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Hannah Arendt - Martin Heidegger,
un amor más allá de la historia
por Antonio Sánchez García  
sábado, 8 julio 2007


1

 

            Desde que Elisabeth Young-Bruehl publicara su biografía sobre Hannah Arendt  y diera a conocer por primera vez la relación amorosa entre la pensadora judía y el filósofo alemán Martin Heidegger – de eso hace ya largos 22 años – el tema de esa aparentemente insólita y extravagante relación no ha cesado de despertar una creciente atención. La discreción con que rodeara su importante revelación produjo el efecto tal vez deseado por Young-Bruehl: no despertó polémica ni causó mayor algarabía. Así el asunto lo mereciera: ¿el símbolo de la lucha antifascista y la más aguda analista de los fenómenos totalitarios del siglo enamorada toda una vida de un pensador que una muy importante tradición filosófica alemana considera, y probablemente con razón, intrínsecamente totalitario?

 

            Once años tardó la bomba de tiempo servida por Young-Bruehl en explotar en pleno rostro de la comunidad intelectual, particularmente de aquella interesada en los fenómenos totalitarios y uno de sus más aterrantes y perdurables efectos, el Holocausto, levantando una de las más fragorosas e ingratas polémicas de fin del siglo. En 1995 se publicó, en efecto, un libro estrictamente dedicado al tema y titulado escuetamente: Hannah Arendt/Martin Heidegger, de Elzbieta Ettinger. Polaca de nacimiento, combatiente en el gueto de Varsovia del que logró escapar poco antes de su aniquilación, doctora en literatura americana y profesora de la universidad de Varsovia, Elzbieta Ettinger poseía el currículo profesional, político y moral como para enfrentar el tema desde una perspectiva altamente polémica. Sin considerar  que, ya profesora titular del Massachusetts Institute of Technology acababa de escribir una importante biografía sobre otra judía de inmensa relevancia en la historia del comunismo mundial, como la polaco-alemana Rosa Luxemburg (Rosa Luxemburg, 1987), retratada en el epicentro de un sacrificio ritual: empujada a la muerte por sus propios camaradas y asesinada brutalmente por las tropas de asalto del nacional-socialismo en el Tiergarten de Berlín.  La posición de principio de Ettinger no podía ser más crítica y desafiante: confrontar una consecuente luchadora del socialismo anti fascista con la pensadora judía seducida por quien llegaría a ser, así fuera por poco tiempo, el rector de la universidad de Friburgo en plena hegemonía hitleriana.

 

            No tuvo contemplaciones sentimentales la combativa luchadora del ghetto de Varsovia devenida en profesora del MIT a la hora de calificar la relación amorosa de la gran pensadora judío-alemana con el más trascendental y afamado pensador alemán del siglo XX: masoquista y propensa a la auto flagelación, la figura del icono del antifascismo judío se ve retratada poco menos que en los albañales de la humillación. Él, elevado por la tradición del pensamiento filosófico alemán de los años 20 a las imponderables alturas del pensamiento helénico – Platón y los presocráticos – se veía rebajado a burdo depredador de vírgenes inocentes. Destilado todo ingrediente intelectual como clave de la atracción entre la discípula de 18 años y el maestro de 35, la relación terminó degradada a la categoría de las clásicas perversiones de la seducción y la infamia.

2

 

            Cuando el libelo de Elzbieta Ettinger vio la luz, Hannah Arendt llevaba enterrada veinte años. Heidegger, que le sobreviviría cinco meses, otro tanto. Imposible una relación pormenorizada de labios de los protagonistas. Es lo que, aún velado por los intereses de cada uno de ellos, exteriorizaron en su correspondencia, felizmente publicada en la importante editorial alemana Vittorio Klostermann en Frankfurt, en 1999. Es la versión que en una excelente traducción al español y en una muy cuidada edición viera la luz un año después en Barcelona por la editorial Herder, conociendo dos sucesivas ediciones en el mismo año de su primera edición. Su título: Hannah Arendt / Martin Heidegger, Correspondencia 1925-1975.

 

            Cuesta un mundo, es cierto, sustraerse al sentimiento de rechazo que provoca la lectura de la correspondencia, ampliada por el escenario universal en que se desarrollara esa historia aparentemente menuda, propia de dos vidas tan dueñas de sus respectivas intimidades como cualquier hijo de vecino en una pequeña ciudad universitaria alemana. El problema es que ninguno de ambos personajes es un simple hijo de vecino. Ni esa ciudad universitaria una burbuja de irrealidad en un mundo tan dramáticamente pleno de conflictos como la Alemania de entre guerras. De allí que esas intimidades adquieran otra relevancia a la luz de sus respectivos comportamientos públicos en el escenario de los conflictos histórico-sociales de su tiempo. Uno avalando filosóficamente la brutalidad nazi, la otra, denunciando su naturaleza totalitaria. ¿En qué espacio de las respectivas inteligencias, en qué sustrato espiritual, en qué ámbito innominado de sus respectivos universos podía fluir esa profunda, soterrada y nunca superada fascinación mutua entre un filósofo alemán declaradamente nazi y una judía liberal, profunda, militantemente anti fascista? ¿En el de la perversión de una fijación esclavizada entre el viejo seductor y la joven seducida? ¿En el deletéreo de una veneración estrictamente epistemológica? ¿En el superior de una amistad incontaminada, elevada al ámbito estrictamente platónico de las ideas?

           

Confieso mi desconcierto por esa nunca superada fascinación amorosa de la pensadora judía ante el filósofo de Ser y Tiempo. Respecto del universo de las ideas, en primer lugar. Respecto del comportamiento concreto ante las circunstancias, en segundo lugar. Respecto del ámbito inmediato de la pura afectividad, en tercer lugar. Es cierto: Heidegger representaba en esa segunda mitad de los años 20 que ven desarrollar la freudiana relación de dependencia amorosa de la Arendt hacia su maestro posiblemente la cumbre del pensamiento filosófico alemán. Discípulo y continuador de Husserl – su hijo fenomenológico, lo llamó la esposa de Husserl al presentárselo al filósofo Karl Jaspers -, había llevado la fenomenología husserliana a su más extremo desarrollo y hecho de la pasión por el pensar un atractivo y una fascinación casi mágicos. Vivir la pasión de esa llamarada espiritual que eran capaces de despertar en sus seminarios sus auténticas iluminaciones filosóficas, debe haber ejercido una fascinación irrefrenable. Y cuando Hannah Arendt sucumbió a ellas, no era más que una despierta, inquieta, ignara y curiosa muchachita de 18 años.

 

            Pero para poder sumergirse en esa vorágine intelectual del puro pensamiento, o del pensamiento puro, había que prescindir absolutamente de cualquier referencia a lo histórico-real. En el caso de Heidegger, además, rechazadas sus impurezas constitutivas, sustanciales, idiosincráticas y contrabandeado su envoltorio conceptual como determinación trascendental bajo su forma destilada, abstracta, pura, absolutamente vaciada de contenido concreto. Lo histórico concreto purificado de toda concreción y reducido a concepto puro. Una alquimia del abracadabra que volvía a poner en el centro de la preocupación el SER, destilación inanimada de un absoluto, fácilmente reducible al Führer, como en efecto: el pensamiento heideggeriano terminó postulando la obediencia al Führer como obligación de alta epistemología. No había que esperar a la inscripción del filósofo en el NSDAP, el partido de Hitler, para comprobar su adhesión al nacional socialismo. Había que situar sus determinaciones existenciales en el marco del sangriento enfrentamiento entre la dictadura y la democracia que se vivía a diario en las ciudades, pueblos y aldeas alemanas, sometidas  a cruentas batallas campales entre socialistas, comunistas y nazis. Cuando florece la relación entre la universitaria recién salida de la adolescencia y el catedrático recién ingresado a la madurez ya el nazismo muestra sus garras y el Progrom su sombra tenebrosa. Rosa Luxemburg, la combatiente judío-polaca, había sido asesinada hacía seis años, en 1919. El golpe de la Cervecería acababa de escenificarse en München. Estaba a punto de ver la luz Mein Kampf, la Biblia del nazismo. ¿No llegaban hasta Marburg efluvios de esos venenosos acontecimientos?

3

 

            Sea lo que fuere: bajo lo que los franceses llaman un “coup de foudre” Hannah Arendt cayó rendida a los pies del maestro. La imaginamos embobada, sus negros e inquisitivos ojos llameantes de entrega absoluta, sus labios entreabiertos. Tal como en los hechos. Poco después, en una caminata por los bosques cercanos a la universidad, se veía hecha mujer en brazos de un hombre perfectamente consciente de que ese amor no tenía destino: “Aún debo ir a verla esta noche y hablarle al corazón” – le escribe en la primera carta de que se tenga conocimiento, escrita el 10 de noviembre de 1925. “Todo debe ser llano y claro y puro entre nosotros. Sólo entonces seremos dignos de encontrarnos. El hecho de que usted llegara a ser alumna mía y yo, su maestro, es sólo el origen de aquello que nos ocurrió.” “Aquello que les ocurrió”, esto es: caer en brazos uno del otro,  es un rodeo linguístico para expresar algo perfectamente nominable, pero que Heidegger evita mencionar cuidadosamente, en una faena de oscurecimiento en que llegaría a ser el más eximio de los maestros. Así el concepto clave de su filosofía fuera el griego aletheia, desvelamiento. Pero inmediatamente después ponía las cosas en su sitio de una manera harto más brutal: “Nunca podré poseerla, pero usted pertenecerá a partir de ahora a mi vida, y esta deberá crecer por usted.” Le decía en rodeos de aparente hondura filosófica que era un hombre casado y que no estaba dispuesto a renunciar a su mujer, una matrona gruñona y resentida por tal relación, como es obvio.

 

            La correspondencia de esos primeros tiempos de “desvelamiento” amoroso retrata a un Heidegger fascinado por la vital, apasionada y pujante muchachita. Auténticamente enamorado. Si no tenemos el testimonio de lo que le sucedía a la propia Hannah, es porque el profesor consideró que sus cartas no debían caer jamás bajo la mirada imprudente de ojos indiscretos y las destruyó, sin que existieran copias. De modo que la retahíla de lamentaciones elegíacas, desgarramientos amorosos y otras cursilerías verdaderamente insoportables propias de quienes han perdido su capacidad de objetividad ante la ceguera de Cupido – “cuando brama la tempestad alrededor de la cabaña, pienso en “nuestra tempestad” o “no fue en la flor de la rosa, ni junto al arroyo transparente, ni al calor del sol sobre los campos, ni en el bramido de la tormenta, ni en el silencio de las montañas” o “sólo puedo llorar, llorar” etc.,etc., etc.  -  pertenecen en tres cuartas partes al profeta apocalíptico de la Selva Negra. Sano y bueno y nada que reprochar, que los amantes eran seres excepcionales, perfectamente emancipados, dueños de hacer con sus vidas lo que les viniera en ganas. Incluso aceptando las humillaciones de encuentros furtivos y secretos de alcoba.

 

            Pero es que entre tanto el monstruo germánico despertaba de su letargo de milenios y se dejaba caer con una ferocidad digna de los Nibelungos sobre la oposición democrática alemana, convirtiendo primero a comunistas, socialistas y católicos democráticos en carne de presidio y cuellos de horca. Y luego a los judíos alemanes en multimillonario objeto crematorio. Jaspers, el testigo silente de esta peculiar relación amorosa se asombra por la malignidad que podía ocultar la genialidad demoníaca del maestro. Y ante la flagrante y pública conversión del filósofo al nacionalsocialismo le reclama por su manifiesta adhesión a un ser tan reprobable como Adolf Hitler. “¿Cómo creer que un hombre tan poco preparado como Hitler podrá gobernar a Alemania?” le pregunta indignado. La respuesta del existencialista alemán ha pasado a la inolvidable historia de la infamia: “La cultura no importa. Mira sus maravillosas manos”.

 

            Una auténtica catarata de estudios históricos de toda índole y valor ha venido a comprobar que esa infamia no se redujo a la debilidad esteticista por las menudas y femeninas manos del monstruo. Se tradujo en un comportamiento servil, represor y ominoso ante alumnos y profesores judíos. Comenzando por su maestro Husserl, cuyo nombre fuera tarjado de la dedicatoria del Ser y Tiempo cuando el auge del Tercer Reich.

 

            Nada de todo ello impidió que la fascinación siguiera hincando sus garras en la carne amatoria de la que ya se había hecho famosa escribiendo una de las obras capitales del siglo: Los orígenes del totalitarismo. Por sobre largos períodos de silencio, la pasión inicial volvía a brotar, ahora comedida por la vejez de los viejos amantes, compartiendo horas de amenidad, bebiendo té y comiendo galletitas horneadas por Elfride, la esposa del triángulo, tolerante en su vejez ante una historia que la desbordaba.

 

            Uno no entiende esa pasión eterna de una mujer esclarecida por un ser política e intelectualmente tan repudiable. Treinta y cinco años después de ese desgarrador primer encuentro apareció la versión alemana de la que puede ser considerada la obra filosófica más trascendente de la pensadora judía, La condición humana. En una nota que le envía a su casa, de visita en Freiburg, le reclama con su infinita delicadeza no haber podido dedicársela a él, “porque las cosas no fueron claras entre nosotros”. Luego escribió la siguiente dedicatoria, que no llegó a enviar: “La dedicatoria de este libro ha quedado fuera. Cómo dedicárselo a usted, al más firme, a quien he permanecido fiel e infiel, aunque enamorada”.

 

            Un insondable misterio ese amor entre dos seres tan diametralmente opuestos en sus compromisos políticos y existenciales. En verdad, no se logra superar el desconcierto.

sanchez2000@cantv.net

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  Artículo publicado originalmente en el diario El Nacional

 
 

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