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Leo el larguísimo
artículo de la Sra. Young-Bruehl, biógrafa de la Sra.
Hannah Arendt, sobre la Venezuela del teniente coronel
Hugo Chávez y no puedo sustraerme a la pregunta que me
agobia desde hace algunos años: ¿qué es más dañino al
progreso, la libertad y el desarrollo de América Latina:
un malvado terrorista de las FARC o un misericordioso
demócrata norteamericano?
Leído el artículo en cuestión sobre el telón
de fondo de las críticas – particularmente francesas - a
Álvaro Uribe por privilegiar el descabezamiento
y destrucción de las FARC, causa de los secuestros y las
narcoguerrillas en Colombia, al llamado diálogo
humanitario para liberar a la Sra. Ingrid Betancourt,
ciudadana colombo-francesa, así como la campaña de las
primarias norteamericanas en que sale a relucir el
talante misericordioso y democrático del candidato Barak
Obama y sus muy particulares puntos de vista sobre el
trágico enfrentamiento de culturas en el que los Estados
Unidos y todo el Occidente se encuentran inmersos, no
puedo más que reafirmarme en mi interrogante. Así no
termine por desentrañarlo.
Huelga afirmar el lado de la eventual
respuesta en que me encuentro. Luego de leer las
apasionantes requisitorias de Oriana Fallaci contra la
práctica invasión que sufren Italia y la Europa
judeocristiana por parte de la masiva y arrolladora
inmigración proveniente de los países de religión
islámica – con su atado de prejuicios y sus afanes casi
sociopáticos por instaurar su religión, sus costumbres y
sus valores sin consideración a las de los países
anfitriones, he comenzado a reconsiderar toda mi
formación histórica. De la cual, la invasión y posterior
establecimiento de los árabes durante siete siglos en la
España medieval y en gran parte de la cuenca
mediterránea no deja de adquirir otros contornos menos
proclives a aceptarla como un influjo civilizatorio
altamente valioso y provechoso para los pueblos
ibéricos.
Es
extraño, por cierto, que los mismos sectores radicales
conformados estructural y culturalmente por la América
hispana, hispano hablantes y dueños de la única cultura
existente en sus países, la conformada por la
colonización española en simbiosis con las indígenas
preexistentes, repudien esa su única cultura por haber
sido el producto de una invasión de tres siglos,
mientras alaban el integrismo musulmán y se muestran
dispuestos incluso a someterse a la voracidad expansiva
del integrismo talibán y se asocien – mediante ese
extraño vínculo del petróleo – a países abiertamente
enemigos de nuestra religión, nuestra sociedad y nuestra
cultura, como el Irán de Mahmud Ahmadineyad.
Es el esquizofrénico mal identitario que
lastra a los radicalismos de todos los tiempos:
practicar la auto mutilación como perversa e
inconsciente forma de seudo liberación. Mutilarse del
otro imaginario que llevamos dentro, convertido en
ficticio enemigo mortal, para destruir al Yo real que
somos, víctima de sus propias pesadillas. Prefiriendo,
por cierto, esa sorprendente forma de liberación que es
la castración de todos nuestros influjos culturales
antes que la libertad individual, plena y colectiva, que
no hace más que reafirmarlos, como bien lo señalara la
Sra. Hannah Arendt al analizar los aspectos más
sobresalientes del totalitarismo.
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No es la primera ni será la última
vez que un visitante de paso se sienta autorizado a
desentrañar nuestros arcanos y exponerlos sin el menor
rubor como mercadería intelectual de alta valía. Ni será
la primera ni la última vez que un sector de la
intelectualidad nacional se rinda a sus pies, en crasa
muestra de colonialismo cultural. Es el vasallaje del
que estamos pagando altísimos réditos: ¿no ha sido el
marxismo leninismo predicado durante décadas en nuestras
universidades el que ha venido finalmente a recalar en
las tenebrosas playas del chavismo?
Repite la Sra. Young Bruehl todos los
lugares comunes con que la progresía intelectual
norteamericana y europea legitima desafueros como los
del teniente coronel y su barbarie. Llevado al extremo
del absurdo se remiten a la vieja conseja de que las
diferencias sociales, la pobreza extrema y las
injusticias de los países subdesarrollados se deben a
los abusos de los ricos contra los pobres, y a los
desafueros de los poderosos contra los débiles. A su
manera, laten en sus observaciones justificaciones
semejantes a las que brindaban coartadas a los abusos
del totalitarismo nazi contra la comunidad judía.
¿Cuántas veces no hemos escuchado recriminaciones contra
su ancestral religiosidad, su reparo a integrarse, su
rechazo a fundirse real y verdaderamente con las
comunidades sobre las que habrían flotado, siempre
distantes y ajenas? Es la mascarada argumental con que
se victimiza a los victimarios y se les da carta blanca
para cometer sus fechorías: ¿si los culpables son los
ricos y los poderosos, por qué no arrasar sus
instituciones de la faz del planeta? Farruco Sesto no
encontraría argumentos mejores contra la Cuarta
República y los firmantes del Pacto de Punto Fijo.
De tal dialéctica misericordiosa no pueden menos que
surgir suficientes coartadas que legitiman la bestial
dictadura castrista: la culpa por 50 años de
totalitarismo castrista la tuvieron Batista, la
burguesía cubana y los Estados Unidos, de ninguna manera
Fidel Castro, el Ché Guevara y los cubanos que se le
sometieron o la izquierda y la progresía mundial que
los han divinizados. Lo mismo para cualquier otra
dictadura populista. Culpable por la barbarie del
peronismo ha sido la oligarquía agro exportadora
argentina. Y desde luego la mayor de todas las
mascaradas: detrás de los intentos indigenistas,
piqueteros, narcoterroristas y caudillescos por
construir dictaduras totalitarias en América Latina se
esconde la mano negra del conquistador español. La culpa
de todo la tiene Hernán Cortés. Y así hasta el infinito.
En esta dialéctica misericordiosa siempre hay un
culpable originario, que libera de culpa al culpable
actual y oculta en las sombras la responsabilidad última
de los depredadores reales y la complicidad de la propia
ciudadanía. ¿O es que los países caen en las garras de
la barbarie por razones exógenas? Desde luego, siempre a
flor de labios y aparentemente irrecusable, la más
cómoda de todas las culpabilidades: el imperialismo
yanqui.
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No han bastado todas las pruebas en contrario aportadas
por la oposición venezolana y suficientemente
corroboradas por escándalos públicos y notorios, como la
ingerencia de los aparatos de seguridad cubanos en
nuestros asuntos, el escandaloso financiamiento de
campañas electorales para comprar aliados a los afanes
expansionistas del teniente coronel y la irrebatible
colusión del régimen con las narcoguerrillas colombianas
y los sectores extremistas de todo el mundo para
terminar de aclarar las turbias aguas de la opinión de
la intelligentsia europea y norteamericana. La Sra.
Young Bruehl es el más craso ejemplo. Poco importa el
contacto esclarecedor que tuviera con sociólogos,
historiadores y economistas venezolanos durante su breve
estadía. Que algo le habrán explicado de los orígenes de
nuestro particular totalitarismo militarista y
caudillesco. ¿O es que sus anfitriones comparten las
explicaciones con que conforma su buena conciencia de
intelectual progresista?
Todavía hoy, con las tripas del autocratismo chavista
sobre la mesa de disección de la prensa internacional,
los hechos del 11 de abril de 2002 van a dar al saco de
la banalización. No se trata de una proeza mediática y
argumentativa de los aparatos de manipulación del
régimen. Que tiene, hasta el día de hoy, presos sin
juicio a los inocentes y libres y condecorados a los
homicidas, mientras se niega a aceptar el
establecimiento de una Comisión de la Verdad y no pierde
ocasión para repetir la letanía del golpe y acusar de
golpistas a quien quiera se le oponga. Con un éxito
notable de opinión y naturalmente la complicidad de las
conciencias bienpensantes del planeta. Golpe es golpe,
¿quién puede dudarlo? Se trata, antes que de un éxito de
Izarrita, nuestro Goebbels bolivariano, de la comodidad
intelectual y la babosería moral del demócrata
misericordioso, del cual la Sra. Young Bruehl nos provee
una prueba inigualable. También ella habla del “golpe
del 11 de abril”, sin tener la más mínima idea de lo que
verdaderamente ocurrió en ese aciago día. Por poner un
solo ejemplo.
Hora es de que historiadores, sociólogos, politólogos,
juristas y criminalistas venezolanos entreguen estudios
y pruebas fehacientes de la verdad de esos hechos. Y
demuestren el carácter totalitario del aparato jurídico
del régimen y la falacia universalizada por los aparatos
de manipulación del chavismo. Como es hora de
desenmascarar el totalitarismo chavista, así no cumpla
con los moldes de eficacia científica y paranoica del
totalitarismo nazi y del totalitarismo comunista,
incluido el castrista cubano. Para determinarlo, no
necesitamos ni de Hannah Arendt ni de la Sra. Young-Bruehl.
Debemos afianzarnos en el estudio de nuestras propias
determinaciones.
Mucho más útil a nuestros combates por la libertad y la
democracia que las definiciones de Hannah Arendt sobre
el totalitarismo hitleriano son las que nos aportan
Laureano Vallenilla Lanz y todo el positivismo
historicista, además de los importantes estudios de
nuestra tradición historiográfica y su reflexión acerca
de nuestros sargentones totalitarios. No puedo menos
que mencionar a Germán Carrera Damas, a Manuel Caballero
y a Elías Pino Iturrieta. Pero hay muchos más en el
ámbito de la politología, la sociología política,
la psiquiatría y la antropología cultural. No quiere
esto decir que haya de prescindirse del aporte de la
cultura universal a nuestra cultura. Pero es en nuestra
propia capacidad de desvelamiento y reflexión que radica
la posibilidad objetiva y real de desenmascarar y salir
del monstruo.
Es hora de emanciparnos de tutelajes gratuitos. No vaya
a ser cosa que se repita una vez más lo que con la Sra.
Young Bruehl: ir por lana, y salir trasquilados.