“Hitler tenía siempre ante sus ojos, y en todo momento, el
objetivo que se proponía alcanzar: reunir en sus manos
todo el poder. El Führer conocía la táctica que debía
emplear: aquella práctica legalista modificada por los
sentimientos de miedo e inseguridad, y que con tanto éxito
había experimentado en los años anteriores.”
Joachim Fest, Hitler
En
rigor, no sólo Hitler sino todas las variantes del
socialismo revolucionario y su matriz totalitaria, desde
el leninista hasta el musolinniano, se enfilaron con una
voracidad depredadora y canibalesca hacia un solo
objetivo: la conquista del Poder total y absoluto. Y
consecuentemente, la pulverización de la democrática
sociedad civil que quiso impedírselos. Las variables
tuvieron más que ver con las peculiaridades de las
situaciones socio-políticas que Lenin, Mussolini y Hitler
encontraron como obstáculos a vencer y dominar que con una
concepción estratégica, un predeterminado modelo de asalto
al Poder. Lo mismo sucedió con sus epígonos, desde Mao
hasta Fidel Castro. El asunto era hacerse a como diera
lugar con el Poder absoluto. ¿Cómo? Acoplándose con
astucia y ductilidad, con inescrupulosa brutalidad o
cínico legalismo a las circunstancias específicas.
Recurriendo en cada caso al más expedito y adecuado de los
medios. Siguiendo con irrestricta fidelidad las normas del
maquiavelismo y el darwinismo más avasalladores. Siempre a
la sombra de graves crisis de dominación y facilitados por
la cobardía, pusilanimidad o terror de sus respectivas
oposiciones. Ya fuera un golpe de audacia – como el asalto
al Palacio de Invierno en octubre de 1917 –; mediante el
sibilino deslizamiento seudo legal y democrático hacia la
camarilla en el Poder, como la Cancillería obtenida por
Hitler en 1933; una guerra cruenta, masiva y prolongada,
como la de la Larga Marcha que llevara a Mao al Poder en
1949 o mediante la usurpación de los triunfos de una
batalla civil contra la dictadura por un comando de
guerrilleros inescrupulosos, como el de Castro en 1959.
En todos esos casos, el control absoluto del Poder para su
despótico y tiránico ejercicio fue una carta oculta,
consciente sólo para la camarilla del entorno. El discurso
manifiesto fue mera táctica de distracción: la utopía, el
paraíso terrenal, la construcción del futuro. O el
implacable ataque discursivo contra el inerme sistema que
estaba siendo aniquilado. El caso de Hitler es, de entre
todos ellos, el paradigmático, pues logró la
revolucionaria cuadratura del círculo: penetrar la
institucionalidad y coparla, para corroerla, pervertirla y
vaciarla desde su interior hasta permitir que su vacío
fuera ocupado por una nueva legalidad usurpadora: “En su
forma de producirse, la toma del poder por los nazis sigue
constituyendo el modelo clásico del avasallamiento
totalitario de las instituciones democráticas desde el
interior, es decir, con la ayuda y no con la resistencia
del poder estatal.” Alguien ha utilizado el símil de
quienes van cambiando un puente ferroviario perno a perno,
durmiente a durmiente, sin perturbar a los ingenuos
viajeros que se desplazan en el tren que lo cruza día tras
día. Hasta que al cabo de un tiempo cruzan un puente que
ya es otro, sin siquiera advertirlo. Han pasado de una
democracia a una dictadura como quien cambia de ropaje.
En rigor no es Castro el modelo inmediato utilizado por la
autocracia militarista venezolana que hoy pretende hacerse
con el Poder absoluto: es Hitler, arquetipo de todos los
golpismos y caudillismos modernos, padre espiritual de
quien gobierna la isla desde hace medio siglo y de quien
le sigue sus pasos entre nosotros. En primera instancia,
Hitler intentó tomarse el Poder mediante un golpe de
Estado, el de la cervecería de Munich en 1923. Cumplió dos
años de prisión y fue amnistiado. Tras ocho años de luchas
“democráticas” alcanzó la cancillería para iniciar su
demolición por el nazismo. Castro lo intentó inicialmente
mediante el asalto al Cuartel Moncada, pagado con dos años
de cárcel para terminar también amnistiado. Tras otros
tres años y una lucha insurreccional usurpada a la
dirigencia civil que la llevara a cabo exitosamente en las
principales ciudades de Cuba, Castro conquistaría el
Poder. Chávez lo ensayó con el golpe de estado de 1992,
para ir a la cárcel y ser amnistiado tras pasar los mismos
emblemáticos dos años de prisión. Volvería siguiendo los
pasos del caporal austriaco – una marcha a través de las
luchas electorales y democráticas – para terminar siendo
llevado al Poder por la izquierda militarista que hoy le
sirve de pantalla ideológica. Ya les llegará su hora, como
a Röhm y sus secuaces en Alemania y a Escalante y al
Partido Comunista en Cuba. Caimanes del mismo pozo.
La clave para Hitler fue entrar: una vez dentro, no lo
sacaría nunca más nadie. A no ser muerto, y luego de
desatar la más espantosa de las guerras conocidas por el
hombre. “Utilizaba para sus fines la táctica de la
sorpresa, que le permitía ganar, golpe tras golpe, nuevas
posiciones al enemigo, e impedía a las desmoralizadas
fuerzas que intentaban oponérsele que se organizaran y
apretaran sus filas nuevamente.” Necesitado de un
parlamento absolutamente sumiso, el destino le puso en sus
manos un tarado incendiario que redujo el Reichstag a
cenizas. El pretexto perfecto: solicitó de inmediato a
Hindenburg un decreto de emergencia, llamado “Para la
protección del pueblo y del Estado”, que le permitiría
aplicar dictatorialmente desde la pena de muerte hasta la
anulación de los gobiernos regionales. Fue el instrumento
legal con el que gobernó desde ese ominoso 28 de febrero
de 1933 hasta el 30 de abril de 1945, cuando se suicidara
en las afueras de su Bunker berlinés.
Una auténtica, una impecable ley habilitante. Entonces
como ahora, obtenida gracias a un parlamento que
renunciara a su soberanía y se entregara atado de pies y
manos a la voluntad insaciable del caudillo. Que como
todos ellos, no careció de la maquiavélica fortuna de que
hablaba nuestro Rómulo Betancourt: “Mientras, el destino
jugaba a su favor, concediéndole casualidades,
oportunidades y, una y otra vez, una punta de aquel manto
que denominaba la Divina Providencia, y del cual parecía
saber apropiarse con creciente serenidad”.
Es Joachim Fest en su extraordinaria biografía de Hitler.
Provoca citar al autor del Eclesiastés: “nada nuevo brilla
bajo el sol”.
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