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Una de las muchas tragedias de
la cultura política venezolana ha sido la ausencia de un
referente liberal y democrático, capaz de introducir
parámetros de conducta y comportamientos propios de la
modernidad, asentados en la responsabilidad individual, la
productividad y el despliegue de iniciativas privadas como
ejes del desarrollo económico y social. Capaz de hacer
descansar el progreso general de la sociedad en el
esfuerzo productivo mancomunado, particularmente en la
suma de esfuerzos de los diversos sectores productivos del
país: empresarios, técnicos, empleados, trabajadores y
obreros auténticamente productivos. Respaldados por un
Estado discreto y reducido al máximo, que asegure y
garantice normas jurídicas inapelables, que provea a las
necesidades sociales de los sectores más desvalidos y los
asista para que se emancipen de toda dependencia, de toda
mendicidad, de todo clientelismo. Para que se emancipen
sobre todo del Estado. Un Estado tan pequeño como sea
posible y tan poderoso como seamos capaces de permitir. Un
Estado capaz de asegurarles paz y confianza a sus
ciudadanos, proteger a los más desvalidos y garantizar la
integridad territorial.
Suena a Perogrullo. No lo es. Venezuela ha adolecido desde
su nacimiento de una miserable socialización. Durante todo
el siglo XIX prácticamente sin la existencia de un Estado
centralizado, objetivado más allá de los grupos y
caudillos, con su propia dinámica y su propia
funcionalidad. Y luego, cuando gracias a la acción del
penúltimo de nuestros “gendarmes necesarios” que puso en
pie una hacienda pública y unas fuerzas armadas
profesionales se levantara un artilugio que se le asemeje,
ha crecido más por el impulso mecanicista y represor de un
aparato estatal todopoderoso y manirroto que por la
sumatoria de la libre iniciativa de sus individuos. Desde
la irrupción del petróleo con Gómez y la constitución por
el gomecismo de lo que Fernando Coronil llamó el Estado
mágico, esa ha sido nuestra desgracia. Ser una sociedad
cautelada, vigilada, adormecida y mal criada por un Estado
macrocefálico, gelatinoso y desarticulado. Pero
tremendamente eficiente a la hora de reprimir a los
oponentes y enriquecer y pervertir a su clientela. De allí
esa realidad invertebrada – para usar el concepto de
Ortega y Gasset – que ha sido Venezuela.
Una sociedad conformada a garrotazos, estructurada desde
arriba, mantenida y alimentada con el chorro de divisas
del esfuerzo tecnológico de unos pocos bajo una lluvia de
petrodólares que a veces nos inundan, causando espantosos
desafueros como los que hoy se viven, o a veces se
extinguen, creando las sequías que causan nuestras crisis
cíclicas. Causando los desatinos políticos que hoy
sufrimos. La tragedia del eterno retorno a lo mismo.
Una realidad vergonzosa y vergonzante: la clásica cultura
del garrote o de la dádiva propios de sociedades mineras y
recolectoras. Subordinada en todos los ordenes de la vida
social al imperio de un Estado que nunca ha sido
suficientemente internalizado en la conciencia colectiva
como imperativo moral y marco normativo. Una simple
taquilla que reparte al mejor postor, según quien se
apodere de sus instancias de dirección y su caja de
caudales. Una pesadilla.
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En una reciente entrevista, el
politólogo Naudy Suárez hacía mención de esa terrible, de
esa trágica falencia: en Venezuela no ha existido nunca
una auténtica ciudadanía. La sociedad venezolana pasó de
la catalepsia gomecista y el imperio del caudillismo
decimonónico a formas clientelares de democracia que
permitieron el crecimiento descontrolado y abusivo de los
poderes del Estado. La lucha política no ha tenido otro
objetivo que la pugna de los diversos sectores de la
sociedad para hacerse con el aparato de Estado y ponerlo
al servicio de la satisfacción de sus particulares
intereses. No ha habido otro proyecto político en
Venezuela que hacerse con el Poder para disponer de
monstruosos recursos y repartirlos según un catálogo de
compromisos. Sin un programa nacional y patriótico de
largo plazo. Sin un proyecto de nación. Sin sectores
verdaderamente exigentes. Bajo la urgencia de un
empresariado incapaz de crecer y desarrollarse con su
propia agenda, pronto a subordinarse y someterse de manera
servil y mendaz al partido, al grupo o al caudillo que
detenta los instrumentos del Estado y gobierne blandiendo
la espada. O las llaves de la inmensa caja fuerte del
petróleo. Como sucedía en los gobiernos anteriores con
cierta mesura y mala conciencia. Como sucede con éste con
la mayor inescrupulosidad, sin mesura ninguna. Hemos sido
un país de mini emperadores.
No sólo el empresariado ha pecado de carencia de visión,
de vocación nacional, de patriotismo. Y lo sigue
demostrando en esta hora turbia y menguada, incapaz de
levantar una alternativa a quien los está nutriendo o
castigando, enriqueciendo o humillando, elevándolo a las
máximas alturas de la riqueza o hundiéndolos en los
abismos de la quiebra, el caos, la disolución. También los
distintos sectores sociales, desde las clases medias hasta
los trabajadores y obreros: todos preocupados, desde
siempre, exclusivamente en atender a la parte que les
corresponde en el reparto. Decididos a permitir lo peor si
a cambio hay recompensas. Como siempre ha sido. Para
vergüenza nacional.
No hemos llegado a este albañal empujados a redropelo de
nuestros anhelos. Hemos sido nosotros mismos los
responsables. Cada país tiene el gobierno que se merece.
La Venezuela petrolera que ayer se mereció a Gómez y a
Pérez Jiménez se merece hoy al teniente coronel Hugo
Rafael Chávez Frías. Desaparecida la generación del 28 y
desnortados sus herederos, esto es lo que ha quedado: esta
asamblea nacional, este poder moral, estas fuerzas
armadas, estos tribunales de justicia. Juzgue usted mismo
su integridad, su inteligencia, su dignidad, su moralidad.
Que Dios se apiade de los enjuiciados.
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Pero sería injusto no advertir
que a pesar de los pesares, e incluso a redropelo de la
voluntad de las elites políticas, académicas, religiosas,
militares y empresariales, una nueva sociedad ha comenzado
a prefigurarse. Tan cercana a los principales centros de
poder del mundo desde los tiempos coloniales, como lo
señalaran los ilustres viajeros que nos visitaran –
Humboldt, Segur -, Venezuela se ha visto favorecida desde
siempre por esta particular apertura a las grandes y
contemporáneas corrientes del pensamiento y la modernidad.
Y sin duda: de la revolución de octubre y el desarrollismo
de los cincuenta, pero sobre todo gracias a las corrientes
inmigratorias favorecidas en esos mismos años, así como
por el efecto benefactor de las libertades democráticas
impulsadas por los partidos del establecimiento y los
liderazgos que los promovieron así como por el desarrollo
económico concomitante comenzó a conformarse una nueva
sociedad en Venezuela. Realidad que no logró permear al
conjunto social, es cierto, dejando amplios bolsones de
retraso y marginalidad. Pero que la empujó a la
modernidad. Si bien dejándola dividida en dos grandes
pedazos en permanente desajuste, mantenido en sordina
gracias a la acción apaciguadora de los partidos del
sistema y un dólar a 4:30. De la subvención estatal y de
la acción de estos partidos policlasistas encargados de
cohesionar lo que carecía de auténtica soldadura interior.
Partidos clientelares, populistas, demagógicos y
estatistas.
Es la realidad que desde la crisis económica y financiera
de los ochenta y los golpes de Estado de los noventa –
militares y constitucionales, armados y legales,
uniformados y togados - nos ha reventado en el rostro.
Golpes de Estado que seguían la vieja práctica tribal de
la auto mutilación, en la que la sociedad caudillesca que
es Venezuela ha sido verdaderamente pródiga. Somos el país
con la mayor cantidad de revoluciones en la historia de
América Latina. Es el nombre que le hemos dado a los
cíclicos desafueros auto mutiladores que han jalonado la
historia de la república. Se los cuenta por decenas, por
cientos. Con las más rocambolescas adjetivaciones. La
última: bolivariana.
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Posiblemente el peor de todos ellos. Porque encuentra a
los protagonistas en su máximo nivel de conciencia y
desarrollo. Si es que a esta alteración moral y
psicológica se la pueda llamar “conciencia”. Y a su
espasmódico extremismo, “desarrollo”. Con una peculiaridad
que motiva este artículo: mientras el régimen imperante
cuenta con ideología – en el sentido marxista: falsa
conciencia - , organización – mesnadas financiadas con los
ingresos petroleros - , caudillo y propósitos – una
autocracia vitalicia -, la sociedad civil venezolana está
inerme. Carece de partidos. Y particularmente de ese
referente liberal, moderno y progresista del que siempre
careció. De allí lo insólita de esta situación: una
sociedad desarmada de los clásicos instrumentos de defensa
democráticos entregada al arbitrio de un caudillismo de
nuevo cuño apropiado de todos los instrumentos del Estado.
Insólitamente semejante a esa situación que describía
Sebastián Haffner en uno de sus ejemplarizantes estudios
sobre el nazismo: el hombre en su inconmensurable soledad
frente al monstruo agarrotado del Estado omnipotente.
Se hace cada día más acuciosa la necesidad de crear ese
referente, capaz de echar a andar la única revolución a la
altura del desafío de los tiempos. Capaz de liberalizar a
la sociedad venezolana, permitir el despliegue de sus
fuerzas productivas, incentivar la productividad e
internalizar en el individuo su sentido de responsabilidad
social y su pertenencia al Estado como a un conjunto de
normas a ser obedecidas por encima de los caprichos, las
apetencias, desafueros y ocurrencias de caudillos y grupos
de presión.
Ese referente debe ser fundado. Reuniendo las
parcialidades que yacen esparcidas, integrando los
esfuerzos frustrados de tantos años, recomponiendo el
tejido social de los viejos partidos y permitiendo la
emergencia del nuevo: un partido popular, patriótico,
nacional, moderno y progresista. Liberal, en el mejor y
más auténtico sentido del término. Y libertario, como la
sociedad civil venezolana lo exige.
Y agregaría, para que nadie tenga la menor duda, así sea
recurriendo a una terminología demodé e inapropiada y a
riesgo de ser malinterpretado: un partido de centro
derecha. Sin vergüenzas, complejos ni mezquindades. Dios
ayude a sacudir las conciencias de quienes podrían
protagonizar su fundación y los auxilie con lucidez,
voluntarismo y coraje. Para que pongan manos a la obra.
sanchez2000@cantv.net