A Luis Ignacio Planas
“Siempre le dije (a Hugo Chávez) que los
venezolanos no le comprarían el socialismo por más vueltas
que le diera. Le expliqué que el partido Comunista
venezolano nunca pasó de 4%. Que ni siquiera el Movimiento
Al Socialismo de Petkoff llegó a calar suficientemente en
ese país petrolero y consumista. Quien le metió a Hugo en
la cabeza lo del socialismo fue el ministro Giordani,
quien es un verdadero dinosaurio. No fui yo“.
Fidel Castro a Lula da
Silva, según Nelson Bocaranda, El Universal, 7 de enero de
2008.
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Angustiado por el desarrollo de los
acontecimientos que auguran un grave escenario de crisis –
en todos los ámbitos: el económico social, el
internacional y el político – el país se pregunta por las
perspectivas que enfrentamos. La derrota del proyecto
totalitario del presidente Hugo Chávez del pasado 2 de
diciembre – para el que se preparara durante largos 15
años y que intentara imponer contra la advertencia de sus
más experimentados aliados - ha dejado a su gobierno a la
deriva y a su proyecto revolucionario en la mayor
orfandad. Mientras se agudizan los problemas económicos,
se agrava el desabastecimiento, la inflación rompe todas
las coordenadas y la inseguridad sigue campeando por sus
fueros, amenazando al gobierno del presidente de la
república por sus cuatro costados. Vivimos un momento
crucial y definitorio. La calma aparente no es más que el
preludio de una tormenta. El descontento popular podría
volver a romper en cualquier momento todos los diques de
contención y empujarnos a una crisis social y política sin
precedentes.
Sorprendido y golpeado en lo más profundo por
el rechazo popular a su proyecto histórico, que es al
mismo tiempo un rechazo a su propia persona, el presidente
de la república no ha tenido otra respuesta que saltar al
vacío. Dados los profundos problemas que erosionan su
personalidad – suficientemente diagnosticados por los más
importantes psicólogos, psicoanalistas y psiquiatras del
país – parece estructuralmente incapacitado para
comprender la imposibilidad de su proyecto originario,
rectificar en consecuencia y acomodarse a la realidad
histórica de un país esencialmente democrático, pacífico y
ajeno a todo nacionalismo. Agudiza en consecuencia la
conflictividad, insiste en un cambio que todos rechazan y
para recuperar su ascendiente sobre una población que día
a día acrecienta el desencanto ante su liderazgo provoca
un conflicto internacional con Colombia, nuestra nación
hermana. Atenta contra una verdad reconocida hace casi un
siglo por nuestro Rómulo Gallegos en su escrito
Las Causas, de 1909: “nuestro pueblo
odia la guerra”.
Muy posiblemente tales provocaciones no
desemboquen en un enfrentamiento real, que ni el pueblo
venezolano ni sus fuerzas armadas – según recientes
declaraciones del general Raúl Isaías Baduel – parecen
dispuestas a seguir sus delirantes propósitos. Muchísimo
menos el hermano pueblo de Colombia y su gobierno, que han
actuado con gran sensatez y sentido de su responsabilidad
histórica, evitando caer en la burda tramoya belicista de
nuestro teniente coronel. Pero la escalada armamentista,
el deterioro de nuestras relaciones internacionales y los
graves desajustes económicos derivados de este artificial
conflicto fronterizo tendrán efectos de corto y mediano
plazo absolutamente desastrosos para nuestra vida
republicana. Profundizando los conflictos económicos,
sociales y políticos que nos aquejan y acelerando en
consecuencia el desarrollo de la crisis de gobernabilidad
que amenaza al gobierno de manera aún más urgente y
definitoria que en el pasado 11 de abril, cuando Hugo
Chávez se viera impelido por los propios acontecimientos a
dejar el poder y solicitar desesperadamente el auxilio de
Monseñor Baltasar Porras para poder escapar con vida de
una situación que no estuvo en capacidad de enfrentar.
¿Estamos ante una agravada repetición de tales
sucesos?
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De la gravedad de la coyuntura dan fe
los hechos mismos. Reducir el índice de inflación del
pasado mes de enero a un 3,4% es prueba de una burda
manipulación o de una incapacidad irreversible para
enfrentar la realidad. Muchísimos rubros han escapado
durante los últimos meses a todo control de precios
brincando hasta un 40 o un 50%. Tal es el caso del
pescado, por poner un solo ejemplo. Y los que no han
podido burlar dicho control – una medida siempre
contraproducente ante un mercado que se rige por sus
propias e inapelables leyes – simplemente han desaparecido
de los anaqueles. Así, el gobierno no tiene más que dos
salidas: o libera los precios e intenta regresar a una
sana economía de mercado o establece el racionamiento, una
realidad desconocida por la sociedad venezolana. Ambos
caminos le están vedados: la primera de ellas es imposible
de imaginar en quien cree que el régimen cubano es el
colmo de la perfección y la segunda, copia de dicha
economía de guerra, en las actuales condiciones políticas
aceleraría su caída mucho más allá de lo previsible. El
gobierno se ha encallejonado. No tiene salida. Más
temprano que tarde sufrirá las consecuencias.
Es una situación inmensamente más grave que la
vivida por Carlos Andrés Pérez al final de su mandato.
Pues no se trata pura y simplemente de un gobierno en
crisis sobre el escenario de la continuidad histórica de
las instituciones. Situación en la cual el mismo
establecimiento supo encontrar la continuidad y la
transición hacia la normalidad. Se trata del derrumbe de
un proyecto y del fin de toda una época de nuestra
historia. Viene a confirmar las aprehensiones que
formuláramos hace ya algunos años, cuando nos
preguntáramos si Hugo Chávez constituía el amanecer de un
nuevo período o si no sería más bien el enterrador del que
ya periclitaba.
Siendo este último el caso, la caída de Hugo
Chávez arrastra consigo no sólo un mal, un nefasto
gobierno - el peor de los conocidos por nuestra historia.
Se lleva consigo a toda su viciada institucionalidad: un
parlamento carente de los más elementales principios
democráticos, un aparato judicial podrido hasta sus
cimientos, unas instituciones morales caracterizadas por
su flagrante inmoralidad, unas fuerzas armadas
quebrantadas en sus bases fundacionales. Un aparato de
Estado, en fin, convertido en un cascarón vacío,
vociferante y exangüe, podrido en sus cimientos e incapaz
de ofrecer bases sólidas para servir a la necesaria
transición que enfrentaremos.
Todo lo cual dificulta enormemente las
impostergables tareas que deberemos enfrentar cuando se
aproxime el momento de la verdad: reconstruir nuestra
patria sobre un terreno devastado, una cultura nacional
escarnecida, una nación que emerge de un inducido
aislamiento internacional y unas finanzas saqueadas hasta
en sus más poderosas reservas. Baste mencionar la epopeya
que será necesario librar para asegurar la gobernabilidad
de una sociedad desencajada de sus raíces por el odio, la
división y el conflicto promovidos durante quince años de
inclementes e inmorales ataques dirigidos por el actual
presidente de la república y el concurso de quienes
creyeron poder pescar en las aguas revueltas del golpismo:
notables, medios, personalidades, empresarios y políticos,
para imaginar la envergadura de la empresa colectiva que
será preciso asumir.
De allí la necesidad de esclarecer entre las
más lúcidas conciencias del país la hondura y gravedad del
mal que sufrimos y la urgencia de llegar a acuerdos entre
todos los sectores democráticos del país – no importa si
en el pasado chavistas o anti chavistas – para enfrentar
exitosamente el desafío y programar tanto una salida
consensuada, pacífica y constitucional a la actual crisis
como delinear las vigas maestras del futuro.
3
Es no sólo ingenuo sino altamente
irresponsable cerrar los ojos ante estas evidencias y
dejar el curso de los acontecimientos al arbitrio del azar
o al irresponsable laissez faire. Pensar a fondo y en toda
su extensión la gravedad de la actual circunstancia, sin
evadir ninguno de los posibles escenarios, constituye no
sólo un ejercicio de alta responsabilidad colectiva sino
un trabajo de anticipación capaz de hacer verle al mundo,
a la región y a nuestros aliados históricos que la
sociedad venezolana está perfectamente preparada para
enfrentar un eventual vacío de poder en nuestro país. Y
que cuenta con suficientes recursos humanos, materiales,
espirituales, técnicos y políticos como para asumir su
destino con las mejores manos. Cualquier otra pretensión
es mezquina o movida por intereses personales bastardos.
Es una inaceptable falacia pretender que el actual
desastre no puede ser conjurado en el corto o mediano
plazo por nuestra propia dirigencia nacional supuesta la
inexistencia de una alternativa al actual presidente de la
república. Sepan quienes difunden tales infundios que Marx,
a quien bien conocen, señala con absoluta razón que la
historia sólo plantea problemas que está en capacidad de
resolver. En esta circunstancia nosotros también lo
estamos.
Durante medio siglo de paz, esfuerzos y
realizaciones, la democracia ha hundido sus raíces muy
profundamente en la conciencia de los distintos sectores
del país. Haber transitado durante estos diez años de
graves e inclementes ataques a la cultura democrática
nacional sin mayores traumas ni rupturas, como las vividas
por otros países en condiciones semejantes – Chile,
Uruguay y Argentina, por ejemplo, que pusieron fin a
crisis semejantes e incluso de menor envergadura con
siniestros golpes de Estado - es una prueba fehaciente de
la capacidad de nuestro pueblo y sus élites políticas e
intelectuales para resolver sus conflictos sin el recurso
a la brutalidad de la fuerza.
También ha servido ese medio siglo de
democracia – tan injustamente denostada por nuestros
golpistas de profesión - para formar una de las élites
profesionales más capacitadas de América Latina. Como lo
demuestra la aceptación que encuentran en el extranjero
quienes deben abandonar nuestra patria en busca de
destinos mejores, acuciados por un gobierno que con ello
le ha causado un grave mal a la nación. Y como lo
demuestra nuestra propia historia: todas sus crisis
pudieron ser resueltas, sin un certificado de capacitación
presentada `por los Dioses para acomodo de las angustias
de los profetas de siempre. ¿Quién conocía el nombre de
Wolfgang Larrazábal antes del 23 de enero de 1958? ¿Quién
imaginó el talante democrático de Medina Anguilita, de
quien se creía ser un fascista redomado? ¿Quién entrevió
en el historiador Ramón José Velásquez al estadista capaz
de enrumbar a la Nación en momento de zozobras?
La oposición venezolana – hoy absolutamente
mayoritaria y más experimentada que en el pasado – debería
estar férreamente unida y sólidamente preparada para que
el futuro no la sorprenda en pañales. Las elecciones
próximas constituyen un reto ciertamente importante. Pero
no es ni el único ni el obligado desafío del futuro. De
celebrarse, es preciso comprenderlas en el contexto de una
estrategia global. A la historia no se la espera retozando
bajo un samán. Se la avizora con las armas de la razón en
la mano. Previendo y anticipando los acontecimientos.
Es importante tenerlo presente.