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En 1958, cuando se le pone fin
a la dictadura de Pérez Jiménez y se da inicio al período
más pacífico, próspero, homogéneo y coherente de la
historia venezolana - si bien con graves dificultades,
tropiezos y desviaciones -, el conocido como de la
Democracia de Punto Fijo o, según la nomenclatura al uso,
Cuarta República, se vive el meridiano histórico del
siglo. En Cuba, que también salía de una dictadura y vivía
una situación en muchos aspectos semejante a la
venezolana, los acontecimientos conducen a la revolución
socialista, arrastrando tras suyo a un continente entero.
Los costos de esa opción asumida entonces por Fidel Castro
para Cuba y varias generaciones en América Latina están a
la vista: una espantosa tiranía que ya se prolonga por
casi medio siglo, decenas de miles de muertos y la ruindad
causados por la radicalización, las reacciones
dictatoriales y ese medio siglo perdido para un continente
extraviado. En Venezuela, se optó en cambio por la
antípoda: la construcción de la democracia. Según lo
señala el historiador inglés Hugh Thomas en su enjundiosa
introducción a la tercera edición de Venezuela: Política y
Petróleo, de Rómulo Betancourt,* tales opciones fueron
absolutamente contrarias al sentido que las circunstancias
históricas permitían presagiar. Antes que Venezuela, era
Cuba la que parecía predestinada a culminar su periplo
histórico desembocando en una democracia capitalista:
“En ese momento parecía que, de los dos países, Cuba tenía
mayores posibilidades de establecer una democracia…Pero
dentro de poco más de un año estaría sufriendo una nueva
tiranía mil veces más dura que la de Batista. Por otra
lado, Venezuela, que tenía una infraestructura económica
mucho menos desarrollada, logró establecer un sistema
democrático, que desde entonces ha soportado dos cambios
completos de gobierno por vías pacíficas y parlamentarias
y también una ofensiva bien organizada de la Izquierda
Castrista.”
Culpables por esta escritura política a redropelo de las
propias determinaciones históricas fueron las dos más
notables figuras políticas del siglo: Fidel Castro y
Rómulo Betancourt. Desmintieron al materialismo histórico,
para el cual los sistemas políticos han de ser la
necesaria e inevitable expresión de las determinaciones
socio-económicas. Reivindicando en cambio el valor de las
personalidades en el curso de los procesos históricos,
como lo querían los dos grandes pensadores de la
historiografía anglosajona: R. W. Emerson o Thomas Carlyle.
“No hay propiamente historia, hay biografías” había
enseñado aquel, mientras para éste “la historia es la
ciencia de innumerables biografías”. Aunque no está demás
mantener la advertencia de este quid pro quo como telón de
fondo de los acontecimientos que ahora mismo se están
sucediendo en Cuba y en Venezuela, cuando aquella por
efecto de la agonía de Fidel Castro podría estar buscando
cambios democratizadores mientras la Venezuela de Hugo
Chávez parece anhelar el retorno al delirio castrista de
los años sesenta. Para nuestros efectos, valga señalar que
Fidel Castro y Rómulo Betancourt se convertirían en
referencias esenciales para la región y en mortales y
recíprocos enemigos. Tanto, que para poder implementar su
proyecto histórico de una democracia moderna para
Venezuela, Betancourt debe enfrentar a Castro en el
terreno político interno, en el diplomático regional y en
el directamente militar. Lo vence en todos los frentes:
luego de erigir la doctrina Betancourt en eje central de
su política exterior – romper relaciones con todos los
regímenes dictatoriales de la región, lo que provoca un
atentado en contra suya del dictador dominicano Rafael
Leonidas Trujillo que por poco le cuesta la vida - logra
la expulsión de la Cuba castrista de la OEA, derrota
políticamente a la izquierda castrista en Venezuela y
aplasta militarmente a la avanzada cubana que invade
territorio venezolano para desarrollar una guerra de
guerrillas a mediados de los 60, dirigidos por el famoso
comandante Arnaldo Ochoa Sánchez, héroe de Ogaden, a la
cabeza de algunos próceres de la actual oposición
venezolana, como Teodoro Petkoff, Héctor Pérez Marcano,
Pompeyo Márquez y Américo Martín, entre otros. A pesar de
esa tremenda ofensiva castrista, el país se hace a su
andadura democrática construyendo el régimen político más
estable de América Latina en medio de las turbulencias que
sacuden al continente. Si bien queda una profunda y
rencorosa huella no saldada en Fidel Castro, quien jamás
olvida la humillación. Esperará paciente y tozudamente por
el momento de la venganza, siempre a la búsqueda de
hacerse con el petróleo venezolano, seguro que de caer en
sus manos, le permitiría el control de América Latina y un
papel estelar en los destinos del mundo. Ya volveremos al
tema.
2
Es el comienzo de la Venezuela
petrolera y democrática. Una primera visión crítica nos
obliga a dividir esa etapa de nuestra historia en dos sub
períodos: el primero que incluye desde Betancourt hasta
Rafael Caldera y abarca los primeros quince años de
gobierno democrático (1959-1974); y un segundo sub
período, que comienza con Carlos Andrés Pérez (1974-
1979), continúa con Luis Herrera Campins (1979 – 1984) y
Jaime Lusinchi (1984-1989) para terminar con el turbulenta
y accidentado segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez
(1989 – 1993). Tal diferenciación tiene más que ver con
las grandes tendencias que caracterizan a los respectivos
gobiernos que a la naturaleza de los mismos. El primero de
esos períodos, si bien en lo político y social
completamente rupturista con el pasado fundado por Gómez y
continuado por Pérez Jiménez, en el ámbito del desarrollo
económico se muestra mucho más integrado y cónsono con las
grandes tendencias del crecimiento generado en las décadas
anteriores. Se verifica una continuidad en el esfuerzo
hacia el desarrollo dentro de una ruptura política e
institucional. No obstante, los cambios introducidos en
dicho sistema luego de la nacionalización del petróleo y
el alza de sus precios a partir de la crisis energética de
1973 son tan notables, que modifican sustancialmente y en
profundidad el sentido impreso hasta entonces al curso del
país. Es entonces cuando en el ámbito económico y social
se verifica un auténtico “punto de quiebre” que le imprime
otra dirección a la sociedad venezolana: es el inicio de
la debacle. Finalmente, y luego de la caída,
enjuiciamiento y prisión de Carlos Andrés Pérez, que
culmina el período, se abre una fase de transición a cargo
de Ramón J. Velásquez y Rafael Caldera. Si para los
efectos estrictamente descriptivos esta fase de transición
es asumida conceptualmente como parte de la llamada
Democracia de Punto Fijo, lo cierto es que strictu sensu
no corresponde a tal etapa. Es importante destacar
entonces que según nuestra percepción, dicho período
democrático no se extiende más que hasta el segundo
gobierno de Carlos Andrés Pérez, profundamente perturbado
por el Caracazo del 27 de febrero de 1989 y los golpes de
Estado del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992. Que
lo hieren de muerte. No deja de ser relevante el hecho de
que de esos cuarenta años de vida democrática, veinte años
son dominados por las figuras de Carlos Andrés Pérez y
Rafael Caldera, suerte de caudillos democráticos que
arrastrarían a la ruina a sus respectivos partidos.
3
Para los efectos nacionales e
internacionales, este período de nuestra historia es el de
la Venezuela democrática convertida en refugio para los
desterrados de Centro y Suramérica en medio de los graves
desajustes políticos que le son contemporáneos. Sin contar
con el exilio anti franquista que allí echara raíces en
los años cuarenta y cincuenta. Durante esos años terribles
vivieron en Venezuela como refugiados políticos algunos de
los más importantes dirigentes de la Unidad Popular y la
DC chilena, tales como Aniceto Rodríguez, Sergio Bitar,
Claudio Huepe, Esteban Tomic, Enrique Silva Cimma, Renán
Fuentealba, Anselmo Sule, Carlos Morales Abarzúa y decenas
de miles de chilenos de a pie. Algunos de esos altos
dirigentes protegidos y respaldados espiritual y
materialmente por sus partidos hermanos. La inmensa
mayoría, con puertas abiertas y trabajos estables.
Venezuela y sus dos partidos democráticos – AD,
socialdemócrata, y COPEI, socialcristiano - se convierten
en faro de orientación política para los grupos de presión
política que luchan por instaurar regímenes democráticos
en sus respectivos países. Así es como bajo el influjo de
“adecos” y “copeyanos” nace el embrión de la Concertación
chilena en junio de 1975, cuando líderes como Renán
Fuentealba, Aniceto Rodríguez, Anselmo Sule y una docena
de otros dirigentes chilenos se encuentran en Colonia
Tovar, a las afueras de Caracas para concertar un acuerdo
que tardará otros 13 años en convertirse en realidad. Es
la Venezuela que promueve la paz y la democracia en
Nicaragua y El Salvador. El Comandante Cero, Napoleón
Duarte y Violeta Chamorro se convierten en personajes
respaldados por sus congéneres venezolanos. Tanto, que el
apoyo financiero que le brindara Carlos Andrés Pérez a la
recién electa presidenta nicaragüense le costaría el cargo
y lanzaría a Venezuela por el despeñadero. Por cierto, un
apoyo absolutamente insignificante - diecisiete millones
de dólares - en comparación con los miles y miles de
millones de dólares con los que Hugo Chávez compra el
respaldo de sus aliados o financia las elecciones de sus
pupilos. En esa Venezuela también encontró respaldo
político y financiero el sevillano Felipe González, de
quien se cuenta que entró clandestinamente a España en el
avión del vicepresidente de la Internacional Socialista,
el entonces presidente venezolano Carlos Andrés Pérez. Ni
qué decir de la colonia de exiliados cubanos, integrados a
la comunidad democrática venezolana para siempre. No está
demás recordar aquí también – la moneda tiene dos caras -
la fraternidad venezolana hacia el exilio voluntario
provocado por el allendismo: Hernán Briones o Carlos
Cáceres, por ejemplo, ingenieros vinculados a la clase
empresarial chilena recibidos con los brazos abiertos por
generosos y solidarios empresarios venezolanos. Hubo
muchos otros de sus congéneres que la usaron como
trampolín, para terminar residiendo en los Estados Unidos
o en Europa. Sirvieron luego de importantes fichas
tecnocráticas y políticas en el gobierno del general
Augusto Pinochet. Para no hablar del exilio argentino y
uruguayo, que también encontró en Venezuela el refugio en
espera de mejores tiempos. Son cientos de miles los
desterrados de las dictaduras del Cono Sur que
sobrevivieron gracias a la solidaridad venezolana. ¿Lo
habrán olvidado?
Una constitución, la de 1961, ocho gobiernos de cinco años
cada uno, de los cuales dos presidentes reelectos – Carlos
Andrés Pérez y Rafael Caldera -, además de la más ingente
obra de desarrollo de infraestructura, educación, economía
y cultura hicieron de Venezuela la sociedad más dinámica,
democrática, próspera y estable de América Latina. De tres
universidades con que contaba la Venezuela perezjimenista,
Hugo Chávez se encuentra cuarenta años después y habiendo
sido electo por los mismos votos que respaldaran en el
pasado a AD y COPEI y gracias a elecciones pulcras y
decentes, como no las habría nunca más en su régimen
bolivariano, un país con más cien institutos de altos
estudios y una élite profesional y académica de primera
línea. Con el más alto índice de post graduados en
universidades norteamericanas y europeas becados por el
Estado y su Fundación Gran Mariscal de Ayacucho. No se
necesitaba ser rico para doctorarse en Harvard o en
Cambridge. Es una democracia ejemplar para los estándares
de América Latina, entonces arrasada por las dictaduras
militares, si bien asentada sobre un terrible talón de
Aquiles: la dependencia petrolera, expresada en el reparto
de los ingresos fiscales como fuente de legitimación
política. Y un saldo no resuelto en diferencias sociales.
Lo que se hizo dramáticamente manifiesto y se aceleró a
partir de la estatización del petróleo y la fundación de
PDVSA en 1975, con el primer gobierno de Carlos Andrés
Pérez, cuando se triplican los precios del petróleo, se
triplica el presupuesto y se multiplica exponencialmente
la deuda externa, la estatolatría y la megalomanía
tercermundista de la Venezuela Saudita. Es el punto de
quiebre que rompe con la tendencia al sólido crecimiento
de la economía venezolana y empuja hacia la crisis en
todos los ordenes de la vida nacional.
Es interesante recordar el catálogo de deudas pendientes
con el desarrollo de una democracia moderna que, según el
mismo Hugh Thomas, acechaban a la recién estrenada
democracia venezolana: “Por supuesto, Venezuela es un país
que todavía tiene muchos problemas. Entre los problemas a
resolver están: la tasa de natalidad muy alta, la
distribución de riqueza muy dispareja, el desequilibrio
grave entre las ciudades (especialmente Caracas) y el
campo, y la incertidumbre de lo que pudiera pasar al
término de su actual etapa petrolera.” Lo escribe mirando
al futuro en un presente – 1977 - que ya estaba decidiendo
en el sentido contrario al que el mismo Thomas recomendaba
y que, en lugar de continuar la senda de la resolución
paulatina y más bien previsora y hasta conservadora de sus
predecesores, se lanza al abismo del delirio de la Gran
Venezuela y la megalomanía tercermundista de Carlos Andrés
Pérez. Atrás quedaba el crecimiento económico sostenido,
la extraordinaria estabilidad de la moneda, una cierta
continencia moral y un sentido del servicio público y
decencia política que fueran ejemplares con los gobiernos
de Betancourt, Raúl Leoni y el primer Caldera. Incluso de
disciplina fiscal y control social bajo la dictadura de
Pérez Jiménez, que erradica los cinturones de miseria que
luego, con la democracia, el boom petrolero y la abundante
oferta de trabajo para mano de obra no calificada de los
países limítrofes, crecen exponencialmente. Sumándose al
ingente problema de la alta tasa de natalidad reseñado por
Thomas. Es el resultado residual de la prosperidad
petrolera y la mano abierta de un país que no conoce de
chovinismos ni de xenofobias atrayendo a cientos de miles
de “desterrados de la pobreza”: sobre todo desde los
países andinos y caribeños. Ante la carencia de una
política económica orientada al crecimiento de la economía
privada, la generación de puestos de trabajo y el
desarrollo industrial, quedarían sujetos a la asistencia
estatal. Pronto constituirán un grave problema político y
social. Y servirán de carne de cañón electoral del
caudillismo redivivo en todas sus vertientes.
CONTINUARÁ
(*) Rómulo Betancourt, Venezuela, Política y Petróleo,
Seix Barralt, 1979.
sanchez2000@cantv.net