“Lo que fue, eso mismo será;
lo que se hizo, eso mismo se hará:
¡no hay nada nuevo bajo el sol!”
Eclesiastés
1
Si la felicidad de los pueblos se
midiera por la cantidad de sus constituciones, Venezuela
sería la más dichosa y perfecta de las sociedades. Tiene
a su haber 26 constituciones, de todas las cuales sólo
cuatro han superado los diez años de vida y no más de
una ha alcanzando la insólita vejez de 38 años. Fue la
constitución promulgada en 1961 y abolida por un
capricho presidencial y la inconsistencia de sus
ciudadanos en 1999. Muy por el contrario y siguiendo esa
extraña lógica, los Estados Unidos serían el país más
desdichado e imperfecto del planeta, pues no ha conocido
más que una sola constitución en toda su historia. Y se
las ha apañado con algunas pocas enmiendas para
adecuarla al cambio de los tiempos. Y ya tiene más de
dos largos siglos regulando la vida jurídica, política,
económica y civil de la primera potencia del planeta. En
donde la prosperidad es un bien universal, la libertad
de expresión es sagrada y ningún presidente puede
pretender gobernar más allá de dos períodos consecutivos
de cuatro años cada uno.
Chile, por seguir un ejemplo más cercano a
nuestra historia, no lo hace mal. Después de salir de
las turbulencias independentistas, promulgó la
Constitución de 1833, en cuya redacción tuvo un muy
destacado papel nuestro querido Andrés Bello. Sobrevivió
a cuantas conmociones históricas y naturales conoció el
país sureño, incluidas dos guerras libradas contra Perú
y Bolivia y dos guerras civiles a lo largo del siglo XIX.
Sólo vino a ser sustituida en 1925 por la nueva
constitución de la república, habida cuenta de las
profundas transformaciones socio-económicas y políticas
surgidas con el cambio de siglo y el comienzo de la
modernidad. La que a su vez sólo sería derogada por la
dictadura militar del general Pinochet, que promulgara
la hoy vigente. Aún y a pesar de los profundos cambios
sufridos por la sociedad chilena luego del arribo de la
Concertación Nacional hace casi dos décadas.
A juzgar por dichos ejemplos, la verdad es
la contraria: la abundancia de constituciones es prueba
de una congénita inestabilidad y todos los consiguientes
males que esa inestabilidad acarrea: desorden, anarquía,
crisis de identidad. Males consustanciales a la esencia
misma de un pueblo que una visión torcida y manipuladora
pretende reparar con camisas de fuerza constitucionales.
Que, incapaces de poner coto y atajo a las locuras, los
desórdenes, las ambiciones y las revueltas, envejecen
antes de salir de su infancia y reclaman otras y otras
constituciones para seguir postergando la verdadera y
radical solución del mal que ellas pretendían resolver:
ir al fondo de las cuestiones y atacarlos con el
consenso de todos y el liderazgo de los mejores.
La urgencia por una nueva constitución
venezolana no es más que la prueba fehaciente de que
este gobierno, que constituyera la llamada “bicha” hoy
vigente en 1999 y la proclamara hasta hace nada como la
mejor constitución del mundo, ha fracasado en toda la
línea. E incapaz de resolver los problemas con esa ley
que él mismo se dotara, corre la arruga a la solución de
los problemas reales y verdaderos que nos atribulan
distrayéndonos hacia un nuevo experimento
constitucional. Y contrabandeado en él, otra promesa por
un futuro edénico y una utopía imposible: el mal llamado
socialismo del siglo XXI. Contrabando que no pretende
otro objetivo real que montar un régimen totalitario: la
universalización de la miseria con un monarca seudo
constitucional a la cabeza.
Una nueva frustración para quienes siguen
apostando a su caudillo. Una nueva estafa para una
democracia herida de muerte. Un nuevo fraude que se
viene a sumar a los ya acumulados para un país que se
hunde en sus extravíos. Más temprano que tarde la
historia nos pasará una muy pesada factura.
2
Con la excepción de la etiqueta, que le permite
granjearse las simpatías de los resabios dejados por el
naufragio de los socialismos reales, Chávez no inventa
una fórmula mágica o inédita para enfrentar la grave
encrucijada en que se encuentra. Recurre al viejo
reservorio de trucos que caudillos y dictadores
venezolanos aplicaran en el pasado para atajar el tiempo
e impedir el pase de factura de la ciudadanía a sus
tremendos fracasos. El tirano Gómez es el ejemplo más
próximo y cercano. En sus 27 años de despotismo hizo
aprobar nada más y nada menos que siete constituciones:
las de 1909, 1914, 1922, 1925, 1928, 1929 y 1931.
Sumadas a las de 1901 y 1904 sancionadas por su compadre
Cipriano Castro, dan la friolera de 9 constituciones en
34 años. Las siete constituciones del gomecismo fueron
sancionadas por esa farsa llamada Congreso de los
Estados Unidos de Venezuela – tan unicolor como la
presente - y promulgadas por el mismo Gómez o por sus
segundones Victorino Márquez Bustillos, Juan Bautista
Pérez o Pedro Itriago Chacín. Todas estas
constituciones, que no merecen en rigor el nombre de
tales sino de reformas de acomodo para servir a las
necesidades políticas inmediatas del déspota de La
Mulera, cumplieron el objetivo supremo que hoy se invoca
para reproducir el entuerto: asegurar el mando supremo
en manos del dictador alterando las reglas del juego
electoral (1909); impedir o directamente anular la
libertad de expresión (1928); continuar y consolidar la
centralización permitiéndole el nombramiento directo de
los gobernadores (1925). Exactamente lo que hoy se
pretende: asfixiar la libertad de expresión, eternizar
en el mando al caudillo y terminar por arrasar con la
descentralización.
La clave de esas y otras constituciones ha
estribado en la necesidad de los gobernantes de turno de
perpetuarse en el poder. Así la brevísima constitución
aprobada por el presidente José Tadeo Monagas en 1857,
que no alcanzaría a durar ni siquiera un año. No tenía
otro objetivo que liquidar la muy fructífera
Constitución de 1830 para permitirle su reelección
inmediata. A ella le sucede un esfuerzo constituyente
promisorio, democrático y descentralizador promulgado en
diciembre de ese mismo año de 1857 por el presidente
Julián Castro. Revisaba, corregía y mejoraba la
Constitución de 1830 promulgada por el presidente José
Antonio Páez, que duraría 27 años y le aseguraría a la
república un desarrollo pacífico y sostenido. Demasiada
felicidad para un pueblo enfermo de caudillismo
militarista y de ramplona novelería. De manera que ese
plausible esfuerzo constituyente terminaría hecho añicos
con la explosión de la Guerra Federal y la pesadilla de
uno de los conflictos fratricidas más espantosos de
nuestra atribulada historia. Que no sin razón, aunque en
un aparente quid pro quo, José Gil Fortoul llamaría
Historia Constitucional de Venezuela.
La constitución que surge de la Guerra
Federal es promulgada en Santa Ana de Coro en 1864.
Además de su sorprendente duración para la circunstancia
– 10 años – deja establecida la herencia del
federalismo. Nadie lo toma demasiado en cuenta desde
entonces, pero queda como seña de una identidad posible.
Reliquia de un anhelo autonómico que será pisoteado por
todos los autócratas venezolanos, sedientos de
centralización, estatismo y control ejecutivo.
Como bien diría hace miles de años Cohélet,
el sabio redactor del Eclesiastés: “nada nuevo brilla
bajo el sol”. Y quienes pretenden engañarnos con las
falsas novedades no sirven a otro propósito que al de
esclavizarnos para satisfacer sus imperiosas e
insaciables ambiciones: “¡Vanidad, vanidad, pura
vanidad! ¡Nada más que vanidad!”
3
Mago de la manipulación de masas y
prestidigitador político notable, el actual presidente
de la república pretende borrar de una plumada los
gravísimos problemas que le atoran y nos agobian –
inseguridad, desempleo, corrupción, desabastecimiento,
inflación y falta de viviendas - para ponernos a
discutir sobre la pertinencia de una reforma
constitucional que echa al tacho de basura a la que
exhibiera hasta el cansancio y hasta ayer mismo como el
principal orgullo de su gestión.
En lugar de reflexionar sobre los más de
cien mil cadáveres que ensangrientan su gestión, la baja
productividad, la corrupción rampante y la crisis
terminal de PDVSA, el desempleo, la falta de viviendas,
la crisis hospitalaria y la aterradora concentración de
poderes que ya tiene en sus manos, debemos discutir la
pertinencia de concederle la gracia de poder
entronizarse tanto tiempo como le venga en ganas.
No le bastan ocho años de catástrofe. Debe
terminar por hundir irremediablemente al país y hacerlo
legal, constitucionalmente. Enmascarado en un texto que
legitime el hurto, la iniquidad, el saqueo y le otorgue
poderes monárquicos. Pues como todos los venezolanos lo
sabemos, no se trata de una simple enmienda que permita
la reelección indefinida. Se trata de asegurarle el
derecho a seguir manipulando la voluntad popular desde
un organismo pervertido y arrodillado ante sus
caprichos, como este CNE. Mediante la plataforma
fraudulenta de su registro electoral. Monopolizando el
uso de todos los recursos para comprar conciencias y
alimentar su carne de cañón electorera. Convirtiendo a
sus eventuales opositores en inválidos e impotentes
figurones sin otra función que darle un barniz de
legitimidad a elecciones trampeadas y ganadas de
antemano. Con el árbitro en los bolsillos de su
guerrera.
Exactamente lo que sucedía con Sadam Hussein.
Exactamente lo mismo que sucedía con Francisco Franco y
con Stalin. Con Chapita Trujillo, con Rojas Pinilla, con
Anastasio Somoza y Fulgencio Batista. Exactamente lo
mismo que sucede con Fidel Castro. El problema no radica
pues en las formalidades de un derecho a la elección
reiterada e indefinida. Que se la podríamos regalar a
cambio de una gestión pulcra, progresista y decente. Se
trata de imponer las reglas de un juego tramposo y
siniestro. De una farsa. Del estrangulamiento de un
derecho sagrado, como el de elegir en paz a quien nos
gobierne, resuelva nuestros problemas y nos guíe hacia
una realidad mejor.
Se trata de nuestra democracia. Impedir su
asfixia es un deber ciudadano de alta moralidad pública.
Por ello:
¡NO AL FRAUDE CONSTITUCIONAL! ¡NO A LA REFORMA!
¡NO A LA DICTADURA!
¡SÍ A LA ALTERNABILIDAD! ¡SÍ A LA DEMOCRACIA!