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Hitler en la guarida del lobo
por Antonio Sánchez García  
lunes, 20 agosto 2007


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            Era de una banalidad asombrosa. Aburrido, intrascendente y tedioso hasta el hastió. Sin otros atributos que una desenfrenada ambición y una crueldad verdaderamente descomunal. Que le permitieron de la noche a la mañana y gracias a su aterradora psicopatía y a su insólita capacidad de conectar con los más hondos anhelos de un pueblo en crisis, enfermo y profundamente quebrantado por sus graves derrotas, convertirse en el hombre más influyente del planeta y el dictador más despótico y poderoso de cuantos existieran. Comparable sino superior en sus anhelos imperiales a Alejandro Magno, a Julio César, a Carlomagno o a Napoleón. Puso de rodillas a toda Europa – desde el Atlántico hasta los Urales – construyendo el más extenso y poderoso imperio transeuropeo de la historia en la campaña militar más breve y deslumbrante de la modernidad.

 

Esa insólita contradicción entre la miseria del hombre y la magnitud de sus acciones se colige no sólo de todas las biografías – en particular de la de Joachim Fest, la más completa y acuciosa de todas ellas[1] – sino también de los innumerables ensayos que le han sido prodigados. De entre los cuales - sin duda el más brillante - el del publicista alemán Sebastian Haffner, para quien Hitler supera en sus logros a Napoleón, así no fuera un estadista ni dejara a la posteridad una sola obra que no fueran el horror y el caos. Sus Anotaciones sobre Hitler se cuentan entre los más deslumbrantes estudios dedicados al dictador y etnocida germano. Siempre presente, siempre fascinante y siempre actual por su arquetípico acopio de maldad y apocalípticas pulsiones destructivas. Tal como lo señala Fest en su biografía, “cuanto más extraña y enigmática sea la figura histórica, tanto más patente resulta su función psicológico-social; parece ser que el ser humano necesita poder contemplar una figura tangible de la maldad.” Hitler nos provee del modelo perfecto. Consciente o inconscientemente estampado en la memoria genética de todos los caudillos autocráticos – Castro es el mejor ejemplo - que le han sucedido desde entonces. Hasta el día de hoy.

 

            Sorprende que un hombre tan banal e intrascendente influyera de manera tan profunda en las transformaciones operadas en la historia de la humanidad a partir de su breve y sangriento reinado de 12 años. Durante los cuales sacara a Alemania del abismo, la convirtiera en la primera potencia económica europea, la armara hasta los dientes transformándola en un amasijo social y político capaz de someter a las naciones más desarrolladas y cultas de Europa, para terminar poniendo en jaque la hegemonía mundial anglosajona  y dejar avizorar un mundo nuevo bajo predominio nazi. Estuvo a un tris de lograr ese propósito y lo hubiera conseguido si Churchill y Roosevelt, a los que se sumaría Stalin, no hubieran decidido librar en contra suya la más devastadora de las guerras conocidas por la humanidad. Una guerra extraordinariamente asimétrica, pues conjuraba los más grandes poderes de la época – con todo su gigantesco poderío militar y armamentista - contra la fuerza armada de un solo país. Al que terminarían doblegando con el mayor despliegue de parafernalia bélica jamás conocida. Inaugurando la época del poderío nuclear al dejar caer sobre Hiroshima y Nagasaki las primeras bombas atómicas de la historia.

 

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            De allí el asombroso contraste entre su mediocridad personal y los devastadores efectos de su acción social, política y militar. Basta adentrarse en su mundo más íntimo para obtener las pruebas de su infinita banalidad, de su mediocridad sin límites, de sus miserables preconceptos plagados de tópicos al uso del más ramplón de los pequeño burgueses alemanes de comienzos de siglo. Tal vez allí radique la clave de su monumental influjo: Hitler no fue más que un clásico pequeño burgués, consumido por los prejuicios de su época, aunque dispuesto por una muy peculiar circunstancia y un asombroso juego de azares a llevarlos a cabo y realizar los mezquinos sueños de esa escoria alemana de su época que personificó mejor que nadie – con sus horrores y fobias, sus miedos y sus esperanzas - empleando toda la violencia, toda la crueldad y toda la astucia de que lo dotara la naturaleza. Un zoo politikon de la más brutal y eficaz especie. Un Führer.

 

            La reflexión viene a cuento al leer las Conversaciones de Sobremesa de Hitler, editadas por Henry Picker en la prestigiosa editorial Propyläen, de München, Alemania, en 2003.[2] Testigo directo y excepcional de esos años pasados en La Guarida del Lobo, el bunker del Führer ubicado cerca de Rastenburg, en Prusia Oriental y desde el cual dirigía la guerra en el frente oriental, Picker fue convocado por el propio Hitler para que supervisara las notas estenográficas tomadas por su asistente Heinrich Heim y luego por él mismo de sus largos monólogos de sobremesa, sostenidos frente a sus más estrechos colaboradores. Abarcan desde julio de 1941 hasta marzo de 1942. Nueve meses de confesión diaria reunidas en 700 páginas de letra menuda, autentificadas para su edición – nobleza alemana obliga – por los miembros del Cuartel General del Führer y ayudantes de Hitler contraalmirante Karl Jesko von Puttkamer, coronel Nicolás von Below y teniente general Gerhard Engel, así como por el historiador Walther Mediger.

 

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            Hitler no desperdiciaba la ocasión, rodeado siempre de sus más fieles acólitos y vasallos, para largarse interminables monólogos sobre cuánto tópico le asaltara el ánimo. Antes de asaltar el Poder solía hacerlo con sus guardaespaldas, su chofer y uno que otro de sus más personales asistentes en torno a la mesa que se le tenía permanentemente reservada en la cafetería de moda en München, entonces centro de atracción de la aristocracia bávara y feudo del nacionalsocialismo. No entraba en confianza sino ante seres inferiores y devotos, sin permitir interrupciones. Prohibición tácita e inútil considerado inimaginable quien osara disputarle el primer plano a uno de los ególatras y mitómanos más concupiscentes de la historia alemana.

 

            La sola idea de que una mujer, y para mayor humillación, de origen judío como Hannah Arendt pudiera poner al desnudo la siniestra banalidad y el horror de su régimen, lo hubiera enloquecido: “muy mala señal cuando una mujer comienza a meterse en asuntos filosóficos. Es entonces cuando lo sacan a uno de quicio” comenta el 1 de marzo de 1942 luego de la cena.  En su machismo racista y xenófobo, la mujer no era más que un animalito reproductor, un objeto decorativo: celoso, egoísta y naturalmente incapacitado para comprender el altruismo masculino: “cuando una mujer se embellece, su afán exhibicionista suele verse solapado por la secreta alegría de enfurecer a una competidora. Tienen la insólita capacidad – absolutamente ajena a nosotros los hombres – de darle un beso en la mejilla a su mejor amiga y clavarle simultáneamente una aguja. Es absolutamente inútil pretender mejorarla. ¡Permitamos sus debilidades! ¡Mil veces más útil permitírselas, que verlas ocuparse de asuntos metafísicos!”.

 

            De allí su convicción de que un hombre llamado a grandes acciones no debía caer en el error de contraer matrimonio. “El hombre es esclavo de sus pensamientos: lo dominan sus tareas y obligaciones y no faltan las ocasiones en que debe decirse: ¿de qué me sirve una mujer? ¿De qué me sirven los niños?”. Esa misma noche del 25 al 26 de enero de 1942, mientras sus tropas arrasaban avanzando hacia las estepas orientales, señalaba con absoluta firmeza: “mejor es no casarse. Lo peor del matrimonio es que genera compromisos. Infinitamente mejor tener una querida. Desaparece el peso de las responsabilidades y todo es puro regalo. Por supuesto: esto sólo es válido para hombres excepcionales”. Entre los que evidentemente se contaba. Sólo se casó con la pobre infeliz que le siguió sus pasos como una perrita faldera, a pocas horas de suicidarse ambos  y ser consumidos por las llamas.

 

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No es malo traer a la memoria en medio de nuestras tribulaciones las ideas de Hitler sobre la libertad de expresión. El 22 de febrero de 1942, al alabar el poderosísimo aparato propagandístico del Tercer Reich, reconocía con orgullo: “extirpamos de raíz la idea de que entre las libertades políticas reconocidas por el Estado se acepte el derecho a que cada quien diga lo que le de la gana. Más de la mitad de todos los medios existentes están en manos de nuestro editor oficial, Max Amann. Cuando llamo a Lorenz[3] y le doy mi visión de las cosas en unas pocas frases, esa misma madrugada aparece en los titulares de cada medio de prensa alemán.” Había logrado el sueño de todo dictador: aplastar o copar todos los medios hasta convertirlos en meras oficinas de prensa de su despacho. La razón de esa imperiosa necesidad la explica en esa misma ocasión el propio Hitler: “Estoy muy orgulloso de que con no más que ese par de hombres puedo girar el timón de la opinión pública en 180 grados – como sucediera el 22 de junio de 1941. Ninguna nación del planeta puede competir en eso con nosotros.”

 

            Ese 22 de junio de 1941 logró torcer de un solo bandazo el estado de la opinión pública alemana que juraba, hasta ese día, que los soviéticos eran sus mejores aliados. Para convertirse gracias a la prestidigitación verbal del Führer en sabandijas que había que erradicar de la faz del planeta. Y eso que aún no comenzaba con la deportación, exterminio y gasificación de la población judía. Ese espantoso holocausto cuya existencia el presidente de Irán y socio predilecto de nuestro presidente, Mahmud Ahmadineyad, insiste en negar.

 

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            A la mujer y a los medios como objetos de desprecio o manipulación no podían faltar los sacerdotes, repudiados por Hitler tanto como las ancianas observantes, según él las únicas merecedoras del castigo de seguir sus plegarias. “Nuestro ámbito religioso es el más despreciable que pueda existir”, comentaba al mediodía del 13 de diciembre de 1941.  “No me preocupo de principios religiosos, por lo que no soporto que un cura se mezcle en asuntos terrenales. La mentira organizada – se refiere a la Iglesia - debe ser aniquilada tan de raíz, que el Estado aparezca como el único amo y señor. Cuando joven mi posición al respecto era muy simple: emplear dinamita. Luego comprendí que eso es imposible. La iglesia debe podrirse exactamente como lo hace un miembro descompuesto. Debiéramos llegar tan lejos como para que los púlpitos sólo sean ocupados por imbéciles y ante ellos, sólo viejecitas decrépitas. La juventud sana se encuentra de nuestro lado.” Tanto era el desprecio que sentía por el clero, que prohibió el ingreso de religiosos de cualquier observancia en su partido.

 

            Mucho se ha comentado acerca de las simpatías mutuas entre Pío XII y Hitler. Especialmente a raíz de la firma del concordato. Nada de eso, por lo menos de parte del Führer: “Yo invadiría el Vaticano con mis tropas y sacaría de allí a todo ser viviente. Luego diría: ¡Disculpen, me he equivocado! Pero allí no hubiera quedado nadie.” El odio al cristianismo se deriva en Hitler del odio al judaísmo, como su fundamento: “La decadencia del mundo antiguo se debió a la movilización del populacho por el cristianismo, cuestión que tuvo tan poco que ver con la religión como el socialismo marxista con la solución de los problemas sociales”. Y a tanto llegaba su odio, que si por él hubiera sido y no hubiera mediado el temor al triunfo bolchevique, hubiera alimentado la destrucción de la iglesia por los republicanos durante la guerra civil española: “si no hubiera existido el peligro de que el bolchevismo se expandiera por Europa, yo no le hubiera puesto atajo a la revolución en España: así se hubiera exterminado a los curas. Si ellos volvieran a hacerse con el Poder entre nosotros, Europa volvería a las tinieblas de la Edad Media.”

 

            Tanto fue el odio que llegó a tenerle a la iglesia que esperaba ver cumplido su deseo final: el día de su entierro ni un solo cura en 10 kilómetros a la redonda. Se le cumplió con creces. Sus restos y los de Eva Braun, su esposa del último minuto, se carbonizaron sin una sola sotana en lontananza. Berlín ya estaba ocupada por los bolcheviques.


 

[1] “La aridez y la pobreza humana de la personalidad de Hitler, de la que tantos historiadores, después de producirse la catástrofe, se habían ocupado, Bullock las interpretaba como una consecuencia de la sequedad que afectaba cada vez más a su tremenda hambre de poder, a la que todo lo supeditaba, aunque careciese de toda sustancia humana.” Joachim Fest, Hitler, Barcelona, 2005. Pág. 13.

[2] Henry Picker, Hitlers Tischgespräche, Propyläen, München, 2003.

[3] Heinz Lorenz, escritor a cargo de la Oficina de Noticias Alemana.

sanchez2000@cantv.net

 
 

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