esde
que Elisabeth Young-Bruehl publicara su biografía sobre
Hannah Arendt y diera a conocer por primera vez la
relación amorosa entre la pensadora judía y el filósofo
alemán Martin Heidegger – de eso hace ya largos 22 años –
el tema de esa aparentemente insólita y extravagante
relación no ha cesado de despertar una creciente atención.
La discreción con que rodeara su importante revelación
produjo el efecto tal vez deseado por Young-Bruehl: no
despertó polémica ni causó mayor algarabía. Así el asunto
lo mereciera: ¿el símbolo de la lucha antifascista y la
más aguda analista de los fenómenos totalitarios del siglo
enamorada toda una vida de un pensador que una muy
importante tradición filosófica alemana considera, y
probablemente con razón, intrínsecamente totalitario?
Once años tardó la bomba de tiempo servida por
Young-Bruehl en explotar en pleno rostro de la comunidad
intelectual, particularmente de aquella interesada en los
fenómenos totalitarios y uno de sus más aterrantes y
perdurables efectos, el Holocausto, levantando una de las
más fragorosas e ingratas polémicas de fin del siglo. En
1995 se publicó, en efecto, un libro estrictamente
dedicado al tema y titulado escuetamente: Hannah Arendt/Martin
Heidegger, de Elzbieta Ettinger. Polaca de nacimiento,
combatiente en el gueto de Varsovia del que logró escapar
poco antes de su aniquilación, doctora en literatura
americana y profesora de la universidad de Varsovia,
Elzbieta Ettinger poseía el currículo profesional,
político y moral como para enfrentar el tema desde una
perspectiva altamente polémica. Sin considerar que, ya
profesora titular del
Massachusetts Institute of Technology
acababa de escribir una importante biografía sobre
otra judía de inmensa relevancia en la historia del
comunismo mundial, como la polaco-alemana Rosa Luxemburg
(Rosa Luxemburg, 1987), retratada en el epicentro de un
sacrificio ritual: empujada a la muerte por sus propios
camaradas y asesinada brutalmente por las tropas de asalto
del nacional-socialismo en el Tiergarten de Berlín. La
posición de principio de Ettinger no podía ser más crítica
y desafiante: confrontar una consecuente luchadora del
socialismo anti fascista con la pensadora judía seducida
por quien llegaría a ser, así fuera por poco tiempo, el
rector de la universidad de Friburgo en plena hegemonía
hitleriana.
No tuvo contemplaciones sentimentales la
combativa luchadora del ghetto de Varsovia devenida en
profesora del MIT a la hora de calificar la relación
amorosa de la gran pensadora judío-alemana con el más
trascendental y afamado pensador alemán del siglo XX:
masoquista y propensa a la auto flagelación, la figura del
icono del antifascismo judío se ve retratada poco menos
que en los albañales de la humillación. Él, elevado por la
tradición del pensamiento filosófico alemán de los años 20
a las imponderables alturas del pensamiento helénico –
Platón y los presocráticos – se veía rebajado a burdo
depredador de vírgenes inocentes. Destilado todo
ingrediente intelectual como clave de la atracción entre
la discípula de 18 años y el maestro de 35, la relación
terminó degradada a la categoría de las clásicas
perversiones de la seducción y la infamia.
2
Cuando el libelo de Elzbieta Ettinger
vio la luz, Hannah Arendt llevaba enterrada veinte años.
Heidegger, que le sobreviviría cinco meses, otro tanto.
Imposible una relación pormenorizada de labios de los
protagonistas. Es lo que, aún velado por los intereses de
cada uno de ellos, exteriorizaron en su correspondencia,
felizmente publicada en la importante editorial alemana
Vittorio Klostermann en Frankfurt, en 1999. Es la versión
que en una excelente traducción al español y en una muy
cuidada edición viera la luz un año después en Barcelona
por la editorial Herder, conociendo dos sucesivas
ediciones en el mismo año de su primera edición. Su
título: Hannah Arendt / Martin Heidegger,
Correspondencia 1925-1975.
Cuesta un mundo, es cierto, sustraerse al
sentimiento de rechazo que provoca la lectura de la
correspondencia, ampliada por el escenario universal en
que se desarrollara esa historia aparentemente menuda,
propia de dos vidas tan dueñas de sus respectivas
intimidades como cualquier hijo de vecino en una pequeña
ciudad universitaria alemana. El problema es que ninguno
de ambos personajes es un simple hijo de vecino. Ni esa
ciudad universitaria una burbuja de irrealidad en un mundo
tan dramáticamente pleno de conflictos como la Alemania de
entre guerras. De allí que esas intimidades adquieran otra
relevancia a la luz de sus respectivos comportamientos
públicos en el escenario de los conflictos
histórico-sociales de su tiempo. Uno avalando
filosóficamente la brutalidad nazi, la otra, denunciando
su naturaleza totalitaria. ¿En qué espacio de las
respectivas inteligencias, en qué sustrato espiritual, en
qué ámbito innominado de sus respectivos universos podía
fluir esa profunda, soterrada y nunca superada fascinación
mutua entre un filósofo alemán declaradamente nazi y una
judía liberal, profunda, militantemente anti fascista? ¿En
el de la perversión de una fijación esclavizada entre el
viejo seductor y la joven seducida? ¿En el deletéreo de
una veneración estrictamente epistemológica? ¿En el
superior de una amistad incontaminada, elevada al ámbito
estrictamente platónico de las ideas?
Confieso mi desconcierto por esa nunca superada
fascinación amorosa de la pensadora judía ante el filósofo
de Ser y Tiempo. Respecto del universo de
las ideas, en primer lugar. Respecto del comportamiento
concreto ante las circunstancias, en segundo lugar.
Respecto del ámbito inmediato de la pura afectividad, en
tercer lugar. Es cierto: Heidegger representaba en esa
segunda mitad de los años 20 que ven desarrollar la
freudiana relación de dependencia amorosa de la Arendt
hacia su maestro posiblemente la cumbre del pensamiento
filosófico alemán. Discípulo y continuador de Husserl – su
hijo fenomenológico, lo llamó la esposa de
Husserl al presentárselo al filósofo Karl Jaspers -, había
llevado la fenomenología husserliana a su más extremo
desarrollo y hecho de la pasión por el pensar un atractivo
y una fascinación casi mágicos. Vivir la pasión de esa
llamarada espiritual que eran capaces de despertar en sus
seminarios sus auténticas iluminaciones filosóficas, debe
haber ejercido una fascinación irrefrenable. Y cuando
Hannah Arendt sucumbió a ellas, no era más que una
despierta, inquieta, ignara y curiosa muchachita de 18
años.
Pero para poder sumergirse en esa vorágine
intelectual del puro pensamiento, o del pensamiento puro,
había que prescindir absolutamente de cualquier referencia
a lo histórico-real. En el caso de Heidegger, además,
rechazadas sus impurezas constitutivas, sustanciales,
idiosincráticas y contrabandeado su envoltorio conceptual
como determinación trascendental bajo su forma destilada,
abstracta, pura, absolutamente vaciada de contenido
concreto. Lo histórico concreto purificado de toda
concreción y reducido a concepto puro. Una alquimia del
abracadabra que volvía a poner en el centro de la
preocupación el SER, destilación inanimada de un absoluto,
fácilmente reducible al Führer, como en efecto: el
pensamiento heideggeriano terminó postulando la obediencia
al Führer como obligación de alta epistemología. No había
que esperar a la inscripción del filósofo en el NSDAP, el
partido de Hitler, para comprobar su adhesión al nacional
socialismo. Había que situar sus determinaciones
existenciales en el marco del sangriento enfrentamiento
entre la dictadura y la democracia que se vivía a diario
en las ciudades, pueblos y aldeas alemanas, sometidas a
cruentas batallas campales entre socialistas, comunistas y
nazis. Cuando florece la relación entre la universitaria
recién salida de la adolescencia y el catedrático recién
ingresado a la madurez ya el nazismo muestra sus garras y
el Progrom su sombra tenebrosa. Rosa Luxemburg, la
combatiente judío-polaca, había sido asesinada hacía seis
años, en 1919. El golpe de la Cervecería acababa de
escenificarse en München. Estaba a punto de ver la luz
Mein Kampf, la Biblia del nazismo. ¿No llegaban hasta
Marburg efluvios de esos venenosos acontecimientos?
3
Sea lo que fuere: bajo lo que los
franceses llaman un “coup de foudre” Hannah Arendt cayó
rendida a los pies del maestro. La imaginamos embobada,
sus negros e inquisitivos ojos llameantes de entrega
absoluta, sus labios entreabiertos. Tal como en los
hechos. Poco después, en una caminata por los bosques
cercanos a la universidad, se veía hecha mujer en brazos
de un hombre perfectamente consciente de que ese amor no
tenía destino: “Aún debo ir a verla esta noche y hablarle
al corazón” – le escribe en la primera carta de que se
tenga conocimiento, escrita el 10 de noviembre de 1925.
“Todo debe ser llano y claro y puro entre nosotros. Sólo
entonces seremos dignos de encontrarnos. El hecho de que
usted llegara a ser alumna mía y yo, su maestro, es sólo
el origen de aquello que nos ocurrió.” “Aquello que les
ocurrió”, esto es: caer en brazos uno del otro, es un
rodeo linguístico para expresar algo perfectamente
nominable, pero que Heidegger evita mencionar
cuidadosamente, en una faena de oscurecimiento en que
llegaría a ser el más eximio de los maestros. Así el
concepto clave de su filosofía fuera el griego
aletheia, desvelamiento. Pero inmediatamente
después ponía las cosas en su sitio de una manera harto
más brutal: “Nunca podré poseerla, pero usted pertenecerá
a partir de ahora a mi vida, y esta deberá crecer por
usted.” Le decía en rodeos de aparente hondura filosófica
que era un hombre casado y que no estaba dispuesto a
renunciar a su mujer, una matrona gruñona y resentida por
tal relación, como es obvio.
La correspondencia de esos primeros tiempos de
“desvelamiento” amoroso retrata a un Heidegger fascinado
por la vital, apasionada y pujante muchachita.
Auténticamente enamorado. Si no tenemos el testimonio de
lo que le sucedía a la propia Hannah, es porque el
profesor consideró que sus cartas no debían caer jamás
bajo la mirada imprudente de ojos indiscretos y las
destruyó, sin que existieran copias. De modo que la
retahíla de lamentaciones elegíacas, desgarramientos
amorosos y otras cursilerías verdaderamente insoportables
propias de quienes han perdido su capacidad de objetividad
ante la ceguera de Cupido – “cuando brama la tempestad
alrededor de la cabaña, pienso en “nuestra tempestad” o
“no fue en la flor de la rosa, ni junto al arroyo
transparente, ni al calor del sol sobre los campos, ni en
el bramido de la tormenta, ni en el silencio de las
montañas” o “sólo puedo llorar, llorar” etc.,etc., etc. -
pertenecen en tres cuartas partes al profeta apocalíptico
de la Selva Negra. Sano y bueno y nada que reprochar, que
los amantes eran seres excepcionales, perfectamente
emancipados, dueños de hacer con sus vidas lo que les
viniera en ganas. Incluso aceptando las humillaciones de
encuentros furtivos y secretos de alcoba.
Pero es que entre tanto el monstruo germánico
despertaba de su letargo de milenios y se dejaba caer con
una ferocidad digna de los Nibelungos sobre la oposición
democrática alemana, convirtiendo primero a comunistas,
socialistas y católicos democráticos en carne de presidio
y cuellos de horca. Y luego a los judíos alemanes en
multimillonario objeto crematorio. Jaspers, el testigo
silente de esta peculiar relación amorosa se asombra por
la malignidad que podía ocultar la genialidad demoníaca
del maestro. Y ante la flagrante y pública conversión del
filósofo al nacionalsocialismo le reclama por su
manifiesta adhesión a un ser tan reprobable como Adolf
Hitler. “¿Cómo creer que un hombre tan poco preparado como
Hitler podrá gobernar a Alemania?” le pregunta indignado.
La respuesta del existencialista alemán ha pasado a la
inolvidable historia de la infamia: “La cultura no
importa. Mira sus maravillosas manos”.
Una auténtica catarata de estudios históricos
de toda índole y valor ha venido a comprobar que esa
infamia no se redujo a la debilidad esteticista por las
menudas y femeninas manos del monstruo. Se tradujo en un
comportamiento servil, represor y ominoso ante alumnos y
profesores judíos. Comenzando por su maestro Husserl, cuyo
nombre fuera tarjado de la dedicatoria del Ser y Tiempo
cuando el auge del Tercer Reich.
Nada de todo ello impidió que la fascinación
siguiera hincando sus garras en la carne amatoria de la
que ya se había hecho famosa escribiendo una de las obras
capitales del siglo: Los orígenes del totalitarismo.
Por sobre largos períodos de silencio, la pasión inicial
volvía a brotar, ahora comedida por la vejez de los viejos
amantes, compartiendo horas de amenidad, bebiendo té y
comiendo galletitas horneadas por Elfride, la esposa del
triángulo, tolerante en su vejez ante una historia que la
desbordaba.
Uno no entiende esa pasión eterna de una mujer
esclarecida por un ser política e intelectualmente tan
repudiable. Treinta y cinco años después de ese
desgarrador primer encuentro apareció la versión alemana
de la que puede ser considerada la obra filosófica más
trascendente de la pensadora judía, La condición
humana. En una nota que le envía a su casa, de
visita en Freiburg, le reclama con su infinita delicadeza
no haber podido dedicársela a él, “porque las cosas no
fueron claras entre nosotros”. Luego escribió la siguiente
dedicatoria, que no llegó a enviar: “La dedicatoria de
este libro ha quedado fuera. Cómo dedicárselo a usted, al
más firme, a quien he permanecido fiel e infiel, aunque
enamorada”.
Un insondable misterio ese amor entre dos
seres tan diametralmente opuestos en sus compromisos
políticos y existenciales. En verdad, no se logra superar
el desconcierto.