A Margarita López Maya
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En mayo de 1955, el
congresista Rafael Díaz-Balart leyó en el Capitolio cubano
un encendido discurso de protesta contra la moción que
pretendía – e impuso – dictar una amnistía favorable a los
participantes en el asalto al Cuartel Moncada, efectuado
el 26 de julio de 1953, y en particular al responsable por
la sangrienta aventura, el esposo de su hermana Mirta
Díaz-Balart y abogado Fidel Castro. El argumento con que
el cuñado en ejercicio y lider del Capitolio rechazó
cualquier amago de amnistía fue categórico. Dijo entonces
textualmente: “Fidel Castro y su grupo solamente quieren
una cosa: el poder, pero el poder total, que les permita
destruir definitivamente todo vestigio de Constitución y
de ley en Cuba, para instaurar la más cruel, la más
bárbara tiranía, una tiranía que enseñará al pueblo el
verdadero significado de lo que es la tiranía, un régimen
totalitario inescrupuloso, ladrón y asesino que sería muy
difícil de derrocar por lo menos en veinte años.”
Díaz-Balart sabía perfectamente de qué hablaba. De allí el
carácter premonitorio de su discurso. Conocía íntimamente
al sujeto, con el que conviviera algunos meses recién
casados Fidel y Mirta y a quienes recibiera en su
apartamento de Manhattan. Habían viajado juntos por los
Estados Unidos y se habían confesado sus mutuas
aspiraciones. Conocía al dedillo sus tropelías facinerosas
como pistolero en el ambiente gangsteril que imperaba en
la Universidad de La Habana a fines de los 40’s, el muerto
que se había echado a su espalda en una heladería
solamente para complacer y agradar a Manolo Castro,
presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios,
a quien pretendía sumarse. Castro, Fidel, era un pistolero
dispuesto a matar a su madre por alcanzar fama y gloria.
Pero además de todo ello, era el perfecto prototipo del
fascista tropical: “Porque Fidel Castro no es más que un
psicópata fascista, que solamente podría pactar desde el
poder con las fuerzas del comunismo internacional, porque
ya el fascismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial,
y solamente el comunismo le daría a Fidel el ropaje
seudoideológico para asesinar, robar, violar impunemente
todos los derechos y para destruir en forma definitiva
todo el acervo espiritual, histórico, moral y jurídico de
nuestra República”. Estas palabras no fueron escritas post
festum: fueron redactadas y leídas en mayo de 1955, dos
años después del frustrado asalto al Moncada y cuatro
antes del exitoso asalto y conquista del Poder por Fidel
Castro. Mayor, más exacta y más estremecedora premonición,
imposible.
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Ambos elementos constitutivos de la personalidad de
Castro: su ilimitada crueldad y su talento para situarse
del lado que permitiera la legitimación de su pleno y
totalitario ejercicio del Poder, han sido destacados en la
más acabada y certera biografía escrita sobre el
personaje, la de Norberto Fuentes, que bajo el título
“Autobiografía de Fidel Castro”, apareciera publicada en
Barcelona, España por las Ediciones Destino en 2004.
Conocedor íntimo y profundo de los hermanos Castro y del
entorno que gobierna la isla desde el triunfo de la
revolución y el asalto al Poder por Fidel, hace cuarenta y
ocho años, quien fuera cortesano favorito y ghostwitter de
Raúl Castro, así como consentido de la nomenclatura
militar y policíaca del aparato, Norberto Fuentes puede
dar fe de la auténtica coartada que ha significado el
socialismo marxista-leninista para legitimar el más
despótico, atrabiliario y siniestro ejercicio de poder
vitalicio nunca antes conocido en la desgraciada isla del
Dr. Castro en toda su historia.
Pienso en las palabras de Rafael Días Balart y el
cumplimiento aterrador de su siniestra profecía – ya no
son veinte sino cincuenta años los que tiene la tiranía
que consideraba inminente - mientras Venezuela se despeña
por las laderas del totalitarismo en el mejor estilo de
los fascismos autocráticos de todo signo y condición,
mientras se esgrime, como entonces en Cuba, la coartada
del socialismo utópico. Esta vez, y dado el fracaso
estrepitoso de los llamados socialismos reales – la URSS y
sus satélites del Este europeo, en un extremo, la China
maoísta, en el otro – durante el sangriento y belicoso
siglo XX, rebautizado genérica y ambiguamente para
engatusar incautos y revivir las alicaídas y escuálidas
huestes del comunismo internacional bajo el señuelo de
socialismo del siglo XXI. Pero contrariamente a lo que
pretenden los amanuenses criollos del teniente coronel y
sus ideólogos internacionales orquestados por el G-2
cubano, el totalitarismo castrista y el que ahora remozado
por los ingresos petroleros se pretende imponernos por la
violencia autocrática de una ley habilitante, no se
encuentra programado en los escritos del socialismo
científico, cuya intención inmediata, como anticipado en
el Manifiesto Comunista, escrito en 1848 por Marx y Engels,
era avanzar ciertamente hacia una transformación radical y
sistémica de la sociedad. Pero no de cualquier sociedad y
muchísimo menos de una carente de capitalismo industrial y
un proletariado desarrollado social, política y
culturalmente, sino precisamente en aquellas que hubieran
alcanzado un capitalismo industrial en pleno desarrollo de
sus fuerzas productivas y tecnológicas. Sólo así el poder
proletario podría avanzar hacia una auténtica
democratización de la sociedad, la aniquilación total del
Estado – boa constrictor, lo llamaba Marx en La Guerra
Civil en Francia - y la entrega del poder a los
productores. Sin dichas condiciones, la utopía no era sino
una coartada, un modelo para armar regímenes totalitarios.
Incluso para permitir el desarrollo de sus retrasadas
fuerzas productivas hacia el capitalismo mediante la
expoliación inhumana de millones y millones de ciudadanos
- como sucediera en la Unión Soviética y sus satélites,
que desembocan tras espantosos setenta años de dictadura
proletaria en el más descarnado y salvaje de los
capitalismos. Una utopía que sin Lenin y Stalin, los
creadores del bolchevismo, el socialismo en un solo país,
su conversión en religión de Estado y la erección del más
totalitario de los sistemas jamás vería la luz. Lo que vio
la luz no fue la mojiganga paradisíaca de la engañosa
consigna marxiana “de todos según sus capacidades a todos
según sus necesidades”, de pronto expurgado del evangelio
por los asesores del nuevo Mesías, sino el más espantoso y
despótico ejercicio del poder en manos de un psicópata
como Stalin, mucho más cercano a la tradición imperial
rusa de Pedro el Grande que a la emancipada y liberadora
de Carlos Marx y Federico Engels. Por ello, y en esa
aterradora tradición despótica zarista, establecen el
totalitarismo soviético, suficientemente adobado de
progroms, purgas, asesinatos masivos, etnocidios, campos
de concentración, hambrunas y la mortandad más espantosa
inducida por régimen alguno en la historia. Ante el cual
incluso el nazismo hitleriano y el holocausto se quedan
cortos.
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Los herederos del socialismo científico establecido por
Marx-Engels y organizado en la llamada Primera
Internacional – fundada en Londres en 1864 y disuelta en
Nueva York en 1876 – se dividieron en dos grandes
corrientes a partir de la fundación de la llamada Segunda
Internacional, fundada en 1889 y establecida en Bruselas.
La que se afincaría en el socialismo democrático y daría
lugar a los partidos socialdemócratas, por una parte; y la
que encontraría expresión en el leninismo ruso dando lugar
a la Revolución Soviética de Octubre de 1917 y la
fundación de la llamada Tercera Internacional por Lenin en
1919, como escisión de la anterior. Desde entonces la
palabra socialismo encubrió dos realidades diametralmente
antagónicas y contrapuestas: el socialismo de la
socialdemocracia, inmanente a los sistemas capitalistas y
democráticos, por una parte; y el socialismo
revolucionario, que propagaría la necesidad de fundar
partidos comunistas para tomarse el poder y establecer la
dictadura del proletariado por cualquier medio, armado o
electoral, violento o pacífico, por la otra. La capacidad
de manipular los términos y pasar lo negro por blanco y lo
blanco por negro quedó de manifiesto cuando Lenin,
absolutamente minoritario en el partido socialista ruso,
se aprovechara de una muy circunstancial mayoría en uno de
los congresos del partido par apropiarse del término
“bolchevique” – mayoría, en ruso – y llamara “menchevique”
– minoría – a la mayoría aplastante de los sectores
reformistas de su partido. El escuálido era Lenin:
mediante el birlibirloque lingüístico realizó su primera
expropiación semántica para asaltar el Poder y establecer
la feroz dictadura del partido en nombre de una supuesta
mayoría. Que también, por vía del contrabando semántico,
convirtió en “dictadura del pueblo”. Como puede verse, la
manipulación de los términos y la prestidigitación
fraudulenta que convierte intentos de golpes de estado en
actos eminentemente democráticos y actos eminentemente
democráticos en golpes de estado - hoy tan en boga en esta
“revolución rojo-rojita” - tiene antecedentes más que
centenarios.
La mejor herencia del socialismo científico fue asumida
por la socialdemocracia alemana ya a fines del siglo XIX.
Sus ideas pernearían los movimientos obreros y
reivindicativos en todo el mundo, particularmente en las
sociedades capitalistas más avanzadas. Luego de la derrota
nazi-fascista y expurgada del espantoso lastre del zarismo
leninista y estaliniano, sería irradiada a toda Europa y
los Estados Unidos. Ninguna de las sociedades
desarrolladas del mundo de hoy es comprensible sin ese
fundamental ingrediente democrático y social. Forma parte
constitutiva de las sociedades democráticas modernas. Ha
sido un correctivo al capitalismo salvaje criticado en el
Manifiesto Comunista y en El Capital. El lastre
totalitario del zarismo bolchevique en cambio conduciría a
la hecatombe de la implosión de los socialismos reales
después de cruentos e interminables setenta años de
pesadillas. Hoy sólo vegeta en Corea del Norte y en Cuba,
con sus regímenes dictatoriales, totalitarios,
neomonárquicos y fascistas. Sumidos en la miseria y la
pobreza, su socialismo verbal demostró no ser más que la
coartada de siniestros dictadores vitalicios.
¿Será la coartada del caudillo?
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