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Comparto la apreciación de que en política
mandan las circunstancias y constituye un grave error
tomar por estratégico – es decir: definitorio – lo que
es meramente táctico. De allí mi acuerdo con quienes
sostienen, en el ámbito de lo genérico y abstracto, que
un hecho como la participación electoral, esto es: la
decisión de votar o no votar en un proceso electoral
dado es un asunto que debe ser comprendido y valorado en
función de una estrategia política global, de largo
plazo, vale decir: estratégica.
Dicho lo anterior y fiel al principio
expresado, debo agregar que tampoco comparto la
conversión de los procesos electorales en actos
sacrosantos que un demócrata debe respetar sin importar
las circunstancias, el contexto o las condiciones
concretas en que se desarrollan. En determinadas
circunstancias como las imperantes hoy en Venezuela, en
que la política ha sido llevada al límite extremo del
enfrentamiento mortal amigo-enemigo – siguiendo la
lógica del fascismo, del nazismo y del socialismo
revolucionario – el asunto adquiere otra connotación. La
asimetría absoluta de los contendientes y la antinomia
de los valores en juego empaña y oscurece la esencia del
proceso electoral mismo. No sólo por la flagrante
violación y manipulación por una de las partes de las
reglas del juego y la imposibilidad de una auténtica
medición electoral – se vota, pero no se elige -, sino
por la calidad antagónica de las opciones. En democracia
se vota por opciones inmanentes al sistema democrático
mismo, por matices y diferencias, que aunque puedan ser
sustanciales nunca son contradictorias y antinómicas. El
suicidio colectivo, bien se sabe, no puede ser llevado
al estrado de las decisiones públicas.
Si no se entiende la diferencia estratégica
entre votar en el marco de una sociedad democrática a
hacerlo en el de una sociedad en estado de excepción
toda discusión entre quienes propugnan votar – a
sabiendas del fraude y del engaño – y quienes se niegan
a hacerlo se asemeja a una conversación entre sordos.
Aún y cuando ambas partes estén convencidos de la buena
fe y la honestidad de sus puntos de vista. Que en
política y bajo determinadas circunstancias más valen
los efectos que los principios. Si bien partimos del
supuesto que entre votantes y abstencionistas prima
entre nosotros el principio de la democracia sobre todo
otro principio.
¿Cómo resolver el impasse entre
abstencionistas y votantes visto y supuesto que ambos
sectores comparten los sacrosantos principios
democráticos – división de poderes, alternabilidad,
límites y control de las autoridades, libertad e
igualdad como base de los derechos ciudadanos – y se
enfrentan a un régimen que no sólo ha violado todos esos
principios de facto, sino que pretende, mediante el
próximo proceso electoral, legitimarlos de iure?
¿Es legítimo y políticamente correcto
aprobarle al enemigo - que procede según cánones
criminales contra las más esenciales instituciones
democráticas - el derecho a suprimirlas y, de paso,
darle patente de corso constitucional para que nos prive
de nuestros bienes y derechos, nos acorrale, nos
persiga, nos encarcele y eventualmente hasta nos
asesine?
2
Sin pretender relativismo político
alguno, debo confesar que respeto por igual a votantes y
abstencionistas. Si bien considero que ese simple hecho:
dividir las fuerzas opositoras en asunto tan crucial
como la actitud y las acciones a asumir frente a
procesos definitorios de su presente y su futuro atentan
por igual contra unos y otros y favorecen la política de
quienes pretenden terminar por cercenar todas nuestras
libertades y llevar el país al abismo de la dictadura,
la miseria y el retraso.
Considero asimismo que en la base de esa
desunión suicida se encuentra la raíz de nuestros más
graves males: un desacuerdo fundamental entre los
distintos sectores democráticos sobre la caracterización
del régimen, la táctica y la estrategia para enfrentarlo
y, particularmente, sobre la definición de la sociedad a
que aspiramos. Sin considerar las ambiciones partidistas
o personalistas de quienes anteponen sus intereses por
sobre los de la nación, todas esas diferencias han
impedido la definición de una política opositora
coherente y efectiva, han entorpecido la conformación de
un liderazgo capaz de conducir nuestras luchas contra el
totalitarismo y han frustrado las aspiraciones de
quienes, a pesar de todos los pesares, representan no
sólo a los sectores más conscientes, intelectualmente
más preparados y moralmente más invulnerables de nuestra
sociedad, sino muy probablemente cuantitativamente
mayoritarios. Base primordial de la Venezuela moderna,
próspera y globalizada a que consciente o
inconscientemente todos los demócratas venezolanos
aspiramos.
Tras ocho años de oposición - casi siempre
desunida y fracturada - ante un régimen que no ha
descansado un minuto en aplicar en bloque, de manera
militarizada y bajo un liderazgo autocrático e
incuestionable, con la más insólita maldad y la mayor
inescrupulosidad conocida en nuestra historia política
sus afanes totalitarios, no hemos logrado ponernos de
acuerdo sobre ese carácter totalitario del chavismo,
puesto sin embargo de manifiesto bajo esa forma tan
descarada y escandalosa de apropiarse y ejercer el
poder. Y, por lo mismo, no hemos sabido ni podido actuar
en consonancia con las expectativas que un régimen de
tales características hacía lógico anticipar.
Todas nuestras acciones han sido hasta ahora
correctas, lógicas y naturales consideradas desde el
punto de vista estrictamente democrático: desde marchar
en aluviones nunca vistos en la historia de América
Latina hasta ofrendar vidas en protestas de un civismo
ejemplar; desde recurrir a huelgas y paros cívicos hasta
declararnos en brazos caídos sacrificando nuestros
empleos y nuestros bienes. Y desde luego: hemos
participado en procesos electorales moviendo toda
nuestra capacidad ciudadana y respetado los resultados
sobre los que no hemos ejercido control ni auditoria
alguna, sabiendo que lo hacíamos bajo las más ominosas e
injustas disparidades, bajo el garrote de un Estado
inescrupuloso, opresor y forajido y sin más medios que
nuestros precarios derechos: opinar y emitir un voto.
Todo ello, por cierto, de manera pacífica y respetando
el marco constitucional imperante.
¿Cuáles han sido los resultados de tan
admirables acciones? Bajo condiciones semejantes e
incluso de infinita menor envergadura otros pueblos se
han sacudido de autoridades y regímenes que lesionaban
sus derechos. En Argentina, movilizaciones que jamás
tuvieron ni el civismo ni la contundencia numérica de
las nuestras sacaron del juego en pocas semanas nada más
y nada menos que a cinco presientes. En Bolivia,
acciones absolutamente golpistas, financiadas por
nuestro gobierno, quitaron del medio a un presidente
constitucional democráticamente electo y forzaron la
renuncia de quienes pretendían restaurar el orden
quebrantado.
¿Cuáles son las razones de esta dolorosa
disparidad?
3
No faltan quienes reprueban el 11 de abril,
el paro cívico y la abstención ciudadana del 4-D, además
de otras acciones extremas intentadas por la sociedad
civil prácticamente sin un liderazgo político
organizado, considerándolos graves errores políticos.
Quienes así lo señalan olvidan o pretenden olvidar que
cualquier mal gobierno democrático no hubiera soportado
la presión de dichas acciones y hubiera dado paso a una
inmediata regeneración del tejido político y social.
Cualquier presidente democrático con una mínima decencia
y sentido cívico – como fuera el caso del comportamiento
ejemplar de Carlos Andrés Pérez – hubiera reconocido la
gravedad histórica del momento y dado paso a la solución
constitucional, democrática, electoral de la crisis.
Es más: quienes reprueban y desconocen el
valor político de dichas acciones se engañan de una
manera insoslayable: creen, posiblemente de buena fe,
que de no haber mediado el 11 de abril, el paro cívico,
la Plaza Altamira y el abstencionismo del 4-D todo
hubiera fluido según nuestra tradición política. Chávez
se hubiera desinflado por el peso de sus propios
errores. Ya estaríamos bajo un nuevo gobierno electo en
comicios justos y transparentes. PDVSA seguiría dirigida
por los principios de la meritocracia y la gente del
petróleo estaría en sus puestos. La asamblea sería
democrática y multicolor. Y el CNE sería un organismo
imparcial. En otras palabras: la constitución de 1999
hubiera mostrado y demostrado todas sus virtudes.
Grave y cruel autoengaño. Pasan por alto un hecho
garrafal: Chávez es medular, intrínseca, esencialmente
golpista, caudillesco y totalitario desde sus más
lejanos orígenes políticos y militares. Y nadie puede
invocar el engaño como justificativo de su adhesión:
todos quienes lo eligieron estaban perfectamente
enterados de esa su naturaleza. Así se travistiera por
razones tácticas de contendiente democrático y optara
por participar en las elecciones de 1998. Siguiendo, por
cierto el guión de Hitler, que ante el fracaso de su
golpe de Estado de 1923 decidió jugar “limpio”. Quienes
hoy lo respaldan comparten esa atrofiada naturaleza
espiritual, psicológica y política. De allí la gravedad
del mal que nos asiste y la tremenda, la casi
insuperable dificultad de combatirlo y superarlo.
Venezuela está grave, mortalmente enferma. Chávez llegó
para quedarse, aplastar la democracia y erigir un
régimen totalitario. Todo lo demás es cuento.
Es en este contexto y consciente de esta
circunstancia extrema que la ciudadanía debe considerar
su participación electoral frente a un intento
absolutamente inconstitucional como la asfixia de
nuestros principios democráticos mediante un aberrante
fraude constitucional. En función de esta situación
extrema es que nuestra valerosa y consciente sociedad
civil debe demandar del liderazgo político partidista,
comunitario y social se una tras una estrategia de
combate contra el totalitarismo. Inicie una cruzada de
concientización sobre la gravedad del momento y la
naturaleza totalitaria del fraude constitucional y
acuerde la política a seguir el 9 de diciembre –
abstención o participación – en función de las acciones
futuras a desarrollar. Que debieran constituir una
bitácora obligatoria para todos los convocantes.
Pues no se trata de agotar nuestra acciones
extendiéndole un cheque en blanco al liderazgo ocasional
para que luego de obtenido nuestro masivo respaldo
ciudadano incumpla sus sagrados compromisos de
enfrentarse al totalitarismo – como ya ha sucedido -,
sino de crear de una vez por todas un frente unitario
que lo combata ahora y siempre, exitosamente. La lucha
por la democracia es un compromiso sagrado que no
termina el 9-D. Puede que entonces recién comience.
Entonces sonará la hora de la verdad.