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de una banalidad asombrosa. Aburrido, intrascendente y
tedioso hasta el hastió. Sin otros atributos que una
desenfrenada ambición y una crueldad verdaderamente
descomunal. Que le permitieron de la noche a la mañana y
gracias a su aterradora psicopatía y a su insólita
capacidad de conectar con los más hondos anhelos de un
pueblo en crisis, enfermo y profundamente quebrantado
por sus graves derrotas, convertirse en el hombre más
influyente del planeta y el dictador más despótico y
poderoso de cuantos existieran. Comparable sino superior
en sus anhelos imperiales a Alejandro Magno, a Julio
César, a Carlomagno o a Napoleón. Puso de rodillas a
toda Europa – desde el Atlántico hasta los Urales –
construyendo el más extenso y poderoso imperio
transeuropeo de la historia en la campaña militar más
breve y deslumbrante de la modernidad.
Esa insólita contradicción entre la miseria del hombre y
la magnitud de sus acciones se colige no sólo de todas
las biografías – en particular de la de Joachim Fest, la
más completa y acuciosa de todas ellas
– sino también de los innumerables ensayos que le han
sido prodigados. De entre los cuales - sin duda el más
brillante - el del publicista alemán Sebastian Haffner,
para quien Hitler supera en sus logros a Napoleón, así
no fuera un estadista ni dejara a la posteridad una sola
obra que no fueran el horror y el caos. Sus
Anotaciones sobre Hitler se cuentan entre los
más deslumbrantes estudios dedicados al dictador y
etnocida germano. Siempre presente, siempre fascinante y
siempre actual por su arquetípico acopio de maldad y
apocalípticas pulsiones destructivas. Tal como lo señala
Fest en su biografía, “cuanto más extraña y enigmática
sea la figura histórica, tanto más patente resulta su
función psicológico-social; parece ser que el ser humano
necesita poder contemplar una figura tangible de la
maldad.” Hitler nos provee del modelo perfecto.
Consciente o inconscientemente estampado en la memoria
genética de todos los caudillos autocráticos – Castro es
el mejor ejemplo - que le han sucedido desde entonces.
Hasta el día de hoy.
Sorprende que un hombre tan banal e
intrascendente influyera de manera tan profunda en las
transformaciones operadas en la historia de la humanidad
a partir de su breve y sangriento reinado de 12 años.
Durante los cuales sacara a Alemania del abismo, la
convirtiera en la primera potencia económica europea, la
armara hasta los dientes transformándola en un amasijo
social y político capaz de someter a las naciones más
desarrolladas y cultas de Europa, para terminar poniendo
en jaque la hegemonía mundial anglosajona y dejar
avizorar un mundo nuevo bajo predominio nazi. Estuvo a
un tris de lograr ese propósito y lo hubiera conseguido
si Churchill y Roosevelt, a los que se sumaría Stalin,
no hubieran decidido librar en contra suya la más
devastadora de las guerras conocidas por la humanidad.
Una guerra extraordinariamente asimétrica, pues
conjuraba los más grandes poderes de la época – con todo
su gigantesco poderío militar y armamentista - contra la
fuerza armada de un solo país. Al que terminarían
doblegando con el mayor despliegue de parafernalia
bélica jamás conocida. Inaugurando la época del poderío
nuclear al dejar caer sobre Hiroshima y Nagasaki las
primeras bombas atómicas de la historia.
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De allí el asombroso contraste entre
su mediocridad personal y los devastadores efectos de su
acción social, política y militar. Basta adentrarse en
su mundo más íntimo para obtener las pruebas de su
infinita banalidad, de su mediocridad sin límites, de
sus miserables preconceptos plagados de tópicos al uso
del más ramplón de los pequeño burgueses alemanes de
comienzos de siglo. Tal vez allí radique la clave de su
monumental influjo: Hitler no fue más que un clásico
pequeño burgués, consumido por los prejuicios de su
época, aunque dispuesto por una muy peculiar
circunstancia y un asombroso juego de azares a llevarlos
a cabo y realizar los mezquinos sueños de esa escoria
alemana de su época que personificó mejor que nadie –
con sus horrores y fobias, sus miedos y sus esperanzas -
empleando toda la violencia, toda la crueldad y toda la
astucia de que lo dotara la naturaleza. Un zoo
politikon de la más brutal y eficaz especie. Un
Führer.
La reflexión viene a cuento al leer las
Conversaciones de Sobremesa de Hitler,
editadas por Henry Picker en la prestigiosa editorial
Propyläen, de München, Alemania, en 2003.
Testigo directo y excepcional de esos años pasados en
La Guarida del Lobo, el bunker del Führer
ubicado cerca de Rastenburg, en Prusia Oriental y desde
el cual dirigía la guerra en el frente oriental, Picker
fue convocado por el propio Hitler para que supervisara
las notas estenográficas tomadas por su asistente
Heinrich Heim y luego por él mismo de sus largos
monólogos de sobremesa, sostenidos frente a sus más
estrechos colaboradores. Abarcan desde julio de 1941
hasta marzo de 1942. Nueve meses de confesión diaria
reunidas en 700 páginas de letra menuda, autentificadas
para su edición – nobleza alemana obliga – por los
miembros del Cuartel General del Führer y ayudantes de
Hitler contraalmirante Karl Jesko von Puttkamer, coronel
Nicolás von Below y teniente general Gerhard Engel, así
como por el historiador Walther Mediger.
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Hitler no desperdiciaba la ocasión, rodeado
siempre de sus más fieles acólitos y vasallos, para
largarse interminables monólogos sobre cuánto tópico le
asaltara el ánimo. Antes de asaltar el Poder solía
hacerlo con sus guardaespaldas, su chofer y uno que otro
de sus más personales asistentes en torno a la mesa que
se le tenía permanentemente reservada en la cafetería de
moda en München, entonces centro de atracción de la
aristocracia bávara y feudo del nacionalsocialismo. No
entraba en confianza sino ante seres inferiores y
devotos, sin permitir interrupciones. Prohibición tácita
e inútil considerado inimaginable quien osara disputarle
el primer plano a uno de los ególatras y mitómanos más
concupiscentes de la historia alemana.
La sola idea de que una mujer, y para mayor
humillación, de origen judío como Hannah Arendt pudiera
poner al desnudo la siniestra banalidad y el horror de
su régimen, lo hubiera enloquecido: “muy mala señal
cuando una mujer comienza a meterse en asuntos
filosóficos. Es entonces cuando lo sacan a uno de
quicio” comenta el 1 de marzo de 1942 luego de la cena.
En su machismo racista y xenófobo, la mujer no era más
que un animalito reproductor, un objeto decorativo:
celoso, egoísta y naturalmente incapacitado para
comprender el altruismo masculino: “cuando una mujer se
embellece, su afán exhibicionista suele verse solapado
por la secreta alegría de enfurecer a una competidora.
Tienen la insólita capacidad – absolutamente ajena a
nosotros los hombres – de darle un beso en la mejilla a
su mejor amiga y clavarle simultáneamente una aguja. Es
absolutamente inútil pretender mejorarla. ¡Permitamos
sus debilidades! ¡Mil veces más útil permitírselas, que
verlas ocuparse de asuntos metafísicos!”.
De allí su convicción de que un hombre
llamado a grandes acciones no debía caer en el error de
contraer matrimonio. “El hombre es esclavo de sus
pensamientos: lo dominan sus tareas y obligaciones y no
faltan las ocasiones en que debe decirse: ¿de qué me
sirve una mujer? ¿De qué me sirven los niños?”. Esa
misma noche del 25 al 26 de enero de 1942, mientras sus
tropas arrasaban avanzando hacia las estepas orientales,
señalaba con absoluta firmeza: “mejor es no casarse. Lo
peor del matrimonio es que genera compromisos.
Infinitamente mejor tener una querida. Desaparece el
peso de las responsabilidades y todo es puro regalo. Por
supuesto: esto sólo es válido para hombres
excepcionales”. Entre los que evidentemente se contaba.
Sólo se casó con la pobre infeliz que le siguió sus
pasos como una perrita faldera, a pocas horas de
suicidarse ambos y ser consumidos por las llamas.
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No es malo traer a la memoria en medio de nuestras
tribulaciones las ideas de Hitler sobre la libertad de
expresión. El 22 de febrero de 1942, al alabar el
poderosísimo aparato propagandístico del Tercer Reich,
reconocía con orgullo: “extirpamos de raíz la idea de
que entre las libertades políticas reconocidas por el
Estado se acepte el derecho a que cada quien diga lo que
le de la gana. Más de la mitad de todos los medios
existentes están en manos de nuestro editor oficial, Max
Amann. Cuando llamo a Lorenz
y le doy mi visión de las cosas en unas pocas frases,
esa misma madrugada aparece en los titulares de cada
medio de prensa alemán.” Había logrado el sueño de todo
dictador: aplastar o copar todos los medios hasta
convertirlos en meras oficinas de prensa de su despacho.
La razón de esa imperiosa necesidad la explica en esa
misma ocasión el propio Hitler: “Estoy muy orgulloso de
que con no más que ese par de hombres puedo girar el
timón de la opinión pública en 180 grados – como
sucediera el 22 de junio de 1941. Ninguna nación del
planeta puede competir en eso con nosotros.”
Ese 22 de junio de 1941 logró torcer de un
solo bandazo el estado de la opinión pública alemana que
juraba, hasta ese día, que los soviéticos eran sus
mejores aliados. Para convertirse gracias a la
prestidigitación verbal del Führer en sabandijas que
había que erradicar de la faz del planeta. Y eso que aún
no comenzaba con la deportación, exterminio y
gasificación de la población judía. Ese espantoso
holocausto cuya existencia el presidente de Irán y socio
predilecto de nuestro presidente, Mahmud Ahmadineyad,
insiste en negar.
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A la mujer y a los medios como
objetos de desprecio o manipulación no podían faltar los
sacerdotes, repudiados por Hitler tanto como las
ancianas observantes, según él las únicas merecedoras
del castigo de seguir sus plegarias. “Nuestro ámbito
religioso es el más despreciable que pueda existir”,
comentaba al mediodía del 13 de diciembre de 1941. “No
me preocupo de principios religiosos, por lo que no
soporto que un cura se mezcle en asuntos terrenales. La
mentira organizada – se refiere a la Iglesia - debe ser
aniquilada tan de raíz, que el Estado aparezca como el
único amo y señor. Cuando joven mi posición al respecto
era muy simple: emplear dinamita. Luego comprendí que
eso es imposible. La iglesia debe podrirse exactamente
como lo hace un miembro descompuesto. Debiéramos llegar
tan lejos como para que los púlpitos sólo sean ocupados
por imbéciles y ante ellos, sólo viejecitas decrépitas.
La juventud sana se encuentra de nuestro lado.” Tanto
era el desprecio que sentía por el clero, que prohibió
el ingreso de religiosos de cualquier observancia en su
partido.
Mucho se ha comentado acerca de las
simpatías mutuas entre Pío XII y Hitler. Especialmente a
raíz de la firma del concordato. Nada de eso, por lo
menos de parte del Führer: “Yo invadiría el Vaticano con
mis tropas y sacaría de allí a todo ser viviente. Luego
diría: ¡Disculpen, me he equivocado! Pero allí no
hubiera quedado nadie.” El odio al cristianismo se
deriva en Hitler del odio al judaísmo, como su
fundamento: “La decadencia del mundo antiguo se debió a
la movilización del populacho por el cristianismo,
cuestión que tuvo tan poco que ver con la religión como
el socialismo marxista con la solución de los problemas
sociales”. Y a tanto llegaba su odio, que si por él
hubiera sido y no hubiera mediado el temor al triunfo
bolchevique, hubiera alimentado la destrucción de la
iglesia por los republicanos durante la guerra civil
española: “si no hubiera existido el peligro de que el
bolchevismo se expandiera por Europa, yo no le hubiera
puesto atajo a la revolución en España: así se hubiera
exterminado a los curas. Si ellos volvieran a hacerse
con el Poder entre nosotros, Europa volvería a las
tinieblas de la Edad Media.”
Tanto fue el odio que llegó a tenerle a la
iglesia que esperaba ver cumplido su deseo final: el día
de su entierro ni un solo cura en 10 kilómetros a la
redonda. Se le cumplió con creces. Sus restos y los de
Eva Braun, su esposa del último minuto, se carbonizaron
sin una sola sotana en lontananza. Berlín ya estaba
ocupada por los bolcheviques.