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La Venezuela de la decadencia           
por Antonio Sánchez García  
domingo, 20 julio 2008


A Pedro Pablo Aguilar

 

“Porque hemos escrito nuestra verdad – deficiente y todo – pero verdad. Llegó la hora de que se llamen las cosas por su nombre y no los nombres por su cosa.”

José Rafael Pocaterra, Memorias de un venezolano de la decadencia

 

 

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            Duele comprobar la discontinuidad que caracteriza a la atormentada historia de nuestra república. Ascensos a las más altas cumbres y caídas a los más oscuros abismos. Avances que auguran pisar el firme terreno del progreso, la paz y la prosperidad para retroceder de inmediato a los más funestos períodos de la anarquía y la desintegración. Pareciera que nuestra sociedad no soporta el esfuerzo continuo y ascendente que caracteriza a las grandes naciones y una maldición atávica empujara a la regresión y la barbarie.

 

            Abundan los testimonios existenciales de esta dolorosa percepción, hecha carne y sufrimiento en tantos y tantos venezolanos ilustres. La obra de Pocaterra es apenas una entre tantas. También la de Pío Gil. Y la de Mario Briceño Yragorri. El exilio y el destierro, la amarga mirada retrospectiva a sus causas y motivos han signado cada paso en falso de esta delirante carrera hacia nuestra propia destrucción. Desde la lucha independentista. Venezuela no soporta un esfuerzo continuado hacia su propia superación. De allí la sensación de intemperie, de provisionalidad que signa todas las etapas de nuestro pasado. Y su correlato: ninguna de las etapas de su pasado  ha concluido felizmente, sin traumas ni sobresaltos. Ninguna ha encontrado su definitiva superación. Sigue penando con sus claroscuros, sus vicios y sus virtudes. En muchos aspectos arrastramos los males que crearon las primeras grandes crisis y que fueran resueltas sólo aparentemente. Los desterrados de ayer son los desterrados de hoy. Los tiranos de ayer son los tiranos de hoy. La fragilidad de ayer, la fragilidad de hoy. La angustia es la misma. Apenas atenuada por una falsa y gratuita prosperidad.

 

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            Tan atávica y ancestral es nuestra vocación automutiladora que incluso los esfuerzos por salir del círculo vicioso que conduce de la barbarie al progreso y de éste nuevamente a la barbarie – en un reciclaje interminable - se pierden a poco de lograrse el esfuerzo de la unidad para romperlo definitivamente. Sin que tales esfuerzos se incorporen a nuestra carga genética. ¿Quiénes de sus firmantes recuerda hoy el Pacto de Punto Fijo, acordado ante una crisis de igual, talvez incluso de menor magnitud que la que hoy vivimos? Firmado por cierto por los mismos protagonistas que hoy, amnésicos,  sufren los atropellos del despotismo reinante.

 

            Pues la dictadura de Pérez Jiménez, así parezca más siniestra que el despotismo hoy gobernante, no logró, como éste, desintegrar el nervio moral de la nación y corromper los espíritus y las instituciones como lo ha logrado el régimen del teniente coronel Hugo Chávez y sus aliados. Para salvar la imagen de la dictadura desarrollista y tecnocratizante de Pérez Jiménez suele recurrirse a sus ingentes obras públicas, al desarrollo de la infraestructura y al embellecimiento y ornato de una ciudad pujante y moderna como la Caracas que legara a sus sucesores. Sin embargo, sus aspectos más nefastos parecen soplos en comparación con la despiadada aniquilación de las instituciones democráticas llevada a cabo por el régimen del teniente coronel y la perversión de la moral pública que ha inducido como instrumento de su entronización. La corrupción prohijada desde Miraflores en todos los sectores de la vida nacional no tiene parangón. Es tan descomunal e increíble, que además de espanto provoca parálisis. Es, en gran medida, la causa de la catalepsia que sufren las élites. Y el deterioro aparentemente irreparable de los liderazgos.

 

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            El daño que este estado de metástasis provoca en el cuerpo social venezolano se expresa en el divorcio cada día mayor entre los partidos políticos – nuevos y tradicionales – y la sociedad civil. Ninguno de los partidos políticos del establecimiento opositor parece tener real conciencia de la gravedad del daño moral y la profundidad de la crisis que diez años de irresponsabilidad y delirio impuestos por la barbarie imperante han provocado en  todos los órdenes de la vida nacional. Herederos directos de una decadencia que provocara este desastre, no terminan por salir a la superficie de la realidad y se creen a salvo, aferrados a sus particulares intereses. Se equivoca quien cree estar a resguardo. En esta Venezuela de la decadencia chapoteamos todos. Cual más, cual menos. Unos por acción. Los más por omisión.

 

            Esa es la continuidad subyacente a esta espasmódica forma de desarrollo discontinuo: la irresponsabilidad pública, la venalidad sin freno y la corrupción más descarada. No se han creado aún las nuevas formas que vendrán a suceder este estado de desintegración moral, y ya el sistema echa raíces y crea los focos de perturbación y colapso que sobrevivirán a su desaparición, aparentemente inexorable. El régimen se aproxima a su inevitable implosión y ya tiende sus tentáculos hacia el futuro.

 

            Caerá Chávez. Caerán sus subordinados políticos. Caerá la dirigencia que le ha servido de cuadrilla. Sobrevivirá la nueva clase de empresarios, financistas, banqueros y comerciantes nacidos y crecidos a la sombra de su desquiciamiento moral. Acompañados por sus pares ya enriquecidos de antaño, esa plutocracia nacional elevada a alturas inimaginables gracias a la corrupción imperante. Serán la sombra permanente de la inmoralidad nacional. Constituirán la costra que impida la emancipación de la república. Lo mismo sucederá con las restantes instituciones. ¿Qué efectos sobre el futuro tendrán las generaciones de jueces y oficiales, políticos y burócratas nacidos al fragor de esta venal revolución bolivariana,  corrompidos hasta la médula? ¿Quién es más culpable: el violador todopoderoso o su víctima propiciatoria? Un dilema kafkiano. Y a esta porqueriza de la que nadie escapa se la pretende travestir de socialismo bolivariano.

 

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            ¿Sobre qué bases construir el futuro? ¿Sobré los hombros de qué liderazgo? ¿Sobré qué instituciones y qué partidos políticos? ¿Sobre qué grupos sociales? ¿Con qué objetivos trascendentes? Son preguntas cruciales que debemos hacernos con toda crudeza y respondernos con toda sinceridad. En este amargo momento que vivimos, cuando sufrimos todo el rigor de la Venezuela de la decadencia.

 

            En estos diez años de abusos y desafueros la sociedad civil, arraigada en un tenaz y casi intuitivo democratismo, no ha cedido en su rechazo al régimen ni ha sucumbido a sus cantos de sirena. Tampoco se ha rendido. Se ha opuesto tanto como le han permitido sus fuerzas. Y si no ha logrado su propósito de ponerle fin a esta pesadilla se ha debido al inmenso poderío de las fuerzas de la desintegración, el mal y la barbarie así como a nuestra incapacidad para articular el liderazgo político con el que se ha sentido identificada. Y en cuyos brazos se ha entregado esperando conducción y propuestas. No ha sido afortunada. Ha quedado entre la espada del régimen y la pared de nuestro liderazgo, incapaz de situarse a la altura que las circunstancias exigen. Quien se sienta libre de culpa, que lance la primera piedra.

 

            Resulta extremadamente doloroso tener que reconocer esta verdad ante la apatía generalizada. Para encontrar la sordera de quienes se han habituado a la maldad imperante. En cualquier otro momento de nuestra historia, un estado tan desquiciante y lamentable como el actual hubiera provocado la indignación colectiva. Y no hubiera habido ideología capaz de encubrirla. La izquierda real y su concepto de revolución y cambio social dan para todo. En su nombre se pueden cometer las peores iniquidades y los mayores estupros, las más escandalosas corruptelas y los robos y enriquecimientos más desaforados. Y la derecha, si es que existe, no ha asomado sus narices sino para usurpar movimientos sociales a los que estuvo ajena, como sucediera el 11 de abril.

 

            Quienes creyeron que con el Cabito Venezuela había tocado fondo se equivocaron. Quienes se escudan en la esperanza de que ya lo hemos alcanzado, tampoco aciertan. Vergüenza es lo que debiéramos sentir. Y subordinar todas nuestras acciones a reparar los crímenes a los que se nos somete a diario y frente a los cuales no reaccionamos con el ardor, la indignación y la repulsa correspondiente.

 

            Chávez representa la cara más sórdida y oscura de la venezolanidad. Y el más feo rostro de una izquierda que ni recuerda ni aprende. Sacudírnoslo de encima como si de una plaga se tratara constituye una obligación de decencia nacional. Sin renunciar a los imperativos democráticos y constitucionales. Es la tarea que la historia nos impone.

 

 

La rebelión de las regiones

 

            Puede que las elecciones del 23 de noviembre próximo provoquen un deslave político y la emergencia de un nuevo liderazgo nacional, surgido al calor de las aspiraciones más sentidas de las regiones y el castigo a las pretensiones centralistas y burocráticas de quienes creen tener la sartén por el mango.

 

            Como demostración valga el cuestionamiento que las regiones manifiestan ante la voluntad de quienes, en Caracas o en las capitales de Estado se creen dueños, amos y señores de la administración. En uno y otro lado del espectro político. Es la forma solapada de los atávicos caudillismos, que tanto daño le han causado a la Nación. Y se la siguen causando bajo esta forma arquetípica de autocracia venezolana que hoy sufrimos bajo el omnímodo poderío del teniente coronel.

 

            Es cierto: no es fácil sacudirse determinaciones ancestrales como el caudillismo vernáculo. Que se creyó desterrado con la construcción de la democracia de Punto Fijo para renacer con renovados bríos y una mucho mayor ferocidad con la elección en 1998 del teniente coronel Hugo Chávez. Pero si no asumimos la emancipación de todas esas formas de caudillismo, estaremos condenados a recaer en la regresión y la barbarie.

 

            Hay casos emblemáticos de gobernadores o alcaldes que se creen propietarios de la administración de sus regiones. Llegada la hora de entregar el mando pretenden hacerlo sólo en apariencias, nombrando a sus sucesores entre pobres hombres sin otra virtud que la lealtad perruna a sus jefes. El caso se repite a todos los niveles. Caudillos convertidos en grandes electores que no trepidan ni siquiera en desenmascarar sus apetencias dejando, cuando no a subordinados, a familiares cercanos en la custodia de las sinecuras.

 

            El 23N podría verificarse un profundo reclamo contra esta perversa costumbre nacional. Dios la facilite.

 

 

sanchez2000@cantv.net

 
 

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