - ¿por qué no volver a decirlo? – de José
Vicente Rangel, vinculado por sangre y afecto indeleble
con el Chile profundamente parlamentarista, civilista y
democrático, al que asistiéramos con nuestras esposas,
la suya chilena, la mía venezolana, a la histórica e
inolvidable asunción de mando de don Patricio Aylwin
invitados por el presidente constitucional de Venezuela,
Carlos Andrés Pérez.
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De modo que entre Chile y Venezuela
fluye subterránea una dialéctica de sangre política y
comunidad de destinos que todos quisiéramos fructífero e
indestructible. Ello explica la espontánea e inmediata
asistencia con que la hermana Venezuela corriera en
auxilio de la violada y mal herida democracia chilena.
La primera embajada que se abrió a los perseguidos por
la felonía militarista fue la del presidente Rafael
Caldera, quien sin dudar un segundo puso la vida de su
nación al servicio de los perseguidos por la dictadura.
Su gesto permanece imborrable en la memoria de los
chilenos de buen corazón, que no olvidan ni permiten los
mordiscos de la ingratitud. El primer avión que aterrizó
en Santiago a socorrer no sólo a sus connacionales sino
a quienes lo requiriesen perteneció a la Fuerza Aérea
Venezolana. Me enorgullece haber conducido de manera
clandestina a mis compañeros extranjeros que corrían
peligro de un fusilamiento inmediato a asilarse en la
embajada de Venezuela en Santiago.
¿Cómo pagar deudas insaldables como esa
generosidad sin límites ni medida de que hicieran gala
los venezolanos de toda suerte y condición política para
con los demócratas chilenos perseguidos, abriendo sus
universidades, sus ministerios, sus hospitales y sus
centros laborales a quien tuviera la fortuna de llegar a
nuestro país en tiempos de Rafael Caldera, de Carlos
Andrés Pérez, de Luis Herrera Campins, de Jaime Lusinchi?
Suena inelegante señalarlo, pero desde José Miguel
Insulza hasta Aniceto Rodríguez y desde los militantes
de la Democracia Cristiana, el Partido Radical, el
Partido Socialista, el MAPU y el MIR chilenos hasta los
del Partido Comunista, cuyo Secretario General fue
rescatado gracias a la acción del canciller del entonces
presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, son miles
los deudores de un país maravilloso llamado Venezuela.
Por desgracia, hoy extraviado entre las tinieblas del
militarismo caudillesco y autocrático que muerde sus
carnes con una ferocidad de viejo cuño.
Es el contexto que enmarca las relaciones
bilaterales entre el gobierno de la Sra. Michelle
Bachelet y el Sr. Hugo Rafael Chávez Frías. Una doctora
socialista y un teniente coronel de ejército. Una
relación cordial - ¿por qué habría de no serlo, cuando
lo cortés no quita lo valiente? – pero recargada de
distanciamiento, de desconfianza y de controversiales
silencios. Michelle Bachelet debe experimentar la
tensión de ser una gobernante medularmente democrática y
de izquierda que ha sufrido en carne propia las
iniquidades del militarismo autocrático, con sus
obligaciones hacia un continente que no termina por
saldar sus deudas con una visión retrógrada de un
populismo visceral, decimonónico, estatólatra e
izquierdizante. Precisamente a la cabeza de una Nación
que gracias a sus telúricos embates ha sabido zafarse
del mal del estatismo, volviéndose hacia un liberalismo
económico y una amplitud de miras que la ha situado en
la vanguardia de la modernidad latinoamericana.
Puede que esta tensión explique cierta
incomodidad en la relación de la reservada y sobria
presidenta socialista sureña con el desenfadado y
fabulador presidente venezolano. Quiso respaldarlo
cuando postulara el nombre de Venezuela para ocupar una
vacante en el Consejo de Seguridad de la ONU, pero debió
rendirse a la Realpolitik. Sus aliados de la DC se lo
impidieron de plano. Luego rechazó cortés pero
tajantemente la ayuda en petróleo gratuito para el
sistema de tránsito de Santiago ofrecida por Chávez,
dándole de paso una discreta pero inolvidable lección al
alcalde de Londres, que sin necesitarlo estiró la mano.
Pagó muy pronto el innoble gesto con la derrota
electoral de su partido. Michelle Bachelet marcó
distancias y fue tan lejos como le fuera
diplomáticamente posible cuando Hugo Chávez pisoteara
las normas de buen comportamiento hacia su anfitriona
durante su polémica y abusiva presencia en la Cumbre de
Santiago de Chile. La vez en que Chávez cosechara el
mayor reparo dado por monarca alguno en la historia de
las relaciones iberoamericanas.
El caso de las computadoras vuelve a poner
en juego la estabilidad de las relaciones diplomática
entre Michelle Bachelet y Hugo Chávez. La firme e
inequívoca protesta chilena contra las descalificaciones
de este último a las más altas instancias de INTERPOL,
ocupadas entre otros por un policía chileno, vuelve a
plantear el espinudo problema que enfrentan no sólo el
gobierno y la diplomacia chilenas, sino todas las
cancillerías de la región: ¿qué hacer con un presidente
de una nación que de hallarse en Europa o en Asia ya
hubiera sido declarado forajido y rebajado al rango de
un paria de la comunidad de naciones? No lo digo yo: lo
dijo el editorial del Washington Post el 18 de mayo
pasado.
Pues Hugo Chávez dejó de ser un problema
para los venezolanos. Y también para los chilenos. Ya es
un grave, un ineludible problema regional. Le guste o no
le guste al Sr. Insulza: más temprano que tarde la Carta
Democrática de la OEA deberá ser enviada en un sobre
azul al teniente coronel de nuestros tormentos. Mientras
antes, menos serán los daños causados.