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¡No al fraude constitucional!
por Antonio Sánchez García  
viernes, 3 agosto 2007


“Lo que fue, eso mismo será;
lo que se hizo, eso mismo se hará:
¡no hay nada nuevo bajo el sol!”

Eclesiastés

 

1

 

            Si la felicidad de los pueblos se midiera por la cantidad de sus constituciones, Venezuela sería la más dichosa y perfecta de las sociedades. Tiene a su haber 26 constituciones, de todas las cuales sólo cuatro han superado los diez años de vida y no más de una ha alcanzando la insólita vejez de 38 años. Fue la constitución promulgada en 1961 y abolida por un capricho presidencial y la inconsistencia de sus ciudadanos en 1999. Muy por el contrario y siguiendo esa extraña lógica, los Estados Unidos serían el país más desdichado e imperfecto del planeta, pues no ha conocido más que una sola constitución en toda su historia. Y se las ha apañado con algunas pocas enmiendas para adecuarla al cambio de los tiempos. Y ya tiene más de dos largos siglos regulando la vida jurídica, política, económica y civil de la primera potencia del planeta. En donde la prosperidad es un bien universal, la libertad de expresión es sagrada y ningún presidente puede pretender gobernar más allá de dos períodos consecutivos de cuatro años cada uno.

 

            Chile, por seguir un ejemplo más cercano a nuestra historia, no lo hace mal. Después de salir de las turbulencias independentistas, promulgó la Constitución de 1833, en cuya redacción tuvo un muy destacado papel nuestro querido Andrés Bello. Sobrevivió a cuantas conmociones históricas y naturales conoció el país sureño, incluidas dos guerras libradas contra Perú y Bolivia y dos guerras civiles a lo largo del siglo XIX. Sólo vino a ser sustituida en 1925 por la nueva constitución de la república, habida cuenta de las profundas transformaciones socio-económicas y políticas surgidas con el cambio de siglo y el comienzo de la modernidad. La que a su vez sólo sería derogada por la dictadura militar del general Pinochet, que promulgara la hoy vigente. Aún y a pesar de los profundos cambios sufridos por la sociedad chilena luego del arribo de la Concertación Nacional hace casi dos décadas.

 

            A juzgar por dichos ejemplos, la verdad es la contraria: la abundancia de constituciones es prueba de una congénita inestabilidad y todos los consiguientes males que esa inestabilidad acarrea: desorden, anarquía, crisis de identidad. Males consustanciales a la esencia misma de un pueblo que una visión torcida y manipuladora pretende reparar con camisas de fuerza constitucionales. Que, incapaces de poner coto y atajo a las locuras, los desórdenes, las ambiciones y las revueltas, envejecen antes de salir de su infancia y reclaman otras y otras constituciones para seguir postergando la verdadera y radical solución del mal que ellas pretendían resolver: ir al fondo de las cuestiones y atacarlos con el consenso de todos y el liderazgo de los mejores.

 

            La urgencia por una nueva constitución venezolana no es más que la prueba fehaciente de que este gobierno, que constituyera la llamada “bicha” hoy vigente en 1999 y la proclamara hasta hace nada como la mejor constitución del mundo, ha fracasado en toda la línea. E incapaz de resolver los problemas con esa ley que él mismo se dotara, corre la arruga a la solución de los problemas reales y verdaderos que nos atribulan distrayéndonos hacia un nuevo experimento constitucional. Y contrabandeado en él, otra promesa por un futuro edénico y una utopía imposible: el mal llamado socialismo del siglo XXI. Contrabando que  no pretende otro objetivo real que montar un régimen totalitario: la universalización de la miseria con un monarca seudo constitucional a la cabeza.

 

            Una nueva frustración para quienes siguen apostando a su caudillo. Una nueva estafa para una democracia herida de muerte. Un nuevo fraude que se viene a sumar a los ya acumulados para un país que se hunde en sus extravíos. Más temprano que tarde la historia nos pasará una muy pesada factura.

 

2

 

Con la excepción de la etiqueta, que le permite granjearse las simpatías de los resabios dejados por el naufragio de los socialismos reales, Chávez no inventa una fórmula mágica o inédita para enfrentar la grave encrucijada en que se encuentra. Recurre al viejo reservorio de trucos que caudillos y dictadores venezolanos aplicaran en el pasado para atajar el tiempo e impedir el pase de factura de la ciudadanía a sus tremendos fracasos. El tirano Gómez es el ejemplo más próximo y cercano. En sus 27 años de despotismo hizo aprobar nada más y nada menos que siete constituciones: las de 1909, 1914, 1922, 1925, 1928, 1929 y 1931. Sumadas a las de 1901 y 1904 sancionadas por su compadre Cipriano Castro, dan la friolera de 9 constituciones en 34 años. Las siete constituciones del gomecismo fueron sancionadas por esa farsa llamada Congreso de los Estados Unidos de Venezuela – tan unicolor como la presente -  y promulgadas por el mismo Gómez o por sus segundones Victorino Márquez Bustillos, Juan Bautista Pérez o Pedro Itriago Chacín. Todas estas constituciones, que no merecen en rigor el nombre de tales sino de reformas de acomodo para servir a las necesidades políticas inmediatas del déspota de La Mulera, cumplieron el objetivo supremo que hoy se invoca para reproducir el entuerto: asegurar el mando supremo en manos del dictador alterando las reglas del juego electoral (1909); impedir o directamente anular la libertad de expresión (1928); continuar y consolidar la centralización permitiéndole el nombramiento directo de los gobernadores (1925). Exactamente lo que hoy se pretende: asfixiar la libertad de expresión, eternizar en el mando al caudillo y terminar por arrasar con la descentralización.

 

            La clave de esas y otras constituciones ha estribado en la necesidad de los gobernantes de turno de perpetuarse en el poder. Así la brevísima constitución aprobada por el presidente José Tadeo Monagas en 1857, que no alcanzaría a durar ni siquiera un año. No tenía otro objetivo que liquidar la muy fructífera Constitución de 1830 para permitirle su reelección inmediata. A ella le sucede un esfuerzo constituyente promisorio, democrático y descentralizador promulgado en diciembre de ese mismo año de 1857 por el presidente Julián Castro. Revisaba, corregía y mejoraba la Constitución de 1830 promulgada por el presidente José Antonio Páez, que duraría 27 años y le aseguraría a la república un desarrollo pacífico y sostenido. Demasiada felicidad para un pueblo enfermo de caudillismo militarista y de ramplona novelería. De manera que ese plausible esfuerzo constituyente terminaría hecho añicos con la explosión de la Guerra Federal y la pesadilla de uno de los conflictos fratricidas más espantosos de nuestra atribulada historia. Que no sin razón, aunque en un aparente quid pro quo,  José Gil Fortoul llamaría Historia Constitucional de Venezuela.

 

            La constitución que surge de la Guerra Federal es promulgada en Santa Ana de Coro en 1864. Además de su sorprendente duración para la circunstancia – 10 años – deja establecida la herencia del federalismo. Nadie lo toma demasiado en cuenta desde entonces, pero queda como seña de una identidad posible. Reliquia de un anhelo autonómico que será pisoteado por todos los autócratas venezolanos, sedientos de centralización, estatismo y control ejecutivo.

 

            Como bien diría hace miles de años Cohélet, el sabio redactor del Eclesiastés: “nada nuevo brilla bajo el sol”. Y quienes pretenden engañarnos con las falsas novedades no sirven a otro propósito que al de esclavizarnos para satisfacer sus imperiosas e insaciables ambiciones: “¡Vanidad, vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad!”

 

3

 

            Mago de la manipulación de masas y prestidigitador político notable, el actual presidente de la república pretende borrar de una plumada los gravísimos problemas que le atoran y nos agobian – inseguridad, desempleo, corrupción, desabastecimiento, inflación y falta de viviendas - para ponernos a discutir sobre la pertinencia de una reforma constitucional que echa al tacho de basura a la que exhibiera hasta el cansancio y hasta ayer mismo como el principal orgullo de su gestión.

 

            En lugar de reflexionar sobre los más de cien mil cadáveres que ensangrientan su gestión, la baja productividad, la corrupción rampante y la crisis terminal de PDVSA, el desempleo, la falta de viviendas, la crisis hospitalaria y la aterradora concentración de poderes que ya tiene en sus manos, debemos discutir la pertinencia de concederle la gracia de poder entronizarse tanto tiempo como le venga en ganas.

 

            No le bastan ocho años de catástrofe. Debe terminar por hundir irremediablemente al país y hacerlo legal, constitucionalmente. Enmascarado en un texto que legitime el hurto, la iniquidad, el saqueo y le otorgue poderes monárquicos. Pues como todos los venezolanos lo sabemos, no se trata de una simple enmienda que permita la reelección indefinida. Se trata de asegurarle el derecho a seguir manipulando la voluntad popular desde un organismo pervertido y arrodillado ante sus caprichos, como este CNE. Mediante la plataforma fraudulenta de su registro electoral. Monopolizando el uso de todos los recursos para comprar conciencias y alimentar su carne de cañón electorera. Convirtiendo a sus eventuales opositores en inválidos e impotentes figurones sin otra función que darle un barniz de legitimidad a elecciones trampeadas y ganadas de antemano. Con el árbitro en los bolsillos de su guerrera.

 

            Exactamente lo que sucedía con Sadam Hussein. Exactamente lo mismo que sucedía con Francisco Franco y con Stalin. Con Chapita Trujillo, con Rojas Pinilla, con Anastasio Somoza y Fulgencio Batista. Exactamente lo mismo que sucede con Fidel Castro. El problema no radica pues en las formalidades de un derecho a la elección reiterada e indefinida. Que se la podríamos regalar a cambio de una gestión pulcra, progresista y decente. Se trata de imponer las reglas de un juego tramposo y siniestro. De una farsa. Del estrangulamiento de un derecho sagrado, como el de elegir en paz a quien nos gobierne, resuelva nuestros problemas y nos guíe hacia una realidad mejor.

 

            Se trata de nuestra democracia. Impedir su asfixia es un deber ciudadano de alta moralidad pública. Por ello:

 

¡NO AL FRAUDE CONSTITUCIONAL! ¡NO A LA REFORMA!

¡NO A LA DICTADURA!

¡SÍ A LA ALTERNABILIDAD! ¡SÍ A LA DEMOCRACIA!

 

sanchez2000@cantv.net

 
 

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