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José
Cortés de
Madariaga
El enigma
descifrado
por Antonio Sánchez García
viernes,
14
septiembre
2007
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La
volcánica irrupción del presbítero chileno José Joaquín
Cortés de Madariaga en la independencia de la provincia de
Venezuela y por ende en la historia del primer acto de la
que llegaría a ser la América independiente está precedida
de la más absoluta oscuridad y del más enigmático
silencio. Se asoma al gran escenario de la posteridad como
si hubiera sido un actor de reparto que hubiera esperado
entre bambalinas tenaz y calladamente por esos pocos
minutos de gloria que según la conseja están reservados a
los hombres en el guión de sus destinos. Lo hace durante
no más que algunos instantes, aparentemente en el
trasfondo y como extra de lo que una cierta tradición
anecdotiza como si se hubiera tratado de un montaje
coreográfico, desde el balcón del Palacio de Gobierno de
la Capitanía General de la provincia de Venezuela un 19 de
abril de 1810, aparentemente desconocido para quienes
llevaban las riendas de la situación y anónimo para
aquellas docenas de gentes que asisten a un acto insólito
de un jueves santo en el que se juega, sin embargo, el
desenlace de una panorámica tragedia. Que llegaría a
costarle al que devendría gracias a ese entremés en país
independiente un tercio de su población, la devastación de
su precaria cultura tricentenaria, un desencajamiento
telúrico y una conmoción radical de la que aparentemente
aún no se recupera. Se ve arrastrado luego por el
torbellino de los acontecimientos que ha ayudado a
desencadenar, en el que cumple altas y muy trascendentales
funciones como el primer y más importantes diplomático de
la primera república, de la que sale al destierro,
encadenado y convertido en “monstruo” por Monteverde, el
vencedor de Miranda, quien lo remite a la península donde
es aherrojado con otros patriotas en la prisión de Ceuta.
Volviendo a sumergirse en el más oscuro anonimato.
Así, aparece y desaparece de la escena envuelto en el
enigma, la sorpresa, la miseria y la muerte. Sin otro
objetivo que servir a la creación de la Venezuela
republicana, civilista y democrática a la que se entrega
con desenfrenada pasión. Liberado tras tres años de
mazmorra, vuelve del destierro y pretende asumir la
conducción de los negocios políticos de Venezuela
independiente desde Cariaco, en donde quiere restablecer
el gobierno republicano interrumpido por la capitulación
de Miranda constituyendo el llamado Congreso de Cariaco, a
la cabeza de los próceres orientales. Congreso civil que
la derrota trastrueca en congresillo y la voluntad férrea
del primer militar de la república, jefe de la fracción
triunfante y cabeza del otro congreso, el de Angostura,
aparta de un manotazo. Desde entonces y como castigo a su
pretensión magisterial, arrastrará el sino del paria. Con
mayor fortuna que Piar, que pagó osadía semejante con el
fusilamiento, Cortés de Madariaga sería execrado hasta su
muerte, condenado a morir de indigencia en lo que
provisoriamente fuera la Gran Colombia, en Río Hacha. La
orden de Bolívar fue taxativa: “el canónigo es loco y debe
tratarse como tal”, como le escribiría entre irónico y
despreciativo el 21 de julio de 1820 al general Mariano
Montilla, luego de su entrada triunfal a la Nueva Granada
dirigiendo una expedición en cuyas filas destacara Cortés
de Madariaga. Al cura Madariaga no debía permitírsele
poner un pie en territorio venezolano. Al “loco”, ni el
pan ni el agua.
Desde entonces, su figura trepida entre la sorna y el
rechazo a veces brutal, o la indiferencia. El país por el
que sintió – él, un hombre que para la época se adentraba
ya por los senderos de la senectud - un fulgurante amor a
primera vista lo ha mantenido fuera de su foco de
atención. Para la posteridad, conquista el derecho a
figurar en el anecdotario anual cada 19 de abril en
solemne recuerdo de aquel jueves santo de 1810, cuando ya
cumplido los 46 años de vida y llevando tonsura y sotana
le arrebata con una picardía y una audacia poco común el
mando de la capitanía al gobernador Emparan para
entregárselo a un pueblo desconcertado, dando inicio al
proceso que culmina con la liberación de nuestra
dependencia colonial. Eso es todo: su paso por el
estrellato oficial ocupa esos escasos minutos. Todo lo
demás es subalterno. Motivo de desventuras, delirios,
desencantos, reclamos y miserias. Visto a posteriori, un
feroz malentendido que terminó varándolo aguas abajo, en
las playas de la indigencia, la enfermedad, el olvido y la
muerte, entre pescadores que le tiraban de vez en cuando
con algo de sus redes para que tuviera con que saciar sus
fatigas. Sin la menor conciencia de que ese anciano
derrengado y enfermo, aunque soberbio y orgulloso hasta la
demencia, había sido el primer prócer de la primera
república de un mundo nuevo que se hacía a su turbulenta
historia. Jugó, ganó y perdió. Una estrella fugaz. Un
meteoro. Y luego la nada.
Un busto en la cabecera de una plaza caraqueña que lleva
su nombre y un hecho anecdótico y legendario signan su
existencia para quienes no conocen de su propia historia
más que retazos y despojos guindados de placas
recordatorias en rincones insalubres. Una vez al año, el
pueblo al que se arrimara enfebrecido y con el que
finalmente no pudo estrechar el compromiso de honor que
creyó poder abrazar algún día dirigiendo sus más altos
designios, lo recuerda con un mohín de complicidad y una
pizca de agradecimiento. Muchos ni siquiera saben que el
cura Madariaga nació a varios miles de kilómetros, en la
más austral de las posesiones del imperio español. Aunque
reconoce en su desprecio ante la corona y su desenfado
ante el gobernador, su más alta autoridad, su propio
desinterés frente a los asuntos mundanos y en su levita
conspirativa su falta de respeto por las cosas de Dios. El
hombre de carne y hueso, no el fantoche que mueve la
cabeza y hace oscilar el índice de su mano derecha como un
robot de campanario instando a rechazar el requerimiento
del gobernador Emparan, ve la luz en Santiago, asiento
capital de la Capitanía General del Reino de Chile, en
1766 según unos, en 1764 según otros, once o trece años
antes de que Venezuela, por real cédula de Carlos III, se
convirtiera a su vez en Capitanía General e integrara las
provincias con que hace su ingreso medio siglo después de
su nacimiento a la historia independiente. Las efemérides
populares no recuerdan del presbítero más nada. Pero hubo
mucho más. Así el peso de la noche prefiera dejarlo en el
olvido.
Un extraño quid pro quo quiso que un venezolano situado
espiritual y culturalmente en la antípoda de la
idiosincrasia nacional, hundido en la miseria del
destierro en Londres y ganado para los asuntos de gobierno
del Chile independiente, se convirtiera en el legislador
de las lejanas tierras del cura Madariaga: don Andrés
Bello. Contribuyendo de manera insustituible a la
construcción del Estado hispanoamericano más poderoso de
la segunda mitad del siglo XIX. Tuvo infinita mejor
fortuna que el chileno, que trasplantado por azares del
capricho o la naturaleza vino a dar a las costas caribes
del ilustre legislador, poeta y filólogo. Mientras aquel
supo situarse en el perfecto umbral, a contraluz del
Poder, poseyéndolo a su pesar y sin otro interés que
servirle desinteresadamente, Madariaga quiso poseerle
desafiando al más temible y genial de los venezolanos de
todos los tiempos. Aquel ganó un sitial de honor. Este fue
proscrito y condenado al destierro para siempre por aquel
al que osara desafiar, Dueño y señor de la república
durante el resto de su atormentada existencia. Ambos
trasplantados – Bello y Cortés - murieron poseídos por la
nostalgia de una tierra que amaron apasionadamente y no
supo recogerlos en su seno.
De este suceso narra esta historia. De las venturas y
desventuras de un cura chileno-venezolano sanguíneo,
apasionado, republicano, leal, delirante y poseso. Que
Dios lo tenga en su gloria.
Una biografía necesaria - por Simón Alberto
Consalvi
El
azar y la historia. El silencio y el olvido. La
fama y el anonimato. La paradoja, sobre todo la
paradoja: nadie tan nombrado, nadie tan ignorado.
Nadie supo entonces quién era, de dónde salió, ni
que hacía allí aquel Jueves Santo, ni cómo tomó la
escena entre los relámpagos del 19 de Abril,
siendo el protagonista cuyo gesto pareció ser
decisivo. Las historias fueron repitiendo el
suceso. El misterioso clérigo chileno José Cortés
de Madariaga se convirtió en la hazaña de uno de
sus dedos: el dedo de la señal histórica que
orientó a un pueblo confuso.
Pero allí no quedó todo. Fue plenipotenciario
enviado a Bogotá como diplomático de la primera
República. Derrotados los republicanos, el
implacable Monteverde lo remite a Madrid en el
cambote de los “9 monstruos”, y de allá lo envían
a Ceuta por tres años de castigo. Cuando recobra
la libertad, sólo piensa en volver a la tierra
adoptiva de sus andanzas ciudadanas. Aparece en
Cariaco; es actor del famoso Congresillo, y a
diferencia de Piar salva el pellejo, pero se gana
la animadversión de Bolívar, quien cuando lo
encuentra tiempo después, con un simple apóstrofe
lo condena a la inexistencia política: “El
canónigo es loco y debe tratarse como tal”. Santa
condena. La miseria y el abandono.
En esta biografía necesaria, el escritor Antonio
Sánchez García pone a pruebas el poder de su
prosa, su capacidad de indagación y su pasión por
la equidad de la historia, al rescatar la vida y
percances del cura cuyo nombre repetimos tirios y
troyanos, cada 19 de Abril, durante 200 años, sin
preguntarnos quién fue. Aquí están, al fin, las
respuestas, los enigmas descifrados.
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