Recibo de rebote algunos correos electrónicos de jóvenes
revolucionarios vinculados al PSUV quejándose
amargamente de la triste y desesperada situación porque
atraviesa la revolución bolivariana. La razón principal
de tal queja: la amarga constatación de la pérdida de
moral revolucionaria y la evidente derrota de la cruzada
rojo-rojita ante el vendaval de críticas cosechadas por
las pésimas ejecutorias y desafueros del comandante en
jefe.
La propuesta en contrario ni siquiera supone
una contraofensiva mediática. Proponen pura y
simplemente salir a defender lo que consideran logros
del gobierno del teniente coronel. En su dramática
desorientación ni siquiera perciben que tales logros –
misiones, clientelismo populista y despilfarro - son
espuma y arena en comparación con los éxitos de los
gobiernos democráticos de la región, que en el mismo
lapso de esta década perdida para Venezuela han logrado
salir de la pobreza – el caso de Chile es paradigmático,
pues ha sido reducida a un 14% desde el 48% en que la
dejara la dictadura del general Pinochet - o llevar a
la debacle a la guerrilla más poderosa del mundo, como
es el caso del gobierno del presidente Álvaro Uribe,
convertido no sólo en la figura más admirada y popular
de su país, sino del mundo entero.
El abatimiento es general y posiblemente ya
irreversible. Pues el máximo logro que proponen resaltar
ante quienes abandonan el barco del chavismo, a punto de
naufragio, es la importancia que Venezuela ha adquirido
en el concierto de las naciones. Sin advertir que ese,
precisamente, es el más cuestionable y el que ya está
llevando al régimen a su tumba. La Venezuela de Chávez,
a la que se aferran los más duros de entre los
desesperados, ha ganado relevancia mundial pero antes
como una mácula y una vergüenza que como una Nación de
grandeza. No por sus éxitos sino por sus fracasos. No
por su grandeza, sino por su peligrosidad. En pocos
meses esta percepción ha venido a echar por tierra una
década de gastos de representación, marketing y
penetración sirviéndose del aparato de manipulación
castrista.
El caso más flagrante es el de las
relaciones de Hugo Chávez con las FARC. En este duelo
mortal entre el teniente coronel y Álvaro Uribe por
manejar el caso Ingrid Betancourt – símbolo ya universal
de la crisis colombiana – y en el que Chávez parecía
apuntarse todos los éxitos hace apenas unos meses, ha
terminado literalmente arrastrado por los suelos. Chávez
y su régimen se han asociado indisolublemente con la
debacle de las narcoguerrillas; Uribe con el de un
poderoso Estado de derecho, capaz de asestarle golpes
demoledores. En silencio, sin faramalla mediática y sin
despilfarrar el dinero de los colombianos.
¿Qué hacer ante estos jóvenes
revolucionarios, vinculados al régimen en la esperanza
de construir un mundo mejor, y que hoy despiertan a la
cruel realidad de una impostura? Ofrecerle a ellos y al
país la esperanza de una Venezuela moderna, justa,
próspera y progresista. Ese y no otro debiera ser el
programa ante las próximas elecciones. Abrir las puertas
a la esperanza.