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Traer al
comunista Antonio Gramsci (Ales,
Cerdeña,
22 de enero
de
1891
-
Roma,
27 de abril
de
1937)
a la turbia disputa que sacude a la sociedad venezolana no
revela particular sagacidad. Especialmente en vista del
propósito: si existe alguna figura ajena al estilo, a la
acción y a los verdaderos objetivos del teniente coronel,
ésa es la de Antonio Gramsci. Invocarlo para legitimar el
cierre de RCTV, un dislate. Si es cierto que para Gramsci
no hay revolución posible sin un cambio radical en las
ideas y creencias dominantes, sustancia medular de la
“hegemonía”, creer que dicho cambio debe llevarse a cabo
con la brutalidad cuartelera de persecuciones, cierres,
robos y asaltos a mano armada, propios del fascismo
mussoliniano, significa no haber entendido absolutamente
nada. Es claro que para Gramsci la revolución sólo es
posible si se transforma el universo de las ideas y
creencias y se conquista el corazón de la sociedad civil:
pero ese cambio y esa conquista no se pueden lograr a
mandarriazos. Para Gramsci, la revolución es el producto
de la verdad histórica, del convencimiento intelectual de
las masas y de la supremacía espiritual de los
intelectuales orgánicos de la clase revolucionaria, no de
la cuartelera brutalidad exhibida el 27 de mayo. ¿Dónde
está la clase revolucionaria venezolana, en el ejército
bolivariano? ¿Dónde sus intelectuales orgánicos? ¿En los
generales Müller Rojas y Jacinto Pérez Arcay?
De allí que el
asesor italiano - ¿Antonio Negri? - que ha puesto las
ideas del sardo en el escritorio de Miraflores no tenga la
menor idea del caldo que se cuece en Venezuela: golpismo
puro, militarismo puro, autocracia pura, caudillismo puro.
Ingredientes muchísimo más cercanos al pensamiento, las
ideas y el quehacer de Benito Mussolini que de Antonio
Gramsci. Así el castrismo provea del know how represivo y
el marxismo-leninismo la médula totalitaria para la torta
bolivariana. ¿Gramsci legitimando el cierre de medios y la
persecución a artistas, intelectuales y estudiantes que
sacude a la sociedad venezolana? Puro non sens.
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En cuanto al
marxismo gramsciano, nunca está demás aclarar algunas
cosas. Porque tampoco es que Gramsci sea la versión
angelical, rosada del golpismo bolchevique. Gramsci fue
marxista de la misma manera que Lenin: acuciado por sus
propias determinaciones. Apenas realizado el asalto al
Palacio de Invierno y la violenta toma del poder por los
bolcheviques en octubre de 1917, un acto de consecuencias
universales apenas entrevisto por sus contemporáneos,
Antonio Gramsci, joven líder de los socialistas
revolucionarios turineses, publicó el 5 de enero de 1918
en Il Grido del Popolo su artículo LA
REVOLUCIÓN CONTRA “EL CAPITAL”. Ya hacía
referencia en él a un hecho determinante de su propio
quehacer intelectual: la revolución rusa había tenido
lugar a contracorriente de los pronósticos marxistas. Lo
que le importaba un rábano. La revolución podía y debía
cumplirse sin importar las enseñanzas marxianas: el
problema crucial era tomar el poder – si se podía - y
echar a andar la transformación revolucionaria de la
sociedad. En cualquier tiempo y lugar. Todo lo demás podía
quedar relegado a los manuales. Absolutamente inútiles,
como los de la profesora Marta Harnecker.
Va incluso más
lejos y se atreve a adelantar una crítica a Marx, sin duda
injusta. Refiriéndose a Lenin y los bolcheviques escribe
que “viven el pensamiento marxista, el que nunca muere,
que es la continuación del pensamiento idealista italiano
y alemán, y que en Marx se había contaminado con
incrustaciones positivistas y naturalistas.” Confunde sin
duda su propia formación marxista, filtrada por Benedetto
Croce y Antonio Labriola, con la de Marx, que no tiene
absolutamente nada que ver con la tradición filosófica
italiana. Y confunde el aporte de Engels, sin duda
positivo y naturalista, con la sustancia historicista y
crítica del propio Marx. Agregándole de su apasionada
cosecha mediterránea un ingrediente inexistente en el
pensador germano: “la voluntad social,
colectiva…plasmadora de la realidad objetiva…canalizable
por donde la voluntad lo desee, y como la voluntad lo
desee.” Huele antes a Schopenhauer, incluso a Wilfredo
Pareto que a Marx. A fascismo antes que a socialismo. A
Carl Schmitt. No es casual: por esas mismas fechas, Benito
Mussolini acababa de romper con el mismo partido
socialista en el que militaba Gramsci y en el que había
logrado escalar hasta los más altos sitiales, abandonando
la dirección de su revista Avanti y aprontándose a fundar
los primeros
Fasci italiani di
combattimento, antecedente directo del
fascismo italiano. Eran crías de la misma fiera.
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Si Gramsci se
distancia del putchismo bolchevique no es por razones
morales. Es por elemental cálculo político. En la Europa
industrializada, con sociedades civiles complejas y
articuladas, para hacer la revolución socialista no basta
con dar un golpe de Estado, como en Rusia. O como en
Venezuela – valgan las diferencias. Hay que conquistar a
la sociedad civil. Asunto infinitamente más arduo, difícil
y complejo que asaltar el Palacio de Invierno con una
tropa de desesperados. O ganar elecciones montados en
parafernalias electrónicas y fraudulentas. Del estudio de
la naturaleza de la sociedad rusa, que conocerá
personalmente cuando viva en la Unión Soviética como
delegado del PCI en la III Internacional se desprenderá su
genial intuición que desarrollará luego en sus
Cuaderni del Carcere.
Y de la aplicación de las categorías claves de Estado,
Sociedad Civil y Familia con que Hegel desarrolla su
anatomía del Estado y del derecho en la sociedad burguesa.
Se trata de su profunda y genial comprensión de la
naturaleza de los sistemas de dominación en tanto ecuación
hegemónica: consenso (ideas y creencias dominantes)
blindado de coerción(represión estatal). O Estado +
sociedad civil. Ecuación dominante que recibirá el nombre
de hegemonía y que tendrá muy importantes
efectos en su proyecto estratégico y táctico. Hasta venir
a dar cincuenta años después en el eurocomunismo, la
postrera y frustrada ilusión del marxismo europeo antes
del naufragio final.
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Pero le toca en el
alma la cuestión de Marx y el marxismo. Entonces, en un
gesto de independencia y autonomía intelectual y política
admirables, reivindica el derecho a una permanente y viva
reconstrucción del pensamiento marxista, más allá de toda
ortodoxia y toda filosófica religiosidad. Por ello,
volviéndose al marxismo oficial – no sólo al del
revisionismo de la IIª Internacional sino anticipando el
marxismo estaliniano convertido en religión de estado con
la IIIª– se permite una frase lapidaria que retumba en
donde quiera que imperen la estulticia, la regresión
intelectual, el vasallaje del espíritu que cree en
verdades eternas: Tú sola, estupidez, eres eterna:
“Marx no ha escrito un credillo, no es un Mesías que
hubiera dejado una ristra de parábolas cargadas de
imperativos categóricos, de normas indiscutibles,
absolutas, fuera de las categorías del tiempo y del
espacio…Marx significa la entrada de la inteligencia en la
historia de la humanidad, significa el reino de la
consciencia…No es un místico ni un metafísico positivista,
es un historiador, un intérprete de los documentos del
pasado, pero de todo los documentos, no sólo de una parte
de ellos.” Y como tal, perfectamente pasajero y
evanescente, como toda realidad histórica.
No sabía cuan
identificado estaba con la percepción que Marx tenía de sí
propio. En carta que enviara en 1877 a la redacción de la
revista rusa Otiechsviennie zapiski protesta
enérgicamente contra aquel crítico que ha pretendido “a
todo trance convertir mi esbozo histórico sobre los
orígenes del capitalismo en la Europa Occidental en una
teoría filosófica-histórica sobre la trayectoria general a
que se hallan sometidos fatalmente todos los pueblos,
cualesquiera sean las circunstancias históricas que en
ellos concurran…” Y agrega en ese su clásico estilo
lapidario, como pensando en sus más fieles seguidores de
hoy: “esto es hacerme demasiado honor y, al mismo tiempo,
demasiado escarnio”. Pudo hacer suya la frase que el joven
Gramsci escribiría cuarenta años más tarde y dirigirla al
marxismo impenitente que aún hoy, en pleno siglo XXI
apuesta a la dictadura del proletariado contra toda
consideración histórica objetiva: tú sola,
estupidez, eres eterna.
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Pero si Gramsci está fuera de
lugar en Miraflores, ¿qué sucede con su contrafigura?
Mussolini era ocho años mayor que Gramsci y sus caminos –
ambos eran importantes dirigentes del Partido Socialista
Italiano - vinieron a bifurcarse en el curso de la Gran
Guerra. Era avasallador, sanguíneo, tumultuoso, lenguaraz,
ególatra, extrovertido, teatral, camorrero, impetuoso,
prepotente y atrabiliario. Narcisista, presumido y
neurótico. Ebrio de poder, enardecido por sus ímpetus
regresivos, soez, tramposo, mendaz, esclavo de las
multitudes y poseído por un autocratismo fiel a las más
ancestrales tradiciones cesaristas romanas. Incapaz de
experimentar el más mínimo sentimiento del ridículo. Y de
toda auténtica compasión. Un oportunista más allá de toda
medida. El propio fascista. Contrariando el clásico
epígrafe de la Metro Goldwyn Meyer: "Todo parecido con la
realidad de hechos y personajes actuales no es simple
coincidencia."
Gramsci, en el otro extremo,
fue la desventura, la soledad, la discreción, la
introversión, la enfermedad, el sufrimiento. En donde
Mussolini se creía la propia beldad imperial romana,
Gramsci se sabía feo, contrahecho, minusválido,
monstruoso. Azotado por la adversidad y castigado por el
destino. Un accidente le fracturó la columna a los tres
años de edad, deformándole la espalda y limitando su
crecimiento. No llegó a superar el metro y medio de
altura. A lo que se sumó la desventura. Cuando tenía nueve
años su padre fue injustamente sentenciado a cinco años, 8
meses y 22 días de prisión. Debió pasar ese tiempo,
definitorio de su formación como hombre, junto a su madre
y sus seis hermanos, en la más espantosa miseria y sumido
en la vergüenza. A pesar de lo cual se aferró al estudio,
que siguió en la mayor penuria y la más absoluta falta de
asistencia. Enfermo, pobre y desvalido. Hasta convertirse
en un gran intelectual, en un gran dirigente, en un gran
tribuno. En un revolucionario ejemplar.
Mientras las masas aclamaban
el nombre de Mussolini por toda Italia, aquellos que
compartían la prisión en que aherrojara a Gramsci en Turi
ni siquiera podían deletrear su nombre. Lo llamaban
Gramasci, Granusci, Grámisci, Gránisci, Gramásci y hasta
Garamáscon. Y cuando aquellos que lo conocían de nombre y
lo admiraban como diputado y dirigente comunista se
enfrentaban por primera vez a su menuda, contrahecha y
triste figura, se negaban a aceptar que ese ser frágil,
atribulado y desvalido fuera el cíclope que tanto
admiraban. Para ellos, Gramsci era un titán, un héroe. No
esa derrengada, canija y afligida figura.
Y así de ejemplares fueron las
muertes de estos arquetípicos antagonistas. Gramsci,
encarcelado, se fue extinguiendo en vida. La apasionada
llama espiritual que lo mantuvo hasta la hora postrera con
los ojos abiertos y aferrado a su pluma se le escapó del
lacerado cuerpo como un hálito de santidad. Para ser
reivindicado por la posteridad como un socialista
auténtico, un comunista verdadero, un hombre bueno,
íntegro, puro y luminoso. Un humanista. Mussolini, en
cambio, el caudillo todopoderoso parido por la izquierda
socialista italiana y elevado a las alturas de su
autocracia fascista, moría colgado cabeza abajo de un
farol, descuartizado por el odio y la venganza de las
mismas masas que lo veneraran. Despreciado por la
posteridad.
La rocambolesca historia de
esta desgraciada Venezuela ha querido trastocar los
papeles. Un extraño quid pro quo lo pone en el sitial
equivocado para servir de legitimación a quien está mucho
más cerca de su contrafigura. Por entre los solitarios
pasillos de Miraflores pasea el fantasma de Mussolini, no
el de Gramsci. Así Antonio Negri pretenda invocarlo para
bien de su circunstancial mecenas. Clío, la diosa de la
historia, suele hacernos esas malas jugadas.
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