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La letrina      
por Antonio Sánchez García  
sábado, 1 septiembre 2007


1

 

            Aún cuando viví algunos meses en el Buenos Aires que se acababa de liberar de la dictadura populista del general de ejército Juan Domingo Perón y las razones del desastre de su autocracia caudillesca y demagógica estaban a la vista, nunca logré comprender del todo el odio y el desprecio que suscitaba en el más grande espíritu argentino del pasado siglo, Jorge Luis Borges. Cuando llegué a la deslumbrante capital argentina hacía cuatro años del derrocamiento del líder de los descamisados y gobernaba el radical Arturo Frondizzi.

 

            Militante de la izquierda chilena, ella misma profundamente antiperonista, las razones que solía explicar ante los obreros de la construcción entre los que me gané la vida durante esos meses del verano bonaerense de 1959 eran simples y evidentes: Perón era un militar populista, corrupto y patriotero que así hubiera contribuido a la incorporación de los sectores populares a la vida política argentina lo hacía bajo predicamentos clásicamente nazi-fascistas. Manipulando a las masas hasta convertirlas en plebiscitaria base social de su despótica entronización.  Incluso la publicitada nacionalización de los ferrocarriles argentinos mostraba la lacra de la corrupción y el negociado: la había impuesto a escaso tiempo de que venciera naturalmente el contrato de concesión signado con los ingleses que la explotaran durante muchísimos años, incluidos los de su mandato. Lo que había obligado a una fuerte indemnización en el reparto de cuyas comisiones seguramente estaban involucrados él y su entorno.

 

            Mis argumentos chocaban con la incredulidad y la desconfianza de quienes no tenían de  qué quejarse. Los trabajadores argentinos lucían satisfechos. Tanto, que podían compartir sin ningún rencor sus puestos de trabajo con los obreros chilenos que llegaban por cientos en busca de un futuro mejor. La Argentina todavía vivía los coletazos de la bonanza exportadora – trigo y carne - que la enriqueciera durante el período peronista, cuando las divisas fluían a raudales empujadas por la segunda guerra y la expansión industrial que comenzó a vivir la Europa de la post guerra. En mis largas caminatas desde la estación de Plaza Once hasta Belgrano, en donde se hallaba el imponente edificio en construcción en que laboraba como un obrero más, solía ver restos de bifes descomunales tirados a la basura en los traspatios de los restoranes. Los porteños no se detenían a escarbar en tan suculentos restos. Para llegar a ese estado de postración y miseria faltaban todavía cuarenta años, cuando esa misma caminata de madrugada se hubiera visto interrumpida por las cuadrillas de mendigos, lejanos herederos del peronismo, rastrojeando entre miserables deshechos de esos mismos potes de basura a la busca de una fruta podrida o unos huesos que roer. Sin muy fructíferos resultados.

 

            De allí que al leer en algún magazín cultural unas palabras del gran escritor, en que descargaba su desprecio por Perón y el peronismo al que acusaba no sólo de haber reprimido al pueblo argentino sino de haber intentado generalizar la estupidez entre sus compatriotas, no lograra comprender del todo sus palabras. ¿Por qué tanto odio hacia quien había sido venerado por sus alebrestadas “cabecitas negras?

 

2

 

            Cuando en 1955 finalmente cae Perón y Borges puede zafarse de la opresión del régimen, que pretendiera humillarlo retirándolo de su modesto y anónimo cargo en una biblioteca municipal para convertirlo en itinerante inspector de aves de corral en los mercaditos de Buenos Aires, expresa sus sentimientos ante un grupo de escritores que sienten la necesidad de homenajearlo. Las dictaduras, dice entonces, no sólo son repudiables porque promueven el odio, la represión y la tortura. Son especialmente repudiables porque promueven la peor de las taras humanas: la estupidez.

 

            De haber leído ese comentario en mis tiempos de Buenos Aires, tampoco lo hubiera comprendido. En mis tardes de fin de semana solía ganarme unos pesos extras sirviendo de acomodador en un teatro de vanguardia que estrenaba Esperando a Godot, del escritor irlandés Samuel Becket. Señal inequívoca de la intensa vida cultural argentina durante el `post peronismo, pues la obra había sido estrenada en Paris hacía pocos años y el teatro del absurdo era una novedad absoluta en América Latina.  Luego de la función me iba a recorrer las maravillosas librerías de la Avenida de Mayo, en donde me amanecía gastando todos mis ahorros. La Argentina de Frondizzi vivía un auténtico boom editorial. En cuanto a mis intereses intelectuales, yo estaba por entonces fascinado por la obra de Ortega y Gasset, cuyas Meditaciones del Quijote leía los domingos echado bajo la sombra de algún frondoso roble de la Avenida General Paz, cerca de la casa en donde vivía por entonces, en el barrio de Liniers, en la frontera con la provincia del Gran Buenos Aires.

            Cuando por fin volví a encontrar el discurso de Borges habían pasado cuarenta y cinco años. Suficientes como para que la vida pública venezolana, que en mis tiempos de Argentina acababa de sacudirse la dictadura del general Pérez Jiménez, se deteriora al extremo de situar en el mando supremo a una lejana y corrompida reminiscencia de Juan Domingo Perón. Bastó presenciar la campaña electoral que en una irresponsabilidad absolutamente injustificable de la ciudadanía venezolana terminara por abrirle los portones del poder para comenzar a comprender el aserto borgiano. Prometer freír las cabezas de los dirigentes del partido Acción Democrática fue la primera señal de alarma ante quien tenía todos los aprestos de un futuro y muy temible dictador. Para asistir luego al desenfadado exhibicionismo de su chabacana vulgaridad y sus devaneos autoritarios y amenazantes, la directa confirmación de que Venezuela podría vivir esa extraña, insólita e insoportable situación en que desde las alturas del Poder no sólo se promoviera el odio, el rencor, la persecución, la represión y la tortura, sino la peor de todas las taras: la estupidez. Carlos Fuentes lo comprendería muy pronto. En diciembre de 2001 escribiría en El País, de Madrid al comentar la carta del presidente venezolano a Carlos el Chacal: “¿Qué puede esperarse de un presidente que se atreve a decir 'esfíngica invocación' y 'frase preludial'? Que su cabeza es un basurero. Y que a Venezuela le esperan muy malos momentos.”

            Fue recién entonces que comprendí en toda su amplitud las razones del odio y el desprecio que sentían Jorge Luis Borges y la élite intelectual argentina por Juan Domingo Perón. Hay dictadores por los que no se puede menos que sentir tales ominosos sentimientos. Así estén acorazados por el más populoso carisma y hagan gala de la más desaforada demagogia. Precisamente por ello: las más de las veces dichas características son las más repudiables. No sólo porque sirven a la más despreciable ambición, sino porque promueven la conversión de sus ciudadanos en seres igualmente despreciables, estúpidos y obsecuentes.

 

            Es la trágica, la dolorosa, la insoportable verdad de los regímenes dictatoriales. No importa su signo ni su condición.

           

3

 

            Venezuela ha transitado entre tanto ocho largos y turbulentos años por el camino de la estupidez. Al escatológico lenguaje presidencial se corresponde el período más sangriento en la historia de la criminalidad nacional, la más aplastante concentración de poderes en manos de un mandatario, la peor y más vergonzosa obsecuencia de parte de sus validos, aduladores y protegidos y la más fastuosa danza de la corrupción. Todo lo cual no deja de asombrar en un país que no ha sido precisamente escaso en adulantes, validos, corruptos y obsecuentes. Bajo este gobierno, el país ha roto todos los récords en materia de descomposición moral. La prepotencia de un solo hombre cubre como una sombra de vergüenza al que fuera un país orgulloso de su liberalidad y su igualitarismo. Venezuela ha vuelto a ser la hacienda de un hombre, el capricho de una voluntad, el pasto de sus más voraces apetencias. Quien se someta, tiene todo lo que el poder pueda otorgar – prebendas y corruptelas, nada de que sentirse orgulloso, por cierto. Quien se oponga por elemental dignidad y decencia, ingresa a las largas y muy nutridas listas de los despreciados. Arriesga perder todos sus bienes e incluso ir a parar a una mazmorra. Visto históricamente, el actual poder nada tiene que envidiarle a la abyección Cipriano castrista de comienzos del siglo XX. Ni a la larga noche del gomecismo. Frente a los que se muestra inmensamente más ineficiente, inoperante y corrupto.

 

            Desde esta perspectiva se entienden el odio y el desprecio borgiano por Perón. Vivir obligadamente bajo un régimen que hace del estupro, la violencia y la represión sus normas de conducta, contando para ello con la anuencia o la obsecuencia no sólo de masas marginalizadas sino de sectores supuestamente emancipados, empresarios amorales y fuerzas traidoras a sus constitucionales objetivos y deberes constituye el peor de los castigos. Sólo sirve el consuelo de la inevitable decadencia y pudrición de regímenes de esa calaña. Que incapaces de asegurarles paz y prosperidad a sus ciudadanos terminan derrumbados bajo el peso de sus propias iniquidades.

              

            Hoy chapoteamos en una letrina. La ley es letra muerta. La ciudadanía es una ilusión. Sólo vale la decisión de quien ha secuestrado todos los poderes y dominado sus voluntades con el chantaje, la corrupción y la amenaza. Venezuela ha ingresado a una de las etapas más sórdidas y oscuras de su historia. Sólo el oportunismo y la cobardía de quienes debieran ser garantes de la democracia en la región, para lo que cuentan con una mal llamada “Carta Democrática” y la complicidad de las izquierdas y sus gobiernos están a la altura de esta bajeza. Dios y los hombres decentes y de buena voluntad quieran que este trágico momento pueda ser enfrentado y superado cuanto antes. Es un categórico imperativo moral.

sanchez2000@cantv.net

 
 

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