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Aún cuando viví algunos meses en el Buenos
Aires que se acababa de liberar de la dictadura
populista del general de ejército Juan Domingo Perón y
las razones del desastre de su autocracia caudillesca y
demagógica estaban a la vista, nunca logré comprender
del todo el odio y el desprecio que suscitaba en el más
grande espíritu argentino del pasado siglo, Jorge Luis
Borges. Cuando llegué a la deslumbrante capital
argentina hacía cuatro años del derrocamiento del líder
de los descamisados y gobernaba el radical Arturo
Frondizzi.
Militante de la izquierda chilena, ella
misma profundamente antiperonista, las razones que solía
explicar ante los obreros de la construcción entre los
que me gané la vida durante esos meses del verano
bonaerense de 1959 eran simples y evidentes: Perón era
un militar populista, corrupto y patriotero que así
hubiera contribuido a la incorporación de los sectores
populares a la vida política argentina lo hacía bajo
predicamentos clásicamente nazi-fascistas. Manipulando a
las masas hasta convertirlas en plebiscitaria base
social de su despótica entronización. Incluso la
publicitada nacionalización de los ferrocarriles
argentinos mostraba la lacra de la corrupción y el
negociado: la había impuesto a escaso tiempo de que
venciera naturalmente el contrato de concesión signado
con los ingleses que la explotaran durante muchísimos
años, incluidos los de su mandato. Lo que había obligado
a una fuerte indemnización en el reparto de cuyas
comisiones seguramente estaban involucrados él y su
entorno.
Mis argumentos chocaban con la incredulidad
y la desconfianza de quienes no tenían de qué quejarse.
Los trabajadores argentinos lucían satisfechos. Tanto,
que podían compartir sin ningún rencor sus puestos de
trabajo con los obreros chilenos que llegaban
por cientos en busca de un futuro mejor. La Argentina
todavía vivía los coletazos de la bonanza exportadora –
trigo y carne - que la enriqueciera durante el período
peronista, cuando las divisas fluían a raudales
empujadas por la segunda guerra y la expansión
industrial que comenzó a vivir la Europa de la post
guerra. En mis largas caminatas desde la estación de
Plaza Once hasta Belgrano, en donde se hallaba el
imponente edificio en construcción en que laboraba como
un obrero más, solía ver restos de bifes descomunales
tirados a la basura en los traspatios de los restoranes.
Los porteños no se detenían a escarbar en tan suculentos
restos. Para llegar a ese estado de postración y miseria
faltaban todavía cuarenta años, cuando esa misma
caminata de madrugada se hubiera visto interrumpida por
las cuadrillas de mendigos, lejanos herederos del
peronismo, rastrojeando entre miserables deshechos de
esos mismos potes de basura a la busca de una fruta
podrida o unos huesos que roer. Sin muy fructíferos
resultados.
De allí que al leer en algún magazín
cultural unas palabras del gran escritor, en que
descargaba su desprecio por Perón y el peronismo al que
acusaba no sólo de haber reprimido al pueblo argentino
sino de haber intentado generalizar la estupidez entre
sus compatriotas, no lograra comprender del todo sus
palabras. ¿Por qué tanto odio hacia quien había sido
venerado por sus alebrestadas “cabecitas negras?
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Cuando en 1955 finalmente cae Perón y Borges
puede zafarse de la opresión del régimen, que
pretendiera humillarlo retirándolo de su modesto y
anónimo cargo en una biblioteca municipal para
convertirlo en itinerante inspector de aves de corral en
los mercaditos de Buenos Aires, expresa sus sentimientos
ante un grupo de escritores que sienten la necesidad de
homenajearlo. Las dictaduras, dice entonces, no sólo son
repudiables porque promueven el odio, la represión y la
tortura. Son especialmente repudiables porque promueven
la peor de las taras humanas: la estupidez.
De haber leído ese comentario en mis tiempos
de Buenos Aires, tampoco lo hubiera comprendido. En mis
tardes de fin de semana solía ganarme unos pesos extras
sirviendo de acomodador en un teatro de vanguardia que
estrenaba Esperando a Godot, del escritor
irlandés Samuel Becket. Señal inequívoca de la intensa
vida cultural argentina durante el `post peronismo, pues
la obra había sido estrenada en Paris hacía pocos años y
el teatro del absurdo era una novedad absoluta en
América Latina. Luego de la función me iba a recorrer
las maravillosas librerías de la Avenida de Mayo, en
donde me amanecía gastando todos mis ahorros. La
Argentina de Frondizzi vivía un auténtico boom
editorial. En cuanto a mis intereses intelectuales, yo
estaba por entonces fascinado por la obra de Ortega y
Gasset, cuyas Meditaciones del Quijote leía los
domingos echado bajo la sombra de algún frondoso roble
de la Avenida General Paz, cerca de la casa en donde
vivía por entonces, en el barrio de Liniers, en la
frontera con la provincia del Gran Buenos Aires.
Cuando por fin volví a encontrar el discurso
de Borges habían pasado cuarenta y cinco años.
Suficientes como para que la vida pública venezolana,
que en mis tiempos de Argentina acababa de sacudirse la
dictadura del general Pérez Jiménez, se deteriora al
extremo de situar en el mando supremo a una lejana y
corrompida reminiscencia de Juan Domingo Perón. Bastó
presenciar la campaña electoral que en una
irresponsabilidad absolutamente injustificable de la
ciudadanía venezolana terminara por abrirle los portones
del poder para comenzar a comprender el aserto borgiano.
Prometer freír las cabezas de los dirigentes del partido
Acción Democrática fue la primera señal de alarma ante
quien tenía todos los aprestos de un futuro y muy
temible dictador. Para asistir luego al desenfadado
exhibicionismo de su chabacana vulgaridad y sus devaneos
autoritarios y amenazantes, la directa confirmación de
que Venezuela podría vivir esa extraña, insólita e
insoportable situación en que desde las alturas del
Poder no sólo se promoviera el odio, el rencor, la
persecución, la represión y la tortura, sino la peor de
todas las taras: la estupidez. Carlos Fuentes lo
comprendería muy pronto. En diciembre de 2001 escribiría
en El País, de Madrid al comentar la carta del
presidente venezolano a Carlos el Chacal: “¿Qué puede
esperarse de un presidente que se atreve a decir 'esfíngica
invocación' y 'frase preludial'? Que su cabeza es un
basurero. Y que a Venezuela le esperan muy malos
momentos.”
Fue recién entonces que comprendí en toda su
amplitud las razones del odio y el desprecio que sentían
Jorge Luis Borges y la élite intelectual argentina por
Juan Domingo Perón. Hay dictadores por los que no se
puede menos que sentir tales ominosos sentimientos. Así
estén acorazados por el más populoso carisma y hagan
gala de la más desaforada demagogia. Precisamente por
ello: las más de las veces dichas características son
las más repudiables. No sólo porque sirven a la más
despreciable ambición, sino porque promueven la
conversión de sus ciudadanos en seres igualmente
despreciables, estúpidos y obsecuentes.
Es la trágica, la dolorosa, la insoportable
verdad de los regímenes dictatoriales. No importa su
signo ni su condición.
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Venezuela ha transitado entre tanto ocho
largos y turbulentos años por el camino de la estupidez.
Al escatológico lenguaje presidencial se corresponde el
período más sangriento en la historia de la criminalidad
nacional, la más aplastante concentración de poderes en
manos de un mandatario, la peor y más vergonzosa
obsecuencia de parte de sus validos, aduladores y
protegidos y la más fastuosa danza de la corrupción.
Todo lo cual no deja de asombrar en un país que no ha
sido precisamente escaso en adulantes, validos,
corruptos y obsecuentes. Bajo este gobierno, el país ha
roto todos los récords en materia de descomposición
moral. La prepotencia de un solo hombre cubre como una
sombra de vergüenza al que fuera un país orgulloso de su
liberalidad y su igualitarismo. Venezuela ha vuelto a
ser la hacienda de un hombre, el capricho de una
voluntad, el pasto de sus más voraces apetencias. Quien
se someta, tiene todo lo que el poder pueda otorgar –
prebendas y corruptelas, nada de que sentirse orgulloso,
por cierto. Quien se oponga por elemental dignidad y
decencia, ingresa a las largas y muy nutridas listas de
los despreciados. Arriesga perder todos sus bienes e
incluso ir a parar a una mazmorra. Visto históricamente,
el actual poder nada tiene que envidiarle a la abyección
Cipriano castrista de comienzos del siglo XX. Ni a la
larga noche del gomecismo. Frente a los que se muestra
inmensamente más ineficiente, inoperante y corrupto.
Desde esta perspectiva se entienden el odio
y el desprecio borgiano por Perón. Vivir obligadamente
bajo un régimen que hace del estupro, la violencia y la
represión sus normas de conducta, contando para ello con
la anuencia o la obsecuencia no sólo de masas
marginalizadas sino de sectores supuestamente
emancipados, empresarios amorales y fuerzas traidoras a
sus constitucionales objetivos y deberes constituye el
peor de los castigos. Sólo sirve el consuelo de la
inevitable decadencia y pudrición de regímenes de esa
calaña. Que incapaces de asegurarles paz y prosperidad a
sus ciudadanos terminan derrumbados bajo el peso de sus
propias iniquidades.
Hoy chapoteamos en una letrina. La ley es
letra muerta. La ciudadanía es una ilusión. Sólo vale la
decisión de quien ha secuestrado todos los poderes y
dominado sus voluntades con el chantaje, la corrupción y
la amenaza. Venezuela ha ingresado a una de las etapas
más sórdidas y oscuras de su historia. Sólo el
oportunismo y la cobardía de quienes debieran ser
garantes de la democracia en la región, para lo que
cuentan con una mal llamada “Carta Democrática” y la
complicidad de las izquierdas y sus gobiernos están a la
altura de esta bajeza. Dios y los hombres decentes y de
buena voluntad quieran que este trágico momento pueda
ser enfrentado y superado cuanto antes. Es un categórico
imperativo moral.