A Pedro Pablo Aguilar
“Porque hemos escrito nuestra verdad – deficiente y
todo – pero verdad. Llegó la hora de que se llamen las
cosas por su nombre y no los nombres por su cosa.”
José Rafael Pocaterra, Memorias de un venezolano de
la decadencia
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Duele comprobar la discontinuidad que
caracteriza a la atormentada historia de nuestra
república. Ascensos a las más altas cumbres y caídas a los
más oscuros abismos. Avances que auguran pisar el firme
terreno del progreso, la paz y la prosperidad para
retroceder de inmediato a los más funestos períodos de la
anarquía y la desintegración. Pareciera que nuestra
sociedad no soporta el esfuerzo continuo y ascendente que
caracteriza a las grandes naciones y una maldición atávica
empujara a la regresión y la barbarie.
Abundan los testimonios existenciales de esta
dolorosa percepción, hecha carne y sufrimiento en tantos y
tantos venezolanos ilustres. La obra de Pocaterra es
apenas una entre tantas. También la de Pío Gil. Y la de
Mario Briceño Yragorri. El exilio y el destierro, la
amarga mirada retrospectiva a sus causas y motivos han
signado cada paso en falso de esta delirante carrera hacia
nuestra propia destrucción. Desde la lucha
independentista. Venezuela no soporta un esfuerzo
continuado hacia su propia superación. De allí la
sensación de intemperie, de provisionalidad que signa
todas las etapas de nuestro pasado. Y su correlato:
ninguna de las etapas de su pasado ha concluido
felizmente, sin traumas ni sobresaltos. Ninguna ha
encontrado su definitiva superación. Sigue penando con sus
claroscuros, sus vicios y sus virtudes. En muchos aspectos
arrastramos los males que crearon las primeras grandes
crisis y que fueran resueltas sólo aparentemente. Los
desterrados de ayer son los desterrados de hoy. Los
tiranos de ayer son los tiranos de hoy. La fragilidad de
ayer, la fragilidad de hoy. La angustia es la misma.
Apenas atenuada por una falsa y gratuita prosperidad.
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Tan atávica y ancestral es nuestra vocación
automutiladora que incluso los esfuerzos por salir del
círculo vicioso que conduce de la barbarie al progreso y
de éste nuevamente a la barbarie – en un reciclaje
interminable - se pierden a poco de lograrse el esfuerzo
de la unidad para romperlo definitivamente. Sin que tales
esfuerzos se incorporen a nuestra carga genética. ¿Quiénes
de sus firmantes recuerda hoy el Pacto de Punto Fijo,
acordado ante una crisis de igual, talvez incluso de menor
magnitud que la que hoy vivimos? Firmado por cierto por
los mismos protagonistas que hoy, amnésicos, sufren los
atropellos del despotismo reinante.
Pues la dictadura de Pérez Jiménez, así
parezca más siniestra que el despotismo hoy gobernante, no
logró, como éste, desintegrar el nervio moral de la nación
y corromper los espíritus y las instituciones como lo ha
logrado el régimen del teniente coronel Hugo Chávez y sus
aliados. Para salvar la imagen de la dictadura
desarrollista y tecnocratizante de Pérez Jiménez suele
recurrirse a sus ingentes obras públicas, al desarrollo de
la infraestructura y al embellecimiento y ornato de una
ciudad pujante y moderna como la Caracas que legara a sus
sucesores. Sin embargo, sus aspectos más nefastos parecen
soplos en comparación con la despiadada aniquilación de
las instituciones democráticas llevada a cabo por el
régimen del teniente coronel y la perversión de la moral
pública que ha inducido como instrumento de su
entronización. La corrupción prohijada desde Miraflores en
todos los sectores de la vida nacional no tiene parangón.
Es tan descomunal e increíble, que además de espanto
provoca parálisis. Es, en gran medida, la causa de la
catalepsia que sufren las élites. Y el deterioro
aparentemente irreparable de los liderazgos.
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El daño que este estado de metástasis
provoca en el cuerpo social venezolano se expresa en el
divorcio cada día mayor entre los partidos políticos –
nuevos y tradicionales – y la sociedad civil. Ninguno de
los partidos políticos del establecimiento opositor parece
tener real conciencia de la gravedad del daño moral y la
profundidad de la crisis que diez años de
irresponsabilidad y delirio impuestos por la barbarie
imperante han provocado en todos los órdenes de la vida
nacional. Herederos directos de una decadencia que
provocara este desastre, no terminan por salir a la
superficie de la realidad y se creen a salvo, aferrados a
sus particulares intereses. Se equivoca quien cree estar a
resguardo. En esta Venezuela de la decadencia chapoteamos
todos. Cual más, cual menos. Unos por acción. Los más por
omisión.
Esa es la continuidad subyacente a esta
espasmódica forma de desarrollo discontinuo: la
irresponsabilidad pública, la venalidad sin freno y la
corrupción más descarada. No se han creado aún las nuevas
formas que vendrán a suceder este estado de desintegración
moral, y ya el sistema echa raíces y crea los focos de
perturbación y colapso que sobrevivirán a su desaparición,
aparentemente inexorable. El régimen se aproxima a su
inevitable implosión y ya tiende sus tentáculos hacia el
futuro.
Caerá Chávez. Caerán sus subordinados
políticos. Caerá la dirigencia que le ha servido de
cuadrilla. Sobrevivirá la nueva clase de empresarios,
financistas, banqueros y comerciantes nacidos y crecidos a
la sombra de su desquiciamiento moral. Acompañados por sus
pares ya enriquecidos de antaño, esa plutocracia nacional
elevada a alturas inimaginables gracias a la corrupción
imperante. Serán la sombra permanente de la inmoralidad
nacional. Constituirán la costra que impida la
emancipación de la república. Lo mismo sucederá con las
restantes instituciones. ¿Qué efectos sobre el futuro
tendrán las generaciones de jueces y oficiales, políticos
y burócratas nacidos al fragor de esta venal revolución
bolivariana, corrompidos hasta la médula? ¿Quién es más
culpable: el violador todopoderoso o su víctima
propiciatoria? Un dilema kafkiano. Y a esta porqueriza de
la que nadie escapa se la pretende travestir de socialismo
bolivariano.
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¿Sobre qué bases construir el futuro?
¿Sobré los hombros de qué liderazgo? ¿Sobré qué
instituciones y qué partidos políticos? ¿Sobre qué grupos
sociales? ¿Con qué objetivos trascendentes? Son preguntas
cruciales que debemos hacernos con toda crudeza y
respondernos con toda sinceridad. En este amargo momento
que vivimos, cuando sufrimos todo el rigor de la Venezuela
de la decadencia.
En estos diez años de abusos y desafueros la
sociedad civil, arraigada en un tenaz y casi intuitivo
democratismo, no ha cedido en su rechazo al régimen ni ha
sucumbido a sus cantos de sirena. Tampoco se ha rendido.
Se ha opuesto tanto como le han permitido sus fuerzas. Y
si no ha logrado su propósito de ponerle fin a esta
pesadilla se ha debido al inmenso poderío de las fuerzas
de la desintegración, el mal y la barbarie así como a
nuestra incapacidad para articular el liderazgo político
con el que se ha sentido identificada. Y en cuyos brazos
se ha entregado esperando conducción y propuestas. No ha
sido afortunada. Ha quedado entre la espada del régimen y
la pared de nuestro liderazgo, incapaz de situarse a la
altura que las circunstancias exigen. Quien se sienta
libre de culpa, que lance la primera piedra.
Resulta extremadamente doloroso tener que
reconocer esta verdad ante la apatía generalizada. Para
encontrar la sordera de quienes se han habituado a la
maldad imperante. En cualquier otro momento de nuestra
historia, un estado tan desquiciante y lamentable como el
actual hubiera provocado la indignación colectiva. Y no
hubiera habido ideología capaz de encubrirla. La izquierda
real y su concepto de revolución y cambio social dan para
todo. En su nombre se pueden cometer las peores
iniquidades y los mayores estupros, las más escandalosas
corruptelas y los robos y enriquecimientos más
desaforados. Y la derecha, si es que existe, no ha asomado
sus narices sino para usurpar movimientos sociales a los
que estuvo ajena, como sucediera el 11 de abril.
Quienes creyeron que con el Cabito Venezuela
había tocado fondo se equivocaron. Quienes se escudan en
la esperanza de que ya lo hemos alcanzado, tampoco
aciertan. Vergüenza es lo que debiéramos sentir. Y
subordinar todas nuestras acciones a reparar los crímenes
a los que se nos somete a diario y frente a los cuales no
reaccionamos con el ardor, la indignación y la repulsa
correspondiente.
Chávez representa la cara más sórdida y oscura
de la venezolanidad. Y el más feo rostro de una izquierda
que ni recuerda ni aprende. Sacudírnoslo de encima como si
de una plaga se tratara constituye una obligación de
decencia nacional. Sin renunciar a los imperativos
democráticos y constitucionales. Es la tarea que la
historia nos impone.
La rebelión de las regiones
Puede que las elecciones del
23 de noviembre próximo provoquen un deslave
político y la emergencia de un nuevo liderazgo
nacional, surgido al calor de las aspiraciones
más sentidas de las regiones y el castigo a las
pretensiones centralistas y burocráticas de
quienes creen tener la sartén por el mango.
Como demostración valga el
cuestionamiento que las regiones manifiestan
ante la voluntad de quienes, en Caracas o en las
capitales de Estado se creen dueños, amos y
señores de la administración. En uno y otro lado
del espectro político. Es la forma solapada de
los atávicos caudillismos, que tanto daño le han
causado a la Nación. Y se la siguen causando
bajo esta forma arquetípica de autocracia
venezolana que hoy sufrimos bajo el omnímodo
poderío del teniente coronel.
Es cierto: no es fácil sacudirse
determinaciones ancestrales como el caudillismo
vernáculo. Que se creyó desterrado con la
construcción de la democracia de Punto Fijo para
renacer con renovados bríos y una mucho mayor
ferocidad con la elección en 1998 del teniente
coronel Hugo Chávez. Pero si no asumimos la
emancipación de todas esas formas de
caudillismo, estaremos condenados a recaer en la
regresión y la barbarie.
Hay casos emblemáticos de
gobernadores o alcaldes que se creen
propietarios de la administración de sus
regiones. Llegada la hora de entregar el mando
pretenden hacerlo sólo en apariencias, nombrando
a sus sucesores entre pobres hombres sin otra
virtud que la lealtad perruna a sus jefes. El
caso se repite a todos los niveles. Caudillos
convertidos en grandes electores que no trepidan
ni siquiera en desenmascarar sus apetencias
dejando, cuando no a subordinados, a familiares
cercanos en la custodia de las sinecuras.
El 23N podría verificarse un
profundo reclamo contra esta perversa costumbre
nacional. Dios la facilite.
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