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Participé como simple observador en la reunión que
celebrara el recién electo secretario general de la OEA
José Miguel Insulza con los dirigentes de la oposición
en su primera comparecencia en Venezuela. Me pareció
entonces un hombre extremadamente cuidadoso, parco y de
una fría cordialidad que escuchó con esmerada atención
las diversas intervenciones de sus interlocutores. Pero
que no pareció comprender la hondura de la crisis que
vivía nuestro país. Debo confesar en su favor que
ninguno de los participantes supo subrayar con
suficiente claridad la gravedad de una crisis que las
sucesivas intervenciones de la OEA no han sabido paliar.
Muy por el contrario: la crisis profunda, cruenta,
aparentemente irreversible que aqueja hoy a la sociedad
venezolana se ha ahondado hasta extremos verdaderamente
aterrantes. Hoy es muchísimo más grave, profunda e
irresoluble que cuando Gaviria aceptó la intermediación
de la OEA y facilitó la realización de la mesa de
negociación y acuerdo. Es más: se ha agravado, en gran
medida, gracias a la voluntaria o involuntaria gestión
de la OEA a favor del degüelle de nuestras libertades
democráticas. Como quedara suficientemente demostrado
cuando César Gaviria y Jimmy Carter, en una de las más
ominosas intervenciones de un ex presidente de los
Estados Unidos y un secretario general de la OEA,
corrieran a dar por bueno el fraude electoral más
descomunal de la historia de América Latina. Sobrada
razón tiene Marcel Granier en recordárselo a Jimmy
Carter ante la televidencia de CNN. Va siendo hora de
que Carter, el Nóbel de la paz, de debida cuenta de su
grave responsabilidad en el estrangulamiento de la
democracia venezolana por parte de Hugo Chávez.
Puede que entre las razones que solapan la hondura y
gravedad de la crisis se cuenten dos fenómenos
concomitantes: la apatía de la comunidad internacional
ante el avance de los integrismos totalitarios y la
complicidad de los principales gobiernos de la región –
desde Brasil hasta Argentina - comprada por los
petrodólares del régimen. Puede que la tozuda
implementación del proyecto castro-chavista de convertir
a Venezuela en otra sociedad totalitaria como la cubana
- que no ha cesado su descarado trabajo de zapa ni un
solo día -, haya adormecido a la comunidad internacional
y la haya habituado a la idea de una segunda Cuba en
América Latina. Después de ocho años de inclementes
atropellos a los usos y costumbres democráticas en
nuestro país, ya a nadie asombra la barbarie proclamada
por Hugo Chávez ante el mundo, sin siquiera cuidarse de
las apariencias: ha proclamado como lema de nuestras
fuerzas armadas la consigna de Patria, Socialismo o
Muerte. Y nadie, óigase bien, absolutamente ningún
mandatario de América Latina o del mundo democrático ha
elevado su voz de protesta. Muchísimo menos la OEA, que
tendría sobradas razones jurídicas y políticas para
exigir el cumplimiento de la Carta Democrática, contra
cuyos principios choca dicho lema de manera
irredargüible. ¿O es que la Carta Democrática
no ha de cautelar precisamente la vigencia de las
libertades democráticas de los países miembros?
La otra razón es mucho más grave, pues desenmascara el
nivel de corrupción generalizada que sufren casi sin
excepción todos los gobernantes de la región. Entre
ellos la presidenta Michelle Bachelet: la disposición a
cohonestar graves e inaceptables atropellos a las
libertades democráticas a cambio de negociados
petroleros y de suministros con la Venezuela chavista.
Por un puñado de dólares ni siquiera la adusta y
ascética presidenta chilena parece dispuesta a hacer
pesar y valer los principios. Señal de una muy grave
enfermedad regional.
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En la mencionada reunión celebrada en uno de los salones
del Meliá Caracas estuve tentado de prevenir a Insulza
acerca de los graves riesgos que corría dirigiendo la
OEA en momentos en que la democracia de la región se ve
tan seriamente cuestionada por el proyecto castro-chavista.
Un proyecto que retoma la política desestabilizadora e
intervencionista cubana de los años sesenta – cuando
promoviera, financiara y respaldara incluso con hombres
y armas las guerras de guerrillas en varios países
latinoamericanos, incluso en la Argentina. Por no hablar
de Venezuela, en donde protagonizó varios escandalosos
desembarcos de oficiales cubanos y toneladas de
armamentos. Durante esos años sesenta ni siquiera la
influencia de la Unión Soviética, financista de la Cuba
castrista, pudo refrenar los ímpetus expansionistas de
la revolución cubana. Cuando debido a esa política fuera
expulsada de la OEA y encontrara la cerrada oposición de
Rómulo Betancourt, el más consecuente defensor de la
democracia en Latinoamérica durante la segunda mitad del
siglo.
Ya entonces, mientras Insulza escuchaba con distante
cortesía los reclamos de la oposición democrática
venezolana, la penetración cubana en todas las
instancias estatales y de gobierno – desde los altos
mandos de las fuerzas armadas hasta el control de la
cultura, la educación, la salud y el deporte - había
adquirido una dimensión de suficiente envergadura como
para alertar a las autoridades de la región y mover a
sus gobiernos a exigir medidas cautelares de parte de la
OEA. Y a correr en auxilio de los sectores democráticos
gravemente afectados y perseguidos.
Recuerdo haberme impuesto la dolorosa auto disciplina
del silencio, mientras sentía la imperiosa necesidad de
señalarle que el más grave problema que enfrentaría
durante su mandato sería el de la dramática pérdida de
la democracia en nuestro país. Y de conminarlo a
asumirlo con seriedad, pues si creía poder esquivarlo
con diligencia y elegancia, como había sorteado las
dificultades que le presentara el pinochetismo en Chile,
estaba profundamente equivocado. Es infinitamente más
fácil defender la institucionalidad nacional y la
soberanía estatal de quienes han jurado un pacto solemne
en su auténtica defensa – como es el caso de las fuerzas
armadas chilenas – que pretender defenderla de quienes
no tienen otro propósito que hundirla para entronizar un
régimen autocrático, dictatorial y totalitario. No es
casual que Pinochet haya abandonado el gobierno de la
república luego de diecisiete años de ejercicio
dictatorial, cumplidos tras el propósito de restablecer
la institucionalidad democrática, mientras Fidel Castro
agoniza aferrado al mando absoluto y total de su isla
tras medio siglo de dictadura comunista.
Venezuela está amenazada de un quebranto existencial que
puede acarrear la perversión, por décadas y décadas, de
su esencia democrática y convertirse en una satrapía
totalitaria. Con esta amenaza en puertas, dirigir la OEA
no era asunto de niños. Quise ir más lejos y explicarle
sin ambages que si no tenía la fortaleza moral, la
capacidad política y el coraje como para enfrentar a
Hugo Chávez, la OEA sería su tumba. Pero callé: era un
convidado de piedra, no un aguafiestas. Hoy me
arrepiento. Lo que entonces era premonición, hoy es una
cruda realidad.
3
Jamás olvidaré otra ocasión de igual
naturaleza, cuando requerido por el embajador de la OEA
en Venezuela, Patricio Carbacho ayudé a organizar un
encuentro de los más importantes periodistas venezolanos
con el recién llegado secretario general, el ex
presidente de Colombia César Gaviria, en vísperas del
inicio de las conversaciones de la Mesa de Negociación y
Acuerdo. Luego de un tenso y prolongado intercambio de
pareceres, durante el cual la veintena de colegas
presentes intentaron vanamente abrirle los ojos a César
Gaviria acerca de la naturaleza antidemocrática del
presidente Chávez y ya a punto de despedirnos, Rafael
Poleo se levantó de su asiento y con la brutal franqueza
que suele caracterizarlo le dijo en voz estentórea,
desafiante y sin mediar más palabra: “Usted ya ha
fracasado, Sr. Gaviria. Su mediación no servirá de nada.
Chávez hará lo que le venga en gana. En cuanto a esta
gestión, usted ya es un fracasado”. Tenía absoluta
razón. Y eso que la gestión todavía no se iniciaba. Los
hechos vinieron a demostrarlo.
Es fácil predecir los acontecimientos: los
gobiernos de la región, con muy contadas y honrosas
excepciones, se han arrodillado ante el gobierno
venezolano. De la misma manera pusilánime y servil con
la que las democracias europeas se rindieran ante Hitler,
creyendo que más obtenían rindiéndose a sus pies que
desenterrando el hacha de guerra. Hasta que un político
desprestigiado y aparentemente vencido pero poseído por
el ancestral sentido del honor británico decidió asumir
la única política que un hombre como Hitler entendía: la
guerra absoluta y total. La democracia actual, en
particular la europea, así haga los más desaforados
esfuerzos por olvidarlo, le debe su vida a ese hombre –
Winston Churchill – y a su principal aliado, los Estados
Unidos. Sin la decisión de Churchill de enfrentar a
Hitler costara tanta sangre, sudor y lágrimas como fuera
preciso, y sin el sacrificio material, espiritual y
político de los norteamericanos los franceses seguirían
gobernados desde Vichi. No hablemos del resto del mundo.
De allí el asombro que provocan las ominosas
declaraciones de José Miguel Insulza. Perfectamente
secundadas por los miembros del PS chileno. Olvidan él y
los suyos los onerosos, pesados servicios que recibieran
durante su exilio en Venezuela. Aniceto Rodríguez no
está vivo como para recordárselos. Fue él quien
coordinara el auxilio de los gobiernos democráticos de
Venezuela – desde el de Rafael Caldera cuando el golpe
hasta el de Carlos Andrés Pérez cuando la transición a
la democracia de la Concertación – a los funcionarios
del allendismo, los militantes de la izquierda e incluso
no pocos demócrata cristianos que encontraron cobijo en
la Venezuela solidaria. La lista es larga: incluye desde
abultadas donaciones mensuales en dólares hasta montaje
de empresas y negocios. Muchos de los que hoy callan y
mantienen la mayor discreción frente a las violaciones a
las libertades democráticas y los derechos humanos en
nuestro país constan en las largas listas de deudores de
nuestra democracia en peligro.
Dios quiera removerles la conciencia, para
que devuelvan los favores recibidos. Es una deuda moral
que debiera ser satisfecha.