Antonio Sánchez García entrevista a Naudy Suárez
Figueroa
Bajo la mirada crítica del politólogo Naudy Suárez
Figueroa, ve la luz una Selección de Escritos Políticos
que cubre en un solo volumen la obra escrita de Betancourt
entre 1929 y 1981. La Fundación Rómulo Betancourt,
legataria de la ingente obra intelectual del "padre de la
democracia venezolana" –como lo califica Germán Carrera
Damas– acaba de editar el volumen IV de su Antología
Política que cubre los años cruciales del trienio
1945-1948. Ocasión propicia para iniciar los eventos que
culminarán con la celebración de su centenario, a
cumplirse el próximo 22 de febrero de 2008
En
1929 Rómulo Betancourt y Miguel Otero Silva escribían
desde el exilio dominicano el credo de toda su generación:
"luchamos por una democracia decente, distinta a esta
democracia a ultranza de hoy, donde actúa como elemento
dirigente el individuo más "guapo", el más hábil en el
manejo de la macana, y no el más capacitado ética e
intelectualmente para esa función; luchamos porque
elementos civiles sustituyan en el manejo de la cosa
pública a los sargentones analfabetos que han venido
monopolizando la política y la administración; luchamos
por la conquista de un estado social equilibrado y
armónico, propicio al libre desenvolvimiento de las
aspiraciones colectivas". Parece escrito para referirse a
la situación que vivimos hoy, aunque lo fue hace 78 años.
¿Qué ha sucedido con ese legado generacional como para que
en pleno siglo XXI ninguna de esas aspiraciones se esté
cumpliendo? ¿Qué ha sucedido con el magno esfuerzo de
Rómulo Betancourt y la civilidad por construir la
democracia en Venezuela?
Ese texto específico fue escrito por Rómulo Betancourt en
el panfleto "En la huella de la pezuña". Miguel Otero
Silva contribuyó en otro acápite de ese mismo escrito.
Pero sin duda: las palabras de Rómulo expresaban el cabal
sentimiento de todos los miembros de la generación del 28.
Todos ellos las hubieran suscrito. Y al cumplimiento de
sus propósitos dedicó Rómulo Betancourt toda su vida.
Incansablemente. Y sin duda y luego de dos ingentes
esfuerzos por democratizar la vida política, económica y
social venezolana –la del trienio 45-48 y la de los
cuarenta años que van de 1959 a 1998– en los que tuvieron
destacada participación otros grandes demócratas
venezolanos como Rafael Caldera y Jóvito Villalba, entre
muchos otros –lo cierto es que los dos grandes reclamos
con que Rómulo y su generación se hacen a la vida pública
están hoy más vigentes que nunca: la lucha contra el
peculado –término con que entonces se caracterizaba a la
corrupción imperante– y el imperio de la civilidad por
sobre el militarismo.
¿Cuáles son las razones para el fracaso relativo en el
logro de esos objetivos? ¿Por qué la sociedad venezolana
no ha terminado por democratizarse definitivamente? ¿Por
qué continúa siendo víctima de las mismas taras:
corrupción y militarismo?
Ya desde Gómez y la irrupción del petróleo –con razón
premonitoria llamada por nuestros antepasados "el
estiércol del diablo"– en la vida económica, social y
política de nuestro país se manifestó una tendencia que ha
resultado fatal para los propósitos de nuestra
democratización: el estatismo. No importa bajo cuál
gobierno, si bajo el de Gómez o el de Pérez Jiménez, en
regímenes militaristas y autocráticos o bajo los
democráticos de Rómulo a la cabeza de la Junta de gobierno
del trienio o el de los períodos dominados por el espíritu
unitario del Pacto de Punto Fijo, una fatal constancia
impidió comprender un hecho esencial: sin ciudadanía no
hay democracia.
Y la ciudadanía no es una etiqueta constitucional que
pueda ser aplicada arbitrariamente, es una construcción,
un producto histórico.
¿Podría explicarse?
Ciudadano es un individuo cuando se ha hecho autónomo,
independiente y libre de cualquier presión externa,
particularmente la estatal. Y puede regir así su propio
destino. Para ello son indispensables y necesarios la
propiedad privada, el empleo, la independencia económica.
Sólo un sujeto desarrollado bajo esas premisas puede
alcanzar la ciudadanía y sustentar un régimen
auténticamente democrático.
El estatismo es enemigo de la democracia. Es cierto:
Rómulo luchó con denuedo y en una escala sobrehumana por
instaurar un régimen democrático, y en ese esfuerzo fue
secundado por los grandes venezolanos que he mencionado
anteriormente.
Pero dependientes de los ingresos petroleros –el maná del
que todo ha sido esperado– tanto él como sus sucesores no
lograron promover y desarrollar una verdadera ciudadanía.
Venezuela ha carecido para su inmensa desgracia de
auténticos referentes liberales. De ciudadanos capaces de
blindar la democracia contra los ataques de sus enemigos.
¿Cecilio Acosta, Uslar Pietri?
Referencias más bien literarias, no políticas. En el
ámbito político, Venezuela ha carecido de referencias
liberales y modernizadoras, que hagan de la autonomía y la
independencia del individuo frente al poderío avasallante
del Estado un objetivo prioritario. A lo que se ha
agregado un mal estructural: Venezuela no es un país. Ha
sido y sigue siendo varios países.
La quiebra de la Venezuela en dos mitades: la beneficiaria
de los frutos modernizadores del petróleo y la que
quedaría al margen de su acción, retrasada y rural, fue
una angustia que se advierte en los espíritus
modernizadores del 28. También en Uslar, en Alberto
Adriani. Por ello, para Rómulo, la lucha por la democracia
era no sólo una cuestión política, sino social y
económica. Aunque en esa lucha primaron quienes, como
Rómulo y Otero Silva, provenían del marxismo. Comparto
plenamente su apreciación: ha faltado en nuestra historia
contemporánea un referente proveniente de las corrientes
liberales, que hubiera puesto el acento en la necesidad de
defender al individuo frente a los desmanes del Estado
todopoderoso y la enfermedad congénita de la política y
los políticos venezolanos: la estatolatría.
Así es. Cuando he hablado de ese tema con Rafael Caldera,
que no menciona el término democracia en aquellos años de
la UNE, él ha insistido en señalarme que a finales de los
treinta, la época de la que estamos hablando, no existía
una sola nación que pudiera exhibir el arquetipo de un
modelo democrático liberal ejemplarizante. Pero
independientemente de ese aspecto, tampoco COPEI supo
sustraerse al influjo arrollador del estatismo.
La tentación del poderío inconcebible que le otorgaba a
las elites de un país subdesarrollado el control y la
disposición de los ingresos petroleros para potenciar al
Estado y minimizar al ciudadano no encontró contrapesos.
AD y COPEI terminaron presos del monstruo. Que ha
encontrado su expresión más desaforada y alienante bajo el
régimen actual.
Al estatismo como tentación permanente de las elites
gobernantes se ha unido una tendencia histórica que yo
calificaría de atávica: boycotear toda continuidad
mediante la regresión permanente a etapas ultrapasadas. Y
su consecuencia más grave: la auto mutilación. Hemos
carecido así de una auténtica continuidad histórica. Nos
hemos desarrollado epilépticamente.
Y sobre esa tendencia yo agregaría una constante que ha
impedido nuestro crecimiento como nación: la antinomia
entre concertación y enfrentamiento. Situado ante
coyunturas históricas trascendentales, Venezuela ha optado
siempre por el enfrentamiento, nunca por la concertación.
Una constante que verifico en la historia de la república
desde 1830.
Se han desaprovechado circunstancias que de haber contado
con la concertación de los partidos en pugna hubieran
permitido un progreso de la sociedad, de la ciudadanía, de
la nación.
La década monaguista, por citar un solo ejemplo, que abrió
el camino a los gobiernos personalistas, nepóticos y
corruptos –¿le suena conocido?– posiblemente hubiera
podido ahorrarse si José Antonio Páez, que ayudara a
fundar Venezuela sobre la base de cánones liberales de
gobierno, hubiera llegado a un acuerdo de entendimiento
con Antonio Leocadio Guzmán, líder del Partido Liberal
fundado en 1840. Evitando los espantosos desastres de la
Guerra Federal. Desde entonces, antes enfrentamiento que
concertación.
Con la notable excepción del Pacto de Punto Fijo.
Efectivamente. Y del llamado Programa Mínimo, igualmente
trascendente o más trascendente aún que el mismo Pacto de
Punto Fijo, que de hecho tuvo una duración muy breve. Los
dos protagonistas principales del Pacto, Rafael Caldera y
Rómulo Betancourt, insistieron en la necesidad de esas dos
"piedras miliares" las llamaría yo, para fundar una
sociedad democrática en Venezuela.
Permítame citarle al Caldera de 1958: "Vamos a hacer que
los hombres que entiendan de los problemas fundamentales
se reúnan y los estudien... vamos a ir llevando con calma,
con serenidad y con conciencia, sin apresuramiento, por
esta libertad que hemos conquistado". Y Rómulo, en
discurso del 13 de septiembre de 1958 en Maracaibo: "El
próximo gobierno constitucional debe ser un gobierno que
de una vez encare los problemas fundamentales del país".
De allí la concertación nacional para llevar a cabo un
Programa Mínimo, firmado el 6 de diciembre de 1958, a un
día de celebrarle las elecciones presidenciales que le
daría el triunfo a Rómulo Betancourt.
Para iniciar esa maravillosa andadura que fue nuestra
primera gran experiencia democrática. La única vivida por
la república a cabalidad. Si bien interrumpida
dramáticamente y a punto de zozobrar por la confrontación,
el peculado y el militarismo, nuestros males atávicos.
Permítame una última pregunta: ¿la democracia liberal
continúa siendo una asignatura pendiente para nosotros,
los venezolanos?
Yo lo diría así: de la asignatura democrática quedan
algunos ramos pendientes. Durante el trienio, primero, y
con los cuarenta años de puntofijismo, después, se
sentaron las bases para construir una auténtica y sólida
democracia en Venezuela. Pero quedaron pendientes ramos
muy importantes y trascendentales, que este régimen, que
lleva al paroxismo nuestras peores taras, ha venido a
postergar. Las mujeres y los hombres venezolanos no deben
dejarlos pendientes. Luchar por alcanzar la ciudadanía y
una auténtica democracia, he allí nuestra misión
histórica.
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Artículo publicado originalmente en el diario El
Nacional |
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