A Javier García
Si los medios reseñan los hechos de sangre
no es por sensacionalismo. Es por responsabilidad
social. Una simple noticia sobre un asesinato no
promueve el crimen. Alerta y llama la atención sobre la
máxima y más espantosa aberración que pueda existir
sobre la tierra desde que el hombre es hombre: el
asesinato de un semejante. Ser víctima de la violencia y
perder el más sagrado de los dones de Dios: la vida. De
allí la trascendencia del hecho bíblico: el asesinato de
Abel por Caín.
Puede que de todos los crímenes de los que
el gobierno del presidente Hugo Chávez deberá dar cuenta
más temprano que tarde se cuente la promoción por todos
los medios a su alcance y con todos los medios de que
dispone del odio fratricida, la conversión del
adversario en enemigo y de la política en campo de
batalla. Bajo las actuales circunstancias, todo crimen
es un crimen político. Jamás los venezolanos nos
habíamos dividido entre amigos y enemigos. Jamás la
máxima aspiración de un gobernante había sido la de
triturar a todos aquellos que no piensen, no actúen ni
quieran parecerse a él. Jamás, ni siquiera bajo los
regímenes dictatoriales más despóticos de la república,
el país había sido rebajado a campo de batalla, a
carnicería, a matadero.
El otro crimen de lesa humanidad del que
tendrán que dar cuenta Hugo Chávez y todos quienes
compartieron tareas de alta responsabilidad pública bajo
su confuso proyecto bolivariano, será la banalización
del delito y la perversión de la justicia. Aquella no ha
cesado desde cuando amenazara con freír las cabezas de
sus adversarios políticos, retrotrayéndonos al
imaginario de la guerra a muerte, siniestro expediente y
antecedente último de nuestros más graves males. La
perversión de la justicia va desde el nombramiento de
Isaías Rodríguez y su irresponsabilidad procesal y
jurídica al frente del Ministerio Público, hasta el
hundimiento del sistema judicial, convertido en una
letrina de corruptelas y juicios amañados, chantajes y
latrocinios. El caso de la jueza recientemente detenida
en Miami y los siniestros entretelones de sus andanzas
son la prueba fehaciente de que hiede en sistema
judicial venezolano. La situación carcelaria y el
promedio de un reo asesinado cada 24 horas es la prueba
de que la justicia no es una preocupación bolivariana.
No puede un presidente de la república que
le da vara alta al robo bajo la legitimación de la
pobreza, ofende y denigra a altos dignatarios de otras
repúblicas y convierte a los ciudadanos que lo adversan
en corruptos, criminales, traidores y vendidos al
imperio, servir sino de ejemplo al crimen. No puede
quien preside una nación acompañado de ladrones
pretender servir de modelo de comportamiento y ejemplo a
seguir por un país desgraciadamente mantenido en los más
bajos niveles de cultura y civilidad.
Que quien dirigió a los asesinos de modestos
trabajadores durante el asalto al Canal 8 el 27 de
noviembre del 92 se convierta en ministro y quien
regenta las relaciones con las narcoguerrillas dirija la
policía nacional y esté al frente de la justicia, son
dos simples ejemplos de la gravedad de la crisis
existencial que vivimos. Ni Jesse Chacón ni Rodríguez
Chacín debieron jamás haber ocupado cargos públicos. Que
quien haya organizado, dirigido e inspirado dos golpes
de estado con centenas de asesinados sea el principal
magistrado de la Nación lo dice todo.
Nada de lo que sucede con el país, es
casual. Que la cifra de asesinatos se haya triplicado y
los crímenes de todo orden se hayan multiplicado a la
enésima potencia, tampoco. Mientras no se resuelva el
grave problema de gobernabilidad que sufrimos, el hampa
reinará en nuestras calles y ciudades. Nadie está a
salvo.
Es la grave, la terrible responsabilidad que
deberá enfrentar este gobierno. Que cuando le llegue su
hora, se encuentre confesado.