El pueblo democrático venezolano se volcará a
votar masivamente este próximo domingo, qué duda cabe.
Proclive a reacciones emocionales y a desplantes
sentimentales, dejará en el baúl de los recuerdos su
justificada ira contra un liderazgo que no ha sido capaz
de responderle con grandeza ante coyunturas críticas y
apremiantes, como sucediera el 11 de abril, como se
reiterara durante el paro cívico nacional, como quedara
dramáticamente de manifiesto el 15 de agosto de 2004 y
como terminara por suceder el 6 de diciembre de 2006. En
todas ellas, el liderazgo político nacional brilló por su
ausencia. Bajó la testuz y se acomodó a los dictados del
teniente coronel.
Tampoco desconoce ese pueblo democrático, hoy
mayoritario, que el 2 de diciembre la verdad se impuso –
aunque a medias – antes por acción del estudiantado, de
los sectores disidentes del chavismo y de algunos escasos
líderes políticos que decidieron jugarse el todo por el
todo por impedir el gran fraude exigido por Hugo Chávez
que por la acción consciente y responsable de la
dirigencia partidista. Pues el triunfo del 2D, desconocido
olímpicamente por el autócrata, tampoco ha sido prueba de
honor de ese liderazgo político. Si se mantiene vivo en el
recuerdo y constituye un hito en nuestras luchas por la
reconquista de la democracia se debe a un puñado de
intelectuales y dirigentes de nuestra sociedad civil que
lo convirtieron en la piedra de tranca de los desafueros
presidenciales. El Movimiento 2D se encarga domingo a
domingo de recordárnoslo.
No creo que esa pusilanimidad que baña a las
dirigencias partidistas de la oposición tenga raíces
conscientes y obedezca a una complicidad declarada con un
régimen tan nefasto como el que nos desgobierna. Tampoco
creo que el Poder, así cuente con intrigantes de la
estatura de José Vicente Rangel, tenga la capacidad como
para montar una quinta columna de tamañas dimensiones. Muy
por el contrario: el desgajamiento de importantes sectores
políticos, que abarca desde PODEMOS hasta el PCV,
demuestra que el chavismo es una fuerza en descomposición,
afectada de la metástasis de la desintegración. No posee
otra fuerza que la volcánica de un sociópata dispuesto a
jugarse el todo por el todo por mantenerse aferrado al
Poder.
Creo, en cambio, que esa pusilanimidad es la
expresión pura y simple de la mediocridad de una clase
política incapaz de estar a la altura de las graves
circunstancias que vivimos. Expresión de una decadencia
sin retorno, que hizo posible la aparición del golpismo,
lo dejó sin castigo y le permitió apoderarse del poder en
prueba de la más insólita irresponsabilidad. De sus polvos
salieron estos lodos. Vuélvase al pasado y mida a los
presidentes de la Cuarta república con los cartabones de
la exigencia que hoy le plantearíamos a nuestros futuros
presidentes. Sólo se salvan Rómulo y el primer Caldera. De
los demás más vale guardar un tupido silencio. No hablemos
del grave error de permitir la reelección: de los cuarenta
años de democracia 20 corren a cuenta de Pérez y Caldera.
Para nuestra infinita desgracia.
Sus herederos no lo hacen mejor ni peor. Esta
es la clase política con que contamos. Y a no mediar un
milagro, será la misma con la que nos veremos obligados a
contar por los tiempos que vienen. Por eso, y por ninguna
otra razón, este próximo 23 de noviembre volveremos a
vivir el mismo drama de nuestras desgracias pasadas: el
pueblo democrático saldrá masivamente a votar – y es
maravilloso que así sea – y empujará hacia la victoria a
sus candidatos en casi todas las gobernaciones y alcaldías
del país. Para vernos una vez más en la insoportable
situación de tener que aceptar que el régimen decida dónde
ganamos y dónde perdimos, reparta las cartas de la baraja
a su aire y conveniencia y se nos empuje a un juego de
definiciones. El vocinglero chantajismo del caudillo
despliega sus tanques y cañones para intimidarnos. Y los
partidos estarán preparando sus acomodaticias
explicaciones del por qué no obtuvimos más que cuatro o
cinco gobernaciones. Dándose por pagados. Cuando pudimos
obtenerlas todas.
Es el triste juego de la realidad y de la
ficción en que navegamos. Dios se apiade de nosotros.