a Fernando Mires
1
Una sencilla
reunión de algunas horas le ha bastado a la asamblea de
diputados para aprobar en primera discusión – lo de
“discusión” es un decir - una propuesta constitucional del
ejecutivo que implica, nada más y nada menos que la
reconversión de la sociedad venezolana de democracia
representativa con separación de poderes a una dictadura
autocrática bajo una presidencia vitalicia. No faltó el
diputado que pretendiera dejar de lado molestas
formalidades como pretender discutir el fondo de la
cuestión, aprobándola sin más cuento y a mano alzada en
fracción de segundos. Seguía, como casi todos y todas sus
colegas, formalmente travestido de civil, el ejemplo de
quien funge de ministro de defensa. Para quien la
propuesta del presidente para estrangular una tradición
republicana de 198 años implantada en el país gracias al
primer soldado de nuestra historia es una orden castrense
que se acata sin discusiones. Venezuela ha pasado así de
ser provincia y capitanía general, a cuero seco de
montoneras y campamento minero. Terminando por convertirse
en una granja – la de Orwell – o, todavía peor, un
cuartel. Sólo falta que comiencen a montarse los campos de
concentración y el capitán Pedro Carreño le proponga al
administrador del aeropuerto de Maiquetía, seguramente
otro uniformado o ex uniformado, cuelgue de la torre de
control un letrero que diga, como en el portón de
Auschwitz: Arbeit macht frei: el trabajo nos hace
libres.
La propuesta no es
tan descabellada como parece: incluso los mataderos
industriales de seres humanos montados por Hitler en la
Alemania nazi debían travestirse de campos de trabajo
regenerativo. De allí la consigna en hierro forjado que
coronaba el portón del tenebroso lugar: El trabajo nos
hace libres. Siguiendo la lógica de los tiranos, las
cámaras de gases habían sido habilitadas de manera que
parecían cómodos baños provistos de duchas. Y los judíos,
gitanos, eslavos y opositores de toda condición que eran
encerrados, apiñados como animales para recibir las
monumentales y letales dosis de cianuro creían que
llegaban a campos de trabajo – así fuera forzado - y que
los verdugos que los llevaban a la gasificación les hacían
el favor de llevarlos a darse un buen baño. Previo los
cuales tenían incluso la delicadeza de espulgarlos. Tuvo
que pasar un buen tiempo antes de que los prisioneros,
tratados mucho peor que perros – los nazis adoraban a sus
pastores – y hambreados hasta la inanición cayeran en la
cuenta de que quienes eran trasladados a los baños estaban
siendo asesinados. Su ausencia era más que notoria: a su
mágica desaparición y al inexplicable y permanente humo
que salía de las chimeneas no podía dejar de notarse la
pestilencia del horror. Demasiada ceniza y mal olor para
un sencillo campo de trabajo.
Es la lógica del
tirano. Pasar las dictaduras por paraísos terrenales. Y
las más espantosas opresiones por democracias ejemplares.
Hubo un tiempo en que la consigna mágica para retratar a
la tiranía castrista en un solo lema rezaba: primer
territorio libre de América. Pronto habrán pasado
cincuenta años de tal ingenioso invento. Ya nadie con dos
dedos de frente cree que Cuba disfrute de libertad alguna.
Salvo la izquierda latinoamericana y algunos trasnochados
izquierdistas europeos que suelen disfrutar de su
jubilación revolucionaria yéndose a la cama de un hotel
habanero con alguna mulata que cubre sus necesidades
desnudándose ante tan generosos marxistas leninistas,
turistas de ocasión. Pronto cambiarán su destino y vendrán
a Venezuela. Hasta puede que encuentren grandes vallas que
recen: Venezuela, Segundo territorio libre de América.
Así están las cosas.
2
Pasar gato por
liebre y tiranía por democracia es un fenómeno novedoso,
propio de la globalización. Marx no tuvo ningún empacho en
proclamar la necesidad de imponer el socialismo mediante
la dictadura del proletariado. Al montaje de tal dictadura
dedicó Lenin toda su vida y tampoco le hacía asco a la
cruda verdad: el gobierno del Partido Comunista era y
debía ser un gobierno dictatorial, cuya función no era
otra que fusilar a las élites, triturar a la vieja clase
gobernante y mandar en nombre del proletariado. Si bien ya
por entonces comenzaba a infiltrarse la mentira organizada
en el corpus revolucionario: en Rusia el proletariado era
tan minoritario como la aristocracia. O aún menor. Existía
en algunos bolsones industriales de San Petersburgo. De
manera que una dictadura del proletariado sobre el vasto
imperio zarista no podía ser menos que la más minoritaria
de las dictaduras. Y aún así: terminó siendo la más
espantosa y totalitaria de las dictaduras de un grupo de
profesionales de la revolución a la orden del más cruel y
aterrador de todos ellos: Joseph Stalin.
Tampoco Mussolini
o Hitler le hicieron asco a la verdad. Detestaban la
democracia como el más pérfido, decadente y repudiable
sistema político. Propio de débiles de espíritu,
charlatanes impenitentes y conciliadores de profesión.
Como que el ideólogo máximo del nazismo, Carl Schmitt, lo
declarara sin ambages, siguiendo por cierto al
constitucionalista y diplomático español Donoso Cortés,
para quien nada podía haber de peor que un liberal que
otro liberal. La política, para Schmitt, no era como para
los liberales que tanto detestaba un motivo de
discusiones, formación de comisiones de consulta o
comandos electorales. Era el mortal e inevitable
enfrentamiento amigo-enemigo. Exactamente como para Chávez
y Castro, su padre putativo. Y la dictadura la forma con
que el soberano – Hitler, Mussolini o, en nuestro caso, el
teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías – decide imponer
un nuevo orden constitucional sin otro atributo que su
fuerza y su decisión. “Soberano”, escribe en uno de sus
más célebres ensayos, “es quien decide del estado de
excepción”. Siendo el Estado de excepción aquel en que una
sociedad sumida en una profunda crisis política, económica
y social se encuentra a la deriva, ha perdido la vigencia
de sus instituciones y su constitucionalidad y se
encuentra a merced de aquel que sea capaz, tenga la fuerza
y los apéndices reproductores suficientes como para
imponer su ley. A sangre y fuego. Como hoy, en Venezuela.
Sin presentirlo,
Bolívar, el fundador de la república liberal autocrática,
le escribiría en su momento a uno de sus interlocutores:
“aquí no manda el que quiere, sino el que puede”. Acababa
de fusilar a Piar. Y si Santiago Mariño y los otros
próceres orientales que se le oponían no le hubieran sido
política y militarmente necesarios los hubiera hecho
fusilar a todos. Y a muchos más. Como lo dijo con todas
sus letras sin perdonar ni a Páez ni a Santander, según
cuenta Perú de Lacroix. Ordenando de paso meter preso al
cura Madariaga – el antimilitarista - nada más se asomara
por alguno de los puertos de la república. Que era loco y
había que tratarlo como tal. Lo dijo y lo ordenó porque se
sabía “el soberano”. Como quien hoy en día y sin ni
siquiera imaginar las consecuencias pretende seguirle los
pasos. Las tragedias de la historia suelen repetirse como
comedias: lo dijo Karl Marx en El 18 brumario de Luis
Bonaparte.
3
Comedia o farsa,
así sean sangrientas, no quita que quienes corren a
arrodillarse ante el soberano de Sabaneta vuelvan a
mostrar el peor, el más feo rostro de una patria que ha
conocido de obsecuencias, de genuflexiones y de tiranías
posiblemente como pocas en nuestra América. Como que
sumado en años, las etapas democráticas de que
enorgullecernos como ciudadanos libres y auténticamente
soberanos no pasen del medio siglo. Siendo el resto una
oscura sucesión de tiranías, despotismos, abusos e
iniquidades de caudillos militaristas y autocráticos como
el que, en la peor y más insólita de las decisiones, el
país eligiera en 1998 para subir al cadalso con las manos
atadas.
Es el horrendo
pasado al que en la peor de las pesadillas el presidente
de la república pretende arrastrarnos a cualquier precio.
Para lo cual cuenta con la obsecuencia más rastrera y
vergonzante que un hombre libre y digno pueda imaginar: la
de esa mayoría de asamblearios que le hacen honor al
congreso que avergonzara hasta el vómito a Rómulo Gallegos
en las postrimerías de la dictadura de Cipriano Castro. La
de quienes violan la constitución faltando a sus sagrados
deberes de profesionalismo e institucionalidad. La de los
plumarios que se arrodillan ante la espada como en tiempos
de Gómez y Pérez Jiménez.
Asombra que ante
un embate tan avieso, descarado y manifiesto contra la
institucionalidad democrática del país haya quienes
pretendan, con la más tenebrosa, añeja e inquisidora de
las casuísticas – así pregonen su juventud como valor
político - , buscar el trigo en la paja y ya escarben a
qué asirse para legitimar el asalto nazi-fascista que hoy
sufrimos. Asombran los politiqueros de siempre, que creen
posible correr a votar para rechazar un crimen ya
cometido. Como si fuera digno y legítimo asentir ante el
verdugo y decidir de la naturaleza de la cuerda con que se
nos ahorca.
Asombra que
todavía existan demócratas que no sean capaces de
discernir la inmensa, la terrible, la anonadante gravedad
del momento que vivimos. Y carezcan de la dignidad del
rechazo, la necesidad de la lucha y la apuesta por la
bondad y la grandeza de quienes todavía resisten ante la
corrupción, el estupro, la delincuencia y la criminalidad
de quienes usurpan el poder del estado para sus propios
fines y beneficios.
Venezuela está al
borde de su muerte como república democrática. Vive la
peor y más grave crisis existencial de su historia. Caer
en la estúpida trampa del autócrata pretendiendo discutir
lo indiscutible y aceptar lo inaceptable constituye un
crimen de lesa humanidad. Ante el asalto fascista a
nuestra frágil tradición democrática y la violación que se
pretende imponer a nuestra integridad ciudadana, más vale
otra muerte. La de quienes supieron defender con honor
nuestra independencia y nuestra libertad republicana.
Debemos honrarlos en esta hora, la más menguada de la
patria.
Así de simple.
sanchez2000@cantv.net